La palabra «fascismo», inicialmente usada para designar el movimiento y luego régimen que se afirmó en Italia en l922, ha trascendido el ámbito italiano y se ha generalizado hasta volverse una etiqueta que se aplica a todos los movimientos y partidos de derecha que surgieron en Europa después de la primera guerra mundial de l914-18. […]
La palabra «fascismo», inicialmente usada para designar el movimiento y luego régimen que se afirmó en Italia en l922, ha trascendido el ámbito italiano y se ha generalizado hasta volverse una etiqueta que se aplica a todos los movimientos y partidos de derecha que surgieron en Europa después de la primera guerra mundial de l914-18.
Se trata de una generalización debida al hecho de que el fascismo italiano fue el primero que triunfó, constituyendo así una especie de arquetipo para los fascismos posteriores que, al afirmarse en diferentes contextos histórico-culturales, se configuraron de manera diferente. Por cierto, se puede hablar del fascismo en general en cuanto presenta, en dondequiera se haya manifestado, elementos ideológicos comunes, fundamentalmente el rechazo a la democracia parlamentaria y al comunismo soviético, así como el sometimiento de la masa al «caudillo», pero esto no implica su homogeneidad. Muchas son, por ejemplo, las divergencias entre el fascismo italiano y el alemán debido a la diversidad de la tradición cultural, usos y costumbres, sensibilidad y mentalidad de los dos países. Por supuesto, un estudio comparativo ayuda a conocer las peculiaridades de cada uno de ellos. Aquí me referiré sólo a los dos fascismos que, habiendo llegado al poder, tuvieron un papel protagónico determinante en la historia mundial de la primera mitad del siglo XX, es decir, al italiano y al alemán.
TRES VÍAS DE INTERPRETACIÓN
Al hablar del fascismo, el problema que de inmediato se plantea es el de su génesis, cómo nació y cómo triunfó, después qué fue y cómo pudo llegar a la barbarie nazi de la «solución final», es decir, al exterminio de los judíos, al que hay que añadir el de los gitanos, de los cientos de miles de prisioneros de guerra, sobre todo rusos, homosexuales, disidentes políticos y poblaciones civiles de toda Europa; sin olvidar a los deformes y enfermos mentales que el nazismo consideraba «vidas indignas de ser vividas» y que fueron eliminados con la complicidad de la biomedicina alemana.
Han pasado sesenta años desde el final de la segunda guerra mundial y de la derrota del fascismo histórico y en los innumerables escritos que sobre él se han publicado sobresalen principalmente tres líneas de interpretación que resumimos a grandes rasgos. La primera, que limita el fascismo a los decenios entre las dos grandes guerras mundiales, lo considera un «paréntesis» sin ninguna vinculación con el pasado de Italia y Alemania; es decir, el fascismo como un fenómeno pasajero, contingente (que, sin embargo, duró veinte años en Italia y doce en Alemania), como una enfermedad que ataca de repente a un cuerpo sano y robusto. La segunda interpretación, a la que me adhiero y en la que me detendré, refuta la primera y sostiene que el génesis del fascismo hay que buscarlo en la realidad histórica de estos dos países; o sea, el fascismo como resultado de un pasado en el que estaban ya presentes los gérmenes patógenos que explotarían en la primera postguerra mundial. La tercera interpretación, la marxista (a la que no se adhirió un filósofo marxista refinado como Georg Lukács), atribuye, de manera muy simplista, el triunfo del fascismo al capitalismo que lo habría financiado.
En la primera interpretación del fascismo encontramos al filósofo Benedetto Croce y con él a Friedrich Meinecke, Julien Benda, Thomas Mann, entre los más sobresalientes. En su Historia de Europa en el siglo XIX, Croce describe una Europa «ordenada, vigorosa y segura de sí, floreciente en su comercio, abundante en comodidades, llevando una vida fácil». El mismo optimismo manifiesta el escritor Stefan Zweig, cuyo libro autobiográfico, El mundo de ayer, inicia textualmente: «Si intento hallar una fórmula cómoda para definir el tiempo que precedió la primera guerra mundial, el tiempo en que crecí, creo ser lo más conciso diciendo: fue la edad de oro de la seguridad.» Es natural que Zweig, en su condición de judío proveniente de una rica familia burguesa, una vez desterrado de su Austria y en su infeliz exilio -se suicidó como muchos otros judíos-, rememore el pasado con nostalgia. Al contrario de Zweig, el escritor Walter Benjamin, él también judío y su contemporáneo -nació en l892 y se suicidó en l940-, vio en ese ayer un mundo de inseguridad, decadencia y descomposición.
