1 En Venezuela se da un caso único en el parlamentarismo mundial. Cuatro días antes de las elecciones algunos partidos de opositores llaman a la abstención. Menos de la mitad de los candidatos opositores se retiran efectivamente: el electorado sin embargo no elige ninguno de ellos. Toda la Asamblea Nacional queda integrada por parlamentarios asociados […]
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En Venezuela se da un caso único en el parlamentarismo mundial. Cuatro días antes de las elecciones algunos partidos de opositores llaman a la abstención. Menos de la mitad de los candidatos opositores se retiran efectivamente: el electorado sin embargo no elige ninguno de ellos. Toda la Asamblea Nacional queda integrada por parlamentarios asociados al proyecto bolivariano. No hay que dormir sobre los laureles: 75% de los votantes inscritos se abstiene. Tampoco hay que compartir las especulaciones opositoras de que tal inhibición la apoya: sería inexcusable la necedad de abstenerse contando con un supuesto respaldo tan demoledor. Mucho menos cabe cuestionar un Consejo Nacional Electoral al cual en diez elecciones los observadores nacionales e internacionales no han podido probar ninguna irregularidad significativa. Puesto a hacer trampa, hubiera disimulado el índice de abstención. La oposición se ha suicidado, o mejor, se ha aplicado la eutanasia, porque los índices de votación por los candidatos que no se retiraron es verdaderamente escuálido: el partido social cristiano COPEI, por ejemplo, sólo recolectó unos seis mil sufragios en un universo electoral de más de diez millones de inscritos.
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¿Qué hace representativo a un parlamentario? Su preselección por las bases sociales. Su reconocida trayectoria revolucionaria y obra intelectual. Los sufragios que confirman el respaldo de la comunidad que lo postuló. La trascendencia de las normas que sanciona. La ausencia de estos factores anuló a los diputados bipartidistas. El proyecto bolivariano debe evitar seguir el mismo camino. Para diferenciarse no sólo es indispensable sancionar la tan postergada Ley de Participación ciudadana, también predicar con el ejemplo. A tales candidatos, tal convocatoria.
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Las revoluciones rompen las cadenas de la legalidad contrarrevolucionaria para imponer la propia. La bolivariana se ha dado el lujo de respetar escrupulosamente la camisa de fuerza de la legalidad heredada sin usar sus mayorías mas que para retocarla, cuando no para reforzarla con alguna ley retrógrada. Para consolidar su legitimidad, una asamblea revolucionaria debe sancionar leyes revolucionarias. Al pájaro se lo conoce por el canto y al legislador por sus leyes. O se los desconoce.
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Tres tareas enfrenta la Asamblea Nacional: crear el marco institucional para la Revolución; convertir el Estado en instrumento revolucionario, y articular el sistema normativo para protegerlo fortaleciendo y ampliando el sistema de defensa. A veces deberá recurrir a reformas constitucionales, que debatiremos posteriormente.
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Legislar para una Revolución es sentar definiciones categóricas sobre la propiedad de los medios de producción y sobre las relaciones de producción. Lo primero significa recuperar los derechos y bienes de la República sometidos a rebatiña. Ante todo, dominar plenamente la industria de los hidrocarburos. Inexplicables lagunas constitucionales reservan a la República sólo la industria de los hidrocarburos líquidos. Las leyes patrióticas deben extender esa reserva a la industria de los hidrocarburos gaseosos y los sólidos, que también son hidrocarburos, y propiedad de la Nación. Otro incomprensible vacío constitucional omite exigir que PDVSA tenga siempre la mayoría accionaria y por tanto el control de sus empresas subsidiarias y filiales. La ley debe prevenir que la proliferación de subsidiarias en las cuales la Nación tenga participación minoritaria se convierta en subterfugio para la privatización de PDVSA. Del dominio de los hidrocarburos depende el futuro del mundo, pero también el del proceso bolivariano. La oposición desapareció del mapa político porque en todos sus proyectos preveía la privatización de PDVSA. Hay que arrancar de raíz las leyes que dejen abierta tal tentación para los administradores futuros.
