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El inmigrante, la rosa y la muerte

Fuentes: Rebelión

En El nombre de la Rosa, magistralmente dirigida por Jean-Jacques Annaud (1986), se plasma, hasta donde el cine permite hacer de una obra maestra, las metáforas que Umberto Eco usa para explicar desde la cuestión «mitos-logos» hasta la organización misma del mundo medieval, pasando por las revoluciones heréticas, las guerras dulcinistas y la cuestión de […]

En El nombre de la Rosa, magistralmente dirigida por Jean-Jacques Annaud (1986), se plasma, hasta donde el cine permite hacer de una obra maestra, las metáforas que Umberto Eco usa para explicar desde la cuestión «mitos-logos» hasta la organización misma del mundo medieval, pasando por las revoluciones heréticas, las guerras dulcinistas y la cuestión de la autoridad científica.

Dejando a un lado, y recomendando encarecidamente todo lo que se puede aprender de esta obra me gustaría que nos centráramos en una escena. Escena en la que Adso de Melk se enamora; pero ni mucho menos del amor quiero hablar, pues en esa escena, y en algunas más, se ve como una ingente masa humana intenta acceder y luchar por los despojos de la Abadía (cuyo nombre cree más prudente obviar), que representa ni más ni menos que el bienestar de la época, la opulencia de una sociedad que condenaba a la plebe a vivir de esos despojos de señores feudales y clericales, y sin que nos lleve a confusión la plebe eran todos aquellos que no pertenecían a estos dos últimos grupos. Cruel, ¿verdad? Quizás salvaje.

Pero mucho ha llovido en nuestras sociedades desde el siglo XIV y nos hemos civilizado, depurado y alcanzado conocimiento. O al menos eso me enseñaron. Quizás hoy les diría a mis maestros de la infancia que más bien occidente ha adecuado al resto de civilizaciones a si. Y adecuado es como se le llama ahora porque cuando se hace referencia a las conquistas romanas se dice sometido.

Siempre he pensado que proceder de una ciudad que es encrucijada de culturas, religiones, etnias y formas ligeramente diferentes de ver la vida, era bueno pues lo único que podía hacer era enriquecerme, pero se me olvido caer en la cuenta de que esa zona es la frontera entre dos mundos. Dos mundos perfectamente maniqueístas, dos mundos que se separan cada vez más, para bendición de unos y maldición de otros.

Maldición es nacer en un país centroafricano en el que estarás condenado toda tu infancia a pasar hambre para que cuando a los primeros atisbos de pubertad vengan los señores de la guerra y te reclamen a morir o sufrir hasta morir, si eres niño; o para el descanso del guerrero, si eres niña.

Bendición es nacer diez metros al norte (+10) de una frontera. Estos 10 metros, que en otros muchos contextos no tienen ninguna importancia, aquí, a veces, se hacen vitales. Esos diez metros te permitirán crecer como un niño, con los mimos y atención necesarios, te permitirán estudiar y tener una atención sanitaria. Te permiten ser libre para ir donde quieras, para viajar (con alguna que otra excepción que ni siquiera barajas).

Diez metros al sur (-10) a lo más que aspira mucha gente es a tener suerte. Suerte para reunir un dinero que te costara sudor y lágrimas reunir, suerte para que un despiadado patrón de barcos te acepte (a ti y a tu dinero) para embarcaros en una de sus pateras, que con mucha suerte llegará al otro lado del Mediterráneo sin que te capturen la Guardia Civil o la muerte tan amiga del mar. Más vale que ahora, que has puesto pie en el norte, la suerte no te abandone, pues la necesitaras, seas negro o blanco, para encontrar un trabajo que allí, como aquí todo el mundo rechaza y que algún día con suerte, y si aguantas, tú y tus hijos también tendréis el privilegio de rechazar.

