A los soldados del Imperio, hasta estos días, siempre les había correspondido el consuelo de la gloria, caso de llegar al final de la batalla sin vida que consolar. A diferencia de las bajas enemigas, reducidas a una simple y fría cifra, despojadas de nombres y de historia, carentes de rostros, de familias, los muertos […]
A los soldados del Imperio, hasta estos días, siempre les había correspondido el consuelo de la gloria, caso de llegar al final de la batalla sin vida que consolar.
A diferencia de las bajas enemigas, reducidas a una simple y fría cifra, despojadas de nombres y de historia, carentes de rostros, de familias, los muertos del Imperio eran exaltados a la fama y ensalzados como heróicos soldados, responsables ciudadanos y virtuosos padres de familia.
Los medios de comunicación nos ofrecían documentadas semblanzas de las vidas de estos soldados, cuando alguno moría, siempre en el sagrado cumplimiento de su deber, y así nos enterábamos de la última carta escrita a su mujer, aquella en la que le decía estar contando los días que faltaban para su regreso al hogar, para el abrazo pendiente, desde que restableciera, él y sus compañeros de armas, la democracia en algún remoto país, esa última carta en la que ni siquiera faltaban los cariños para el perro de la casa y alguna indicación sobre el vehículo que dejó en el garage.
Gracias a la televisión conocíamos los rostros de su madre, de la novia, de los hijos, y hasta esa imagen propia, algunos años antes, del día en que se graduó con honores en alguna universidad estadounidense o formó parte del equipo de béisbol de la escuela.
Tampoco faltaba el concurrido funeral, con la presencia de las autoridades, las salvas en honor del caído, la bandera en primer plano y el himno nacional acompañando el luto en los semblantes de los congregados.
Pero los tiempos cambian y también los muertos, cuyo número en Iraq crece por momentos haciendo casi imposible tanto y tan seguido funeral, tanta permanente condolencia. Y ello, a la vez que el repudio en todas partes al hipócrita y encubierto despojo llama la atención sobre los costos, en vidas y en recursos, de una inmoral patraña sin sentido, urdida en dólares y cuya única verdad la siguen aportando los muertos.
De ahí que, en la sociedad que presume de salvaguardar todos los humanos derechos, que se cree paradigma de la libertad de expresión, la misma que hoy dirige un gobierno que ha reconocido espiar hasta a sus propios ciudadanos, los medios de comunicación hayan sido conminados a silenciar los muertos, a callar las bajas, a informar, como ayer, del tercer accidente consecutivo de un helicóptero, por causas que se están investigando y que, antes de que se hagan públicas, ya habrá dado paso a un cuarto accidente.
Y así, algunos principales medios de comunicación de los Estados Unidos se han convertido en despachos castrenses, y sus corresponsales de prensa en soldados de reemplazo.
El silencio impuesto ha terminado por igualar los muertos, los propios y los ajenos. Ya ninguno tiene historia, ni rostro, ni apellidos y el anonimato los hermana más allá de la muerte, mientras Bush, que aún está vivo, el mismo que se negó a ir a Vietnam como soldado, insiste en que todo se está desarrollando como estaba previsto y que las escuchas telefónicas a sus ciudadanos o el registro de su correspondencia es… por su seguridad