Hay que analizar la tesis del filósofo Croce en el más amplio contexto europeo para darse cuenta de que su historia del siglo XIX es parcial. El siglo XIX no fue sólo el siglo de la lucha por la libertad contra el absolutismo, de las revoluciones liberales y nacionales, sino que fue también el siglo de la Revolución industrial que, al irradiarse de Gran Bretaña al continente europeo, cambió el rostro del planeta entero. La revolución industrial fue, sin duda, un triunfo titánico que aumentó la riqueza y el bienestar, pero sólo para determinadas clases, porque se trató de un progreso construido sobre la explotación y el sacrificio de millones de trabajadores que, de su condición de campesinos y artesanos, cayeron a la condición de proletarios supeditados de la manera más sórdida a un trabajo extenuante que no eximía ni a mujeres ni a niños (los más pequeños eran utilizados para limpiar los conductos de las chimeneas de las fábricas). Los primeros en levantar sus voces de indignación y protesta fueron los románticos ingleses: Blake, Shelley, Ruskin, Byron,1 Dickens, a los que se unió el industrial filántropo Robert Owen.
Es un hecho que en el siglo XIX hubo revoluciones y luchas por la libertad en muchos países que todavía no habían logrado su independencia nacional. Pero también, paralelamente, masas de trabajadores al extremo de la fatiga, el hambre y la desocupación, empezaron a luchar por la satisfacción de sus necesidades primarias y por su emancipación. Empieza la organización masiva en contra de la opresión del capitalismo industrial, la constitución de partidos socialistas, ligas comunistas, sindicatos, cooperativas obreras y campesinas, acompañada por levantamientos, huelgas, cuya reacción fue el despliegue de violencia por parte del Poder. Desde entonces, y cito el inicio del Manifiesto del partido comunista, de Karl Marx de l848, «un espectro recorre Europa: el espectro del comunismo». En fin, resultado de la Revolución industrial fue el advenimiento de las masas que transtornó definitivamente el cuadro de la sociedad burguesa. En el siglo XX serán esas masas las que apoyarán los movimientos subversivos tanto de derecha como de izquierda.
Insisto, los decenios anteriores a la primera guerra mundial no fueron el mundo seguro que presenta Benedetto Croce, fueron más bien años de convulsión resueltos momentáneamente con manejos diplomáticos. No se puede negar el hecho de que Europa gozó de paz a partir de la guerra franco-prusiana de l870 hasta l914, con excepción de la cruenta guerra anglo-bóer que fue combatida afuera del continente europeo. Sin embargo, esos decenios (casi medio siglo) estuvieron cargados de tensión, y el equilibrio europeo se mantuvo siempre precario, en la cuerda floja, entre alianzas, pactos, sospechas, discordias, competencia por la conquista de los mercados, la amenaza siempre latente del pangermanismo de Prusia y su creciente militarización, la violencia del movimiento anarquista que mantenía en agitación a todo el continente; sin contar la masacre turca, en l894-1896, de 300 mil armenios a la que siguió en l915 otra de más de setecientos mil (el primer genocidio del siglo XX). Mientras tanto, continuaba sin solución el problema social creado por la industrialización, que por un lado impulsaba la emigración en masa -un verdadero éxodo- de las clases desheredadas hacia América y, por otro, suscitaba un odio difuso hacia la economía de mercado, que en el siglo XX desembocaría en una especie de erupción volcánica.
EL ARTE COMO DOCUMENTO INVOLUNTARIO
Que la situación de Europa antes de la primera guerra mundial fuera crítica, lo presintió la gran narrativa a caballo entre los siglos XIX y XX. La literatura a la que los historiadores «puros» prestan poca atención, es el sismógrafo más sensible para advertir y registrar las vibraciones, los sobresaltos que sacuden inadvertidos el subsuelo social y que, en ocasiones de una crisis, como la que provocó la primera guerra, estallan en la superficie. Como dice Hermann Hesse en su Juego de los abalorios de l943, «hay más verdad legible en una obra de arte en cuanto a lo que son las grandes corrientes del alma colectiva, que en otras producciones; en verdad, el inconsciente aflora en la obra de arte». Al lado de la literatura, el arte del expresionismo alemán es otro documento invaluable de la crisis de la sociedad de aquellos años.
Nada como las grandes novelas entre los dos siglos (las de Kafka, Proust, Martin Du Gard, Italo Svevo, Pirandello, Musil) -que Philippe Chardin llama de la «conciencia infeliz»- para conocer el espíritu del tiempo, la problemática de esos decenios, para revelar lo que se ocultaba tras la fachada llena de glamour de la belle époque. Esas novelas narran una misma historia, evocan una época que se cristalizó alrededor de la primera guerra, considerada no como un parteaguas con el mundo de ayer, sino como el resultado de lo que se agitaba en ese mundo, lo que causó la guerra, la caída del mundo liberal así como la victoria de los totalitarismos de derecha e izquierda.
De todas esas novelas podemos decir lo que Thomas Mann afirma de su Montaña mágica, escrita entre l9l2 y l924: que «probablemente los hombres del futuro vislumbrarán en ella un documento de la psicología moderna y de los problemas espirituales del siglo XX». Esas novelas no se limitan a ser «espejo del tiempo»; muchas de ellas van más allá, son una prefiguración de la tragedia que vivirá Europa en la primera postguerra. En la misma Montaña mágica, que su autor llama pedagógica e histórica, el duelo ideológico entre dos de sus protagonistas, el humanista volteriano, masón, Settembrini, defensor del progreso democrático y de la libertad individual, y el jesuita revolucionario y nihilista Naphta, propugnador de un regreso al autoritarismo medieval y del uso del terror, prefigura la lucha que vivirá pronto toda Europa. El enfrentamiento entre estos dos adversarios pasará de las palabras a los hechos, a un duelo con pistolas que Naphta, frente a Settembrini que dispara al aire, concluye suicidándose. El bosque en el que se enfrentan los dos antagonistas, se abre como en un travelling cinematográfico en el más vasto campo de batalla, donde democracia y fascismo entablarán una lucha que arrastrará a Europa a la catástrofe.
Leamos lo que Rainer Maria Rilke escribe a una amiga después del estallido de la guerra: «¿Era esto, me pregunto mil veces, esto, el peso horrible que nos oprimía en los últimos años, este futuro espantoso que ahora es nuestro presente cruel?» El mismo sentimiento expresa la obra de Pirandello, de quien Leonardo Sciascia dice que «presintió una realidad de la que las sociedades europeas no tuvieron conciencia sino sólo después de la primera guerra, que hizo tabula rasa de la Europa de anteayer», y añade: «En una Europa tranquila, cómoda, apenas sacudida entre jubileos reales y escalofríos sociales, Pirandello entrevió la feroz y grotesca máscara de un mundo convulsionado, enloquecido.» Sciascia minimiza los escalofríos sociales de los decenios de anteguerra, durante los cuales los jubileos reales se alternaban sobre todo con los atentados, logrados o no, del movimiento anarquista que se ensañaba por doquier contra reyes y políticos. El año l900 se abrió en Italia con el asesinado del rey Umberto de Saboya a manos de un anarquista; al año siguiente, moría también asesinado por otro anarquista, el presidente republicano de los Estados Unidos McKinley, quien había hecho la guerra a España para anexarse las Filipinas, Cuba y Puerto Rico.
La segunda interpretación del fascismo, a la que, como dije, me adhiero, refuta la primera y sostiene que el fascismo fue la herencia del pasado de Italia y de Alemania, de un pasado en el que incubaban los males que explotarían durante la primera postguerra. En esta línea encontramos al italiano Nello Rosselli, una de las tantas víctimas del fascismo, apuñalado en Francia por sicarios de Roma, quien vio en el fascismo una herencia histórica y llamó irónica y polémicamente «enfermedad crónica» a lo que Benedetto Croce consideraba como un simple «paréntesis», contingente y pasajero. Para Rosselli, el fascismo sería en pocas palabras la «autobiografía» de la nación italiana. A su vez otro italiano, Giustino Fortunato, habla del fascismo como de una «revelación» de la verdadera Italia, retrógrada y mojigata, servil y fanfarrona desde la pérdida de su independencia bajo la dominación española y la Contrarreforma. Otros, como Piero Gobetti y Gaetano Salvemini, se limitan a criticar el pasado más reciente de Italia. El fascismo sería el heredero de las taras del post-Resurgimiento,2 de los decenios de mediocridad y corrupción que habían sucedido a la unidad de Italia, de la traición de los ideales de los patriotas por parte de la clase gobernante. También en Alemania hay pensadores que, al estudiar el nazismo, remontan el inicio de la problemática del país a la reforma de Lutero, cuando empieza a formarse el carácter alemán disciplinado, sumiso, obediente y sin sentido crítico ante la autoridad del Estado. Otros se refieren al pasado más reciente del país, adjudicando a la edad guillermina la falta de sentimiento democrático y el inicio de todos los males. Max Weber, que no vivió el fascismo (murió en l920), responsabiliza de la crisis alemana a Guillermo ii y sobre todo a su canciller Bismarck, quien habría castrado a la élite política y al pueblo.
Ahora bien, hay que preguntarse si el fascismo fue el resultado de crisis y desarrollos específicos de los dos países y si detrás de la ferocidad nazi no se halla la tradición europea con su larga historia de horrores, exterminios, inquisiciones, racismo y, desde la Edad Media, antisemitismo y progrom. En su introducción a Los moralistas modernos, el narrador Alberto Moravia hace responsable de la catástrofe de la segunda mitad del siglo XX a toda Europa. «Cabe la sospecha, sostiene Moravia, de que los alemanes crearon el nazismo por cuenta de todos los pueblos europeos.» La desigualdad de las razas humanas (l954), del francés Joseph Gobineau, fue el primer libro en exponer la tesis de la superioridad de la raza aria, que tuvo una gran influencia en Alemania y en el círculo ferozmente antisemita de Ricardo Wagner. El mismo Hitler tendrá palabras de admiración para la «poderosa contribución» francesa. En fin, el tumor maligno que acosaba a Europa se volvería metástasis en tierra alemana.