Nuestra opulencia y la propaganda que hacemos de ella es la que hace que los maldecidos de este mundo (y cuando digo mundo no me refiero sólo a África, pues asiáticos también se suman a ésta, su odisea) intenten saltar una alambrada de espinos en plena madrugada a sabiendas de que les va la vida en ello, no sólo por el peligro intrínseco de saltar una valla de espinos de 3 a 6 metros, sino también por la brutalidad de las fuerzas de seguridad de ambos lados de la valla: que te pueden dar un porrazo como el que se le da a las bestias de carga o un pelotazo en la garganta porque la noche los confunde o incluso un tiro de bala cuando vuelven a echarte al sur.

Lo curioso es que con el tiempo se aprende a vivir con ello. Sí, con esa sensación de indiferencia que te hace pensar que es su obligación intentarlo y si tienen que morir en el intento también era su obligación. Es muy triste que ellos acepten y se resignen a lo que creen que es su destino; pero más triste es que nosotros aceptemos y que creamos que también lo es.

Desde hace unos años a Melilla (y por lo que sé, también a Ceuta) no paran de llegar subsaharianos, hindúes, argelinos. huyendo de las calamidades que les acechan en sus países. Cruzan medio mundo desde el corazón de África, la India, Iraq o China pasando por países dictatoriales donde sufren humillación, palizas, explotación violación y no sé cuantas brutalidades más en el caso de las mujeres, para llegar a las puertas de una ciudad de la que jamás habrían oído hablar a no ser porque es su destino. Llegan creyendo que en Europa les recibirán con los brazos abiertos pues dicen que son Estados de Derecho y en ellos se respetan todos y cada uno de Derechos Humanos. Pero se han olvidado de una cosa: Melilla es aun una ciudad africana.

Melilla es una ciudad en la que su Presidente-Alcalde se permite el lujo de decir, que «los agentes de la Benemérita no son azafatas» y que están haciendo su trabajo evitando el acceso de inmigrantes a nuestro territorio nacional.

Ahora imagínense las playas de Almería, Granada, Málaga, Cádiz y Huelva con una zona de exclusión militar llena de patrullas de la Guardia Civil que aporrearan a cada inmigrante que saliera del agua y quisiera alcanzar las susodichas playas con ansias de tener un futuro mejor. Y ahora imagínense que los que salen del mar son sus hijos, hermanos, padres.

Esto es exactamente lo que ocurre en la verja de Melilla.

La Guardia Civil no es un cuerpo de azafatas, pero tampoco es un cuerpo de verdugos ni de perros de presa adiestrados para abalanzarse sobre personas totalmente desarmadas y tratarlos como animales. Es evidente que las fuerzas de seguridad del país vecino los tratan aún peor y que la vida de estos negros allí no tiene más valor de la que le pueda dar el gendarme o militar de turno, pero eso a mi no me consuela en nada y me parece muy triste que hayamos llegado a esas comparaciones tan desafortunadas.

Por ello, nunca entendí bien la utilidad última de esta verja que rodea mi ciudad: nunca he sabido si era para protegernos a nosotros del exterior o si era para proteger al exterior de nosotros.

Antaño en Europa, y en el Mediterráneo en general, cuando alguien acometía la empresa de cruzar medio mundo sin medios sorteando todos los peligros que se le cruzaban y viendo a sus compañeros morir en el camino se les llamaba héroes y a su hazaña se le llamaba odisea, habían emulado a Ulises.

Por todo esto me gustaría desde aquí hacer constar mi homenaje y mi reconocimiento a esas personas que están dispuestas a pagar con sus vidas un futuro mejor para ellos y los suyos; cosa que no sé si tendríamos el valor de hacer nosotros.

Dice Umberto Eco que una rosa no deja de ser rosa por mucho que cambiemos el término con el que la nombremos; así mismo seguirán muriendo gente en las lomas del monte Gurugú, por hambre, palizas, redadas, saltos fallidos, etc. por muy fuerte que nosotros cerremos los ojos y hagamos como que no ocurre.

P.D.: Al final de «El Nombre de la Rosa» esa masa de desamparados campesinos saquea la abadía, revelándose contra la opresión inquisitoria de benedictinos y dominicos.