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Un parlamento revolucionario debe recuperar los bienes de Venezuela para todos los venezolanos. Revertir privatizaciones inconstitucionales de bienes del dominio público, como la de las salinas de Araya, entregadas por el gobernador Ramón Martínez Abdelnour a una transnacional. Sepultar definitivamente proyectos como el de la infame Ley Orgánica de Hacienda Pública Estadal, que pretendía privatizar lagos, ríos y lagunas y autorizar a los ricos a inmunizarse contra los impuestos por contrato. Proteger ambiente, recursos naturales y biodiversidad contra el desenfrenado saqueo que los aniquila. Ampliar, y no restringir, las funciones económicas del Estado. Dotarlo de competencias para desarrollar un parque de industrias básicas y estratégicas y para recuperar los sectores económicos donde la gestión privada es insuficiente o incapaz. Restringir, y no ampliar, los límites de la concentración de propiedad en materias tales como el latifundio, la industria y los monopolios de distribución de bienes y de comunicación. Fijar, y no ampliar, los límites de la inversión extranjera en áreas estratégicas como la explotación de recursos naturales, la especulación bancaria y financiera, las comunicaciones y servicios públicos tales como generación y la distribución de electricidad. Crear marcos legales operativos y practicables para la efectiva participación ciudadana y para la gestión de formas de propiedad comunitaria tales como cooperativas y microempresas.
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Con la recuperación de los medios productivos se deben restaurar relaciones de producción dignas. Casi un sexenio ha pasado sin que ninguna ley devuelva las prestaciones arrebatadas por la CTV y Fedecámaras y restituidas por la Constitución. Se requieren normas que prohíban y sancionen el ocultamiento de la relación de trabajo y del salario bajo figuras tales como las maquilas, la subcontratación con supuestas microempresas, las remuneraciones flexibles y los empleos a prueba. Nuevas normas deben reconocer el estatuto laboral y los derechos de quienes colaboran en las misiones.
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Para modificar propiedad de los medios de producción y relaciones productivas hay que reformar el Estado, que es reconstituir la República. El bipartidismo desmanteló Venezuela mediante la anarquía federal secesionista que multiplicó municipios y entes innecesarios e inviables. Bajo la bandera de la descentralización el Estado se desintegró en miríadas de institutos, corporaciones, fundaciones y empresas incontrolables, y los estados crearon ejércitos propios con el nombre de policías locales, cancillerías particulares con el carácter de delegaciones; sistemas judiciales, de timbre fiscal y papel sellados incompatibles, y poco faltó para que siguiendo dictados del Banco Mundial crearan sistemas educativos con programas distintos.
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El Estado debe ser reestructurado para cumplir con las funciones que no cumple y que desempeñan las Misiones; las Misiones deben ser institucionalizadas, integradas y sometidas a regímenes transparentes de auditabilidad y control que les eviten degradar en la inoperatividad de gran parte del Estado. Para ello hay que arrancar el sistema tributario de los esquemas del Consenso de Washington que imponen el IVA y los tributos recesivos; hacer pagar impuestos a los extranjeros inmunizados por los tratados contra la doble tributación; adecuar el sistema educativo a las necesidades reales del país. Nuevas normas penales deben acorralar los delitos de los pudientes: la corrupción, la legitimación de capitales, la promoción de garitos y casinos.
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Venezuela fue, es y será atacada con intensidad directamente proporcional a sus riquezas y a la radicalidad con que las defendamos, y debe ser defendida con energía que supere esa agresión. En el orden interno, con leyes de seguridad. En el orden externo, con normas que complementen la preparación para la guerra convencional con tácticas de resistencia civil y guerra asimétrica.
Ahora que disponen de unanimidad, la única excusa de los parlamentarios bolivarianos para no hacer la revolución sería el propio sabotaje.