La tercera línea de interpretación del fascismo, la marxista, es, como se ha dicho, simplista, pues explica el triunfo del fascismo por la degeneración del capitalismo que lo habría financiado y por el dominio terrorista del capital para defenderse del peligro de la revolución bolchevique, que de Rusia iba propagándose a Alemania e Italia. De hecho, el fascismo no fue, como generalmente se cree, una criatura del capitalismo. Fue un movimiento autónomo, con raíces y criterios propios no relacionados con las aspiraciones capitalistas; más aún, inicialmente ganó a las masas con una intensa campaña anticapitalista. No existe, como dice George L. Mosse, el estudioso más importante del fascismo alemán, ninguna prueba documentada de que en Alemania los industriales Krupp o Thyssen dictaran leyes a Hitler, sino al contrario. Las fuentes del financiamiento fascista fueron varias y de muy distinta procedencia, según la conveniencia de los dos partidos. Así, por ejemplo, Il popolo d’Italia, órgano del partido fascista fundado por Benito Mussolini, fue financiado desde Francia.
Un trato aparte merece la obra del filósofo marxista Lukács, quien, como se dijo, se mantuvo fuera del simplismo marxista. Su obra es una clave indispensable para entender el fascismo y enriquece enormemente la segunda línea interpretativa, que vislumbra en el pasado las raíces del fenómeno fascista. En el Asalto a la razón, de l953, Lukács atribuye el fascismo al irracionalismo europeo desde Schelling hasta Hitler, una concepción del mundo que halló su adecuada forma práctica en el hitlerismo, y que se fue a pique con el mismo Hitler. Lukács recurre a la filosofía, a la literatura, a la psicología social, haciendo también hincapié en el carácter del alemán educado en el respeto y la veneración de la autoridad del Estado. El filósofo húngaro insiste en que, si las causas inmediatas de la crisis de la postguerra fueron de carácter económico, social y político, no menos importante fue la trayectoria ideológica anterior a la primera guerra, es decir, las tendencias de una filosofía agnóstica y pesimista que halló un eco inmediato en la desesperación de las masas. Además, Lukács añade que la desesperación por sí sola no hubiera bastado como engarce psicológico y social, necesitaba unirse con la credulidad y la fe milagrosa en un «caudillo salvador», en un «jefe carismático» (encarnado en Italia por Mussolini y en Alemania por Hitler).
Quedaría por explicar cómo una doctrina filosófica abstrusa, elaborada entre círculos estrechos de pensadores, pudo descender hasta el pueblo, penetrar en la disposición del ánimo de las masas. Lukács explica que esa influencia no operó a través de los libros, sino de manera indirecta, subterránea y de forma trivial a través de las universidades, las conferencias, las divulgaciones, la prensa. Yo añado, por mi cuenta, las cafeterías y cervecerías que fueron centros de encuentro y conspiración de los nazis. Hitler y Rosenberg se encargaron de llevar a la calle de manera burda lo que encontraron de irracional en la trayectoria que va de Nietzsche a Jaspers. «De ese modo -sostiene Lukács- pueden las masas verse envenenadas intensivamente por esas ideologías, sin llegar a poner jamás la vista encima de la fuente indirecta de su envenenamiento.»
LA POSTGUERRA Y LA EDAD DE LA POLÍTICA
Ahora bien, todas las interpretaciones que hemos resumido, no obstante sus divergencias, coinciden en que la primera guerra mundial fue el detonador de todos los desequilibrios que determinaron la victoria del fascismo y la caída del viejo continente como primera fuerza mundial; desde entonces su liderazgo pasará a los Estados Unidos. Hay, pues, que partir de la primera guerra para entender el fascismo. Fue una guerra sui generis con respecto a las guerras anteriores. Por un lado, se introdujeron nuevos instrumentos bélicos -gases asfixiantes, lanzallamas, submarinos, bombarderos aéreos-, lo que suscitó un impacto psicológico más elevado de la segunda guerra. Tanto impresionó que perdura todavía en el imaginario colectivo como la «Gran guerra». Por otro lado, fue una guerra de «posición», mientras que las anteriores habían sido de «movimiento»: es decir, una guerra combatida desde las trincheras, largas excavaciones en la tierra donde los soldados vivían amontonados, entre el lodo, expuestos día tras día y por cuatro años a la furia de la lluvia y a la inclemencia del sol, atormentados por piojos y ratas, en cercanía de los cadáveres en putrefacción de sus compañeros, y en condiciones higiénicas que propiciaban frecuentes epidemias. Fue una guerra de desgaste que inicia la edad de las masacres, y que provocó la primera gran muerte en masa: trece millones de caídos. Toda la guerra de Napoleón contra Rusia, que había sido la más cruenta hasta l914, había costado 400 mil vidas; en cambio, en una sola batalla, la de Verdun de l916, hubo un millón de muertos. La Gran guerra, dice George L. Mosse, produjo en los decenios siguientes una generalizada «brutalización» de la vida europea. Sin embargo, con el tiempo se creó alrededor de ella un halo romántico. Mosse explica que el mito de la experiencia de la guerra entró en la esfera de lo sagrado (Le guerre mondiali. Dalla tragedia al mito dei caduti, Laterza, l998).
