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La nación: nota sobre un viejo dilema

Fuentes: Rebelión

El vínculo entre la lucha de clases y la existencia de la nación constituye un viejo dilema para amplios sectores de la izquierda latinoamericana, en particular de la década de 1930 a nuestros días. Ese dilema ha dado lugar, por ejemplo, a la contraposición entre posiciones «nacionalistas» – que con frecuencia han derivado en alianzas […]

El vínculo entre la lucha de clases y la existencia de la nación constituye un viejo dilema para amplios sectores de la izquierda latinoamericana, en particular de la década de 1930 a nuestros días. Ese dilema ha dado lugar, por ejemplo, a la contraposición entre posiciones «nacionalistas» – que con frecuencia han derivado en alianzas con movimientos populistas de corte liberal – desarrollista, y otras «clasistas», que con frecuencia, también, han venido a coincidir con movimientos populistas de corte conservador. En el plano del epitetario político, esto se tradujo a menudo en que los «clasistas» acusaran a los «nacionalistas» de reformistas conciliadores, y éstos a su vez recusaran calificando a los primeros de ultraizquierdistas intransigentes.

Tras el fin de la Guerra Fría y el ascenso y la bancarrota moral y política del neoliberalismo en la región a lo largo de las décadas de 1980 y 1990, el viejo dilema renace bajo formas nueva. Se expresa, por ejemplo, en la disposición de los antiguos «nacionalistas» a ver en las experiencias políticas de Argentina, Brasil, Uruguay, Venezuela, Bolivia y (quizás) Chile motivos de esperanza para avanzar hacia la solución de los terribles problemas de la región, mientras los «clasistas» tienden a descalificar de antemano esos procesos como meros ejercicios de enmascaramiento de la hegemonía neoliberal.

A esto contribuye, sin duda, el largo apagón teórico que conoció la izquierda latinoamericana a lo largo de las dos últimas décadas, agravado por la tenaz campaña de descrédito del marxismo sostenida por los aparatos ideológicos neoliberales. Por lo mismo, siempre será útil recordar algunas premisas más o menos elementales que pueden contribuir a adelantar otra vez la discusión.

Está, por ejemplo, el hecho de que las clases sociales existen en todas las sociedades humanas que han superado el umbral de la barbarie a lo largo de los últimos diez mil años, y sus luchas han sido y son el factor más importante en el desarrollo de la historia de nuestra especie. Y está también, por supuesto, el hecho de que esa lucha ha adquirido distintas expresiones a lo largo de la historia de esas sociedades, correspondientes de uno u otro modo a las formas en que ellas han organizado su vida política.

En esa perspectiva, el factor de mayor interés para nuestro tiempo consiste en la generalización de una forma particular de organización de la vida política – el Estado de base nacional – a prácticamente todas las sociedades del planeta lo largo de los últimos doscientos o trescientos años, y sobre todo de la década de 1950 a nuestros días. Y como ese período ha coincidido con el de la creación del primer mercado mundial en la historia de nuestra especie, cabe decir que el capitalismo, en su fase ascendente al menos, encontró en el Estado de base nacional su forma más adecuada de organización política, que terminó por convertirse incluso en la forma general de organización del mercado mundial como sistema mundial, bajo el nombre de sistema (justamente) inter – nacional.

Cabe plantear, así, que la nación es una forma histórica de organización de la lucha de clases, creada por el desarrollo del capitalismo y que, por lo mismo, la lucha de clases es la forma concreta de existencia de cada nación. Por lo mismo, el desarrollo de esa forma nacional equivale al despliegue de las contradicciones de clase que le son propias, lo cual naturalmente tiene sus propias complejidades, también.

Aquí, por ejemplo, nos encontramos con el hecho de que, en determinadas circunstancias, una clase social – por sí misma, pero sobre todo como parte de una agrupación de clases y sectores de clase, o un bloque histórico – despliega una especial capacidad para representar el interés general de su nación en un momento decisivo del despliegue de las contradicciones que dan vida a la historia de esa sociedad. Lo social, aquí, no contradice a lo nacional, sino que lo expresa. Lo representado como interés general, en efecto, es fundamentalmente aquello que corresponde al interés de aquel bloque histórico por superar un conjunto de obstáculos que se oponen al desarrollo de las clases y sectores de clase que lo integran como tales clases y, por tanto, que se oponen también al paso del conjunto de la sociedad a formas superiores y más complejas en el desarrollo de la propia lucha de clases bajo su forma nacional.

Entre nosotros, la última y más importante – no la única – experiencia de este tipo ocurrió entre 1970 a 1976, en el breve lapso de existencia del populismo torrijista como proyecto nacional. Para los trabajadores, aquel proyecto significó múltiples iniciativas correspondientes a su interés, desde la promulgación del Código de Trabajo hasta la mayor ampliación de los servicios de salud, educación y seguridad social que el país hubiera conocido en su historia. Y todo esto implicó además la legitimación del derecho a la participación política de sectores sociales que hasta entonces habían tenido una presencia apenas marginal en la vida estatal de la nación.

Para los sectores empresariales más vinculados al capital financiero, a la industria y al agronegocio, el proyecto nacional torrijista significó también el beneficio de enormes inversiones en infraestructura, energía y telecomunicaciones, y otras iniciativas de subsidio al sector privado que crearon nuevas oportunidades de negocios y de acumulación de capital. Y aun así, las limitaciones a su hegemonía en la dirección de ese proceso se aprecian en la tenacidad con que debieron empeñarse – a menudo en alianza con sus adversarios políticos – en la tarea de limitar la participación política y el ejercicio de sus derechos sociales por parte de los sectores populares tras la firma de los Tratados Torrijos – Carter, y a todo lo largo de las décadas de 1980 y 1990.

Aquí nos interesa, sin embargo, un problema de otro orden. En efecto, en este tipo de proceso de formación y dirección de un bloque histórico capaz de expresar el interés general de la nación, el elemento decisivo radica en la construcción de su propia hegemonía – es decir, de su autoridad moral, cultural y política para la orientación del proceso en su conjunto -, por parte de aquel sector que aspire a definir los nuevos términos en que se desplegará la lucha de clases una vez que el proyecto haya culminado.

En este plano, el riesgo mayor radica en que, si en un momento de crisis general esa representación llega a ser necesaria pero no puede ser constituida, ni esa hegemonía llega a ser definida, la sociedad corre el riesgo de ingresar en aquella circunstancia en la que la parálisis del despliegue de las contradicciones de clase inherentes a la forma histórica nacional deriva en una situación de anomia, violencia y explotación crecientes, que Federico Engels alguna vez llamó «un estado de putrefacción de la historia».

Todo esto, sin embargo, es apenas una aproximación abstracta a un problema que sólo puede ser resuelto si es planteado de manera concreta, es decir, si es encarado desde su propia historicidad. Y esto significa, en primer término, identificar con precisión cuáles son las clases y sectores de clase cuya lucha da forma al desarrollo de la nación en este momento de su historia, y cuáles son, o pueden ser, los intereses convergentes que puedan dar lugar a planteamientos comunes. Allí radica el momento de paso de la teoría a la práctica. Allí está una de las grandes tareas pendientes para llegar a la concertación del proyecto nacional que nuestro país requiere.