Esta conflagración generó un fenómeno nuevo que repercutió de manera determinante en los acontecimientos sociopolíticos de la postguerra: un fuerte sentimiento de fraternidad y afecto entre los soldados. La guerra los unió en una «liga libidinal o afectiva», como la llama Freud en su Psicoanálisis de las masas y análisis del yo, borrando todas las divisiones de clase que siempre habían existido en el ejército, manteniéndolos unidos también en los decenios siguientes. En fin, la guerra fue la superación del yo a favor del sentimiento colectivo. De hecho, terminada la guerra y después de la desmovilización del ejército, muchas fueron las agrupaciones de ex combatientes que continuaron luchando juntas, tales como las Freekorps en Alemania (de cuyas filas surgieron los personajes que cubrirían cargos importantes en el partido nazi, por ejemplo, Heinrich Himmler y Rudolf Höss), y los Arditi y los Irredentisti en Italia que, al mando de D’Annunzio, mantuvieron ocupada por dieciocho meses la ciudad de Fiume.
Además, la tendencia al agrupamiento que durante la guerra se había manifestado en el ejército, en la postguerra se amplió hasta formar una masa «pasional» también entre los intelectuales que se involucraron directamente en la pugna que agitaba a Europa entre liberalismo y totalitarismo. En lugar de mantenerse au dessous de la melée, como dice Julien Benda, en calidad de guías morales, cumpliendo con su tarea de observadores críticos, los intelectuales se aglutinaron como protagonistas y hombres de acción al lado de un bando u otro de los movimientos totalitarios. En su Trahison des clercs, de l927, Julien Benda acusa a los intelectuales de haber traicionado a la ciencia por la ideología. El libro de Benda nos hace respirar el aire envenenado de odio de esos años, dejándonos un testimonio imprescindible del drama que vivió Europa en la primera mitad del siglo. La postguerra, dice el escritor francés, fue l’âge du politique, la edad de las grandes pasiones políticas que llegaron a un nivel de fanatismo nunca antes conocido: «Hoy podemos decir -escribe- que no hay alma que no esté tocada por una pasión, o de raza, o de clase o de nación, y a menudo por las tres», y concluye: «El patriotismo es hoy la afirmación de una forma de alma contra otras formas de alma.» De hecho, el nacionalismo se volvió adoración mística, proclama de la superioridad de la propia nación: ya fuese el «alma francesa», el «genio germánico», la «primacía italiana»; en suma, el nacionalismo como xenofobia.
La crisis de la democracia en la primera postguerra no fue un problema peculiar de Italia y Alemania, sino que se planteó en toda Europa. De hecho, al finalizar la primera guerra mundial, todo el continente europeo -vencedores y vencidos- se encontró extenuado, sumido en una crisis económica y social que se convirtió en crisis moral y política. Había que reconstruir sobre las devastaciones causadas por la guerra, convertir la industria bélica en industria de paz y sobre todo enfrentar el grave problema de la desocupación de los ex combatientes que, al regresar a sus países, se encontraron sin trabajo. La ineptitud de los gobiernos para responder a estos problemas generó una desconfianza generalizada por toda Europa en contra de la democracia parlamentaria, incapaz de responder a las necesidades de transformación que la sociedad reclamaba para superar la crisis.
Una ráfaga autoritaria sacudió a toda Europa. El fascismo italiano, llegado al poder en l922, se volvió una esperanza para millones de personas fuera de Italia. Surgieron movimientos fascistas en Inglaterra, con Oswald Mosley, que había salido decepcionado del partido laborista; en Bélgica, con Dégrelle (en un primer momento subvencionado por Roma); en Francia, con Brasillach, La Rochelle y Celine; en Holanda, con Mussert; en Noruega, con Quisling, y en el este europeo con la «Cruz gamada» de Hungría y las «Guardias de hierro» (originadas a partir de la «Legión del Arcángel San Miguel», n. del e.) de Codreanu. Además, el fascismo italiano logró seducir a un grupo de importantes intelectuales, escritores y poetas, como T.S. Eliot, George B. Shaw, Yeats, Pound, Pirandello, Ungaretti, Papini y muchos más. Inclusive, políticos de la talla de Winston Churchill y de Franklin D. Roosevelt tuvieron palabras de admiración para el Mussolini de los primeros años de gobierno.
Los países de fuerte tradición democrática como Francia e Inglaterra pudieron superar la embestida fascista, mientras que Italia y Alemania, países de gran cultura pero, como se dirá, de reciente formación unitaria y débil tradición democrática, no supieron resistir el violento impacto de la crisis postbélica y fueron presa fácil de los dos fascismos que supieron movilizar y manipular el malestar y los resentimientos presentes en su cuerpo social.
La caída de la bolsa de valores de Wall Street en l929 tuvo un impacto todavía más violento en la economía europea, fuertemente ligada con la estadunidense. Este episodio, al poner al descubierto las disfunciones del capitalismo, canalizó aún más el descontento y la rebeldía en favor del radicalismo de derecha como tercera vía, alternativa al sistema democrático y al comunismo soviético. En esos años Alemania sufrió una crisis mayor que en los decenios pasados, cuya consecuencia fue la toma del poder de Hitler en l933.
MASA Y CLASE MEDIA: EL PUNTO DE PARTIDA
Para concluir con las interpretaciones del fascismo, me parecen imprescindibles los estudios de la psicología de la masa y luego del psicoanálisis sobre el alma colectiva y el comportamiento de las masas; estudios que dan un aporte significativo a las anteriores interpretaciones, ya que el fascismo no es sólo un hecho político sino también psicológico. Ni duda cabe que la compleja y ambigua relación entre Mussolini e Hitler, que fue tan determinante en la situación política italiana, puede desentrañarse a la luz de la psicología y del psicoanálisis.
En esta línea se sitúa la Psicología de masa del fascismo, que Wilhelm Reich publicó en l934, un año después de la toma del poder de Hitler. A partir de Freud, Reich hace un análisis minucioso e iluminador del carácter y la mentalidad de las clases medias que fueron el pilar, la base que dio el triunfo al fascismo, punto en el que coinciden todos los estudiosos. Encajada entre la alta burguesía y el proletariado al que despreciaba, constituida por una masa heterogénea, la pequeña y mediana burguesía había sido siempre descuidada por sus gobiernos, interesados sobre todo en el proceso de industrialización del país y por ende más atentos al proletariado, lo mismo que los partidos socialistas, que también privilegiaban a la clase proletaria. El grave error del socialismo fue, pues, haber ignorado la existencia de las clases medias como fuerza social; un error que no cometió el fascismo, el cual, por el contrario, les prestó mucha atención y logró conquistarlas.
Tradicionalmente democrática, pero asustada por los acontecimientos que amenazaban con una probable victoria del comunismo, la pequeña y mediana burguesía vivió en la postguerra un proceso de transformación y cambió su rumbo político en favor de los nuevos movimientos radicales de derecha, que al parecer reconocían sus méritos y sus derechos. Empobrecida por la guerra en la que había perdido a la mayoría de sus hijos, temerosa de la proletarización que la acosaba, llena de resentimiento y deseosa de prestigio, la clase media quiere la revancha y, además de la ventaja económica, está interesada en la conquista de un estado de privilegio social.3
En su obra, Reich se explaya con respecto a la mentalidad de esa clase media formada en el seno de la familia patriarcal autoritaria. La familia, dice, es la «célula reaccionaria», el «lugar más importante para la reproducción del hombre reaccionario y conservador» que dio el triunfo al régimen fascista. Reich estudia el comportamiento de las masas, frustradas por la milenaria represión de sus fuerzas vitales, desgarradas entre el deseo y el miedo a la libertad, que originaría lo que él llama «neurosis caracterial» colectiva, poniendo al descubierto impulsos sadomasoquistas reprimidos: envidia, odio, avaricia, agresividad y violencia. La experiencia de Reich como psicoanalista de enfermos pertenecientes a las más diversas capas sociales, naciones y religiones, lo convenció de que el fascismo es «la expresión políticamente organizada de su estructura caracterial que no está vinculada ni con determinadas razas o naciones, ni con determinadas religiones, ni con determinados partidos, sino que es general e internacional. El fascismo es un fenómeno internacional impulsado por las masas, que corroe a todas las naciones.» Y concluye: «El fascismo no es la obra de un Hitler o de un Mussolini sino […] de la estructura irracional del hombre masa.» Hitler y Mussolini encarnarían pues las corrientes subterráneas, inconscientes del alma colectiva; no serían, ni «la hez del pueblo», ni «los dos salvadores de la moralidad europea pagados por los grandes capitalistas», como los define Thomas Mann.
En la línea de Reich continúa Erich Fromm en su Miedo a la libertad (l947), donde integra las teorías freudianas con una acentuación sociológica de tipo marxista. En su introducción precisa que «si queremos combatir el fascismo, tenemos que conocerlo». Núcleo central de su libro es el desarrollo del yo a través del proceso de individuación para llegar a la independencia y liberación de los vínculos primarios, sobre todo de la familia autoritaria, que si por un lado obstaculizan la libertad, por otro son cómodos en cuanto fuente de seguridad: un proceso particularmente doloroso que puede llevar a la difícil libertad pero también a su renuncia, es decir, a la evasión, al fracaso individual y a la fácil sumisión a la autoridad.
En l958, un equipo de investigadores de la Universidad de Berkeley, California, coordinado por el filósofo Theodor Adorno, publica La personalidad autoritaria, (con una introducción de Max Horkheimer). Inicialmente el libro había tenido como objetivo el análisis de las dinámicas psicológicas del antisemitismo y de la discriminación social. Sobre la marcha, se volvió un análisis de los incentivos psicológicos que llevaron a las masas a adherirse a Mussolini y a Hitler; en fin, un estudio del «individuo potencialmente fascista». No obstante las críticas, el libro tuvo una gran difusión y provocó un número creciente de publicaciones sobre el autoritarismo y el sometimiento de la masa a las autoridades antidemocráticas, al «hombre fuerte», al «jefe carismático» que recuerda al padre de las hordas primitivas y el «rey taumaturgo» de medieval memoria.
NACIONALISMO Y OTROS MALES
Hemos insistido en las diferencias entre el fascismo italiano y el alemán. Sin embargo, la trayectoria histórica de ambos países presenta un fuerte parecido. Mientras que los países cercanos -España, Francia e Inglaterra- se habían constituido desde siglos atrás como entidades políticas, estados autónomos, Italia y Alemania se mantuvieron desde la Edad Media fragmentadas en un mosaico de pequeños y grandes estados con tradiciones y costumbres diferentes, hasta que a finales del siglo XVIII empieza a triunfar la individualidad nacional en contra del cosmopolitismo ilustrado, indiferente a los caracteres que diferencian una nación de otra, es decir, al «genio» peculiar de cada nación. Por eso, Italia y Alemania son las tierras clásicas de la idea de nación, que tuvieron que elaborar para afianzar su identidad espiritual y legitimar su voluntad de unificación en una entidad política como el Estado.
Sin embargo, profunda es la diferencia entre la idea de nación que cultivaron uno y otro país: mientras que en Alemania prevalecieron como fundamento de la nación los factores naturalistas, biológicos de la sangre y del suelo nativo -sangre y suelo fueron las palabras de orden del nazismo-, en Italia se afirmaron los voluntaristas y espirituales. Ni la lengua, ni la sangre ni la religión o el suelo común eran factores suficientes para constituir la nación, sino la voluntad, una voluntad consciente -contrariamente a la nacionalidad inconsciente de los alemanes- que sólo podía dar cohesión a la comunidad. Por eso no sorprende que Mussolini, en la línea de la tradición italiana, haya afirmado en l934 que era posible «arianizar» a un judío si esa era su elección ( lo que Hitler veía como una violación a las leyes de la naturaleza). Respecto a los judíos, la posición de Mussolini fue entonces clara al declarar que «los judíos se encuentran en Roma desde el tiempo de los reyes. Quizás los abastecieron de vestimenta después del rapto de las sabinas. Lloraron sobre el cadáver de Julio César y nunca fueron molestados.» Sin embargo, bajo la presión de la «brutal amistad» con Hitler (The brutal friendship, es el titulo del libro que F.W. Deakin dedicó a los dos dictadores), a finales de l938 Mussolini introduce en Italia las leyes por la «defensa de la raza» que terminaron por enajenarle el consenso del pueblo que por lo general había convivido pacíficamente con los judíos.
La idea de nación italiana se remonta a Giuseppe Mazzini, quien a la palabra «nacionalismo» opuso la palabra «nacionalidad», es decir, identidad nacional, como proyecto que había que decidir y construir, como concepto histórico en constante devenir, dinámico, fruto de la libre voluntad del individuo: una identidad consciente, en oposición a la identidad inconsciente, inmóvil e inmutable de los alemanes. Mazzini ve a la nación no como una entidad autárquica sino como un medio necesario para la realización de una finalidad más alta: la Humanidad como «Patria de las patrias». Coherente con sus principios, Mazzini, después de fundar la «Joven Italia», fundó la «Joven Europa». Giuseppe Garibaldi, quien luchó en América y en Europa por la libertad y la independencia de pueblos hermanos, fue la encarnación a nivel popular del ideal de Mazzini. En l865, el jurista Mancini sintetizó así, de manera breve y concisa, las ideas del patriota de Génova: «La Providencia no dispensó a todas las naciones los mismos bienes y los mismos medios de satisfacción de las necesidades y deseos humanos y, al hacerlo así, quiso que cada una necesitara del apoyo de la otra, y que las diferentes nacionalidades se integraran y se complementaran hasta reconocerse como parte de una sola y orgánica unidad que es el genero humano.»
En Alemania, J.G. Herder (1744-1803) es el primero en utilizar la palabra «nacionalismo», el primer teórico de la nación a la que daría cohesión la lengua. Cada pueblo es una unidad orgánica que expresa su alma a través del lenguaje: «El alma existe en cuanto habla», y el alma de la nación se manifiesta en la poesía popular, voz genuina de la naturaleza que debía mantenerse libre de crecer espontáneamente. El paso de la defensa de la lengua, a la que había que proteger de cualquier contaminación extranjera, a la defensa de la raza, resultó breve: el pueblo tenía que permanecer como un quid aparte, impermeable a la influencia de las demás naciones inclusive físicamente. Herder, quien nunca había hablado de la superioridad de la raza aria y además había defendido las razas «de color» en contra de la explotación colonialista, llegó a lamentar la mezcla con la sangre extranjera, y a criticar la influencia de otras culturas como la penetración del latín -«la lengua de los monjes»- en la lengua y la literatura germánicas. Inclusive, los viajes al extranjero constituían una enfermedad, un presagio de muerte, un contagio, un envenenamiento. La imperiosa exigencia autárquica de Herder se convirtió con Rosenberg en una verdadera obsesión biológica, al punto que Trotski la definió como «materialismo zoológico». El nazismo insistirá hasta el cansancio en la necesidad de mantener íntegra la raza, de regenerarla de las superestructuras que se habían acumulado alrededor del hombre ario. Anhelo utópico y anacrónico, ya que todas las naciones modernas están mezcladas. Demostración de que ni la raza ni la lengua son factores determinantes la dan los daneses y los noruegos quienes, aún hablando una lengua común y presentando un parecido físico, constituyen dos estados diferentes. En cambio, los suizos, que hablan tres lenguas diferentes, constituyen una nación Estado.
En fin, con respecto a Alemania se podría hablar de un nacionalismo que se mantuvo en la fase primitiva, en el sentido que le da Federico Chabod, quien subraya el hecho de que el nacionalismo primitivo y tosco se mantiene fiel a los sentimientos más primarios y viejos del hombre. Se trataría de la tendencia «natural» a venerar el lugar en donde se nació y se pasó la infancia, la preferencia por su propio idioma, los alimentos a los que está acostumbrado desde niño, etcétera. El hombre primitivo se siente orgulloso de sus características y de sus peculiaridades y, mientras más primitivo es, más marcados son su lazos endémicos y, por consiguiente, mayor la intensidad de sus sentimientos de grupo, el apego a la homogeneidad, a las semejanzas físicas y psíquicas que le harán considerar con desconfianza, cuando no con hostilidad al «otro», a lo foráneo, a lo diverso. Según Chabod (La idea de nación), Alemania se detuvo en ese estadio del nacionalismo primitivo, sin saber cómo elaborarlo en el sentimiento nacional moderno. Algo parecido sostiene Lévi-Strauss en La pensée sauvage, cuando habla del etnocentrismo ingenuo, a nivel de narcisismo primario. Las sociedades primitivas, dice, fijan las fronteras de la humanidad en los límites del grupo tribal, fuera del cual sólo perciben extranjeros, subhombres sucios y toscos, inclusive nohombres, animales peligrosos, etcétera.
La diferencia entre las dos ideas de nación salta a la vista y explica por qué Italia no llegó a los excesos de su aliada. Repetimos con G.A. Mosse: «sin una tradición que activar, nada se mueve», y con Marx: «la tradición de todas las generaciones muertas es un peso muy fuerte en el cerebro de los vivos». En la exaltación del elemento germánico, los teóricos del concepto de nación recurrieron al cliché del alemán y de la cepa germánica -«nuevos hombres» fuertes y rubios, nuevas costumbres salvajes y buenas-, mito que había nacido en el mundo romano, donde Tácito en su De Germania, pone a los germanos como modelo frente a los romanos del imperio el cual había entrado en una fase de decadencia y degeneración. El mito de la fuerza, la honradez y la libertad germánicas se difundió en la historiografía alemana, alimentando una pasión nacional desenfrenada y fanática, ofreciendo un fuerte aliciente a la megalomanía popular. «Aun si el mundo lo dispuso de manera diferente -había sostenido F. Schiller (l759-1805)-, es preciso que quien forma el espíritu, inclusive cuando en su comienzo haya sido dominado termine por dominar. Los otros pueblos han sido la flor caduca; éste será el fruto dorado y duradero […] Cada pueblo tiene una jornada en su historia; la jornada de los alemanes será la cosecha de todas las edades.» Cuando esta pasión nacional pasó del plan cultural al político, la primacía nacional que en Italia o Polonia era entendida como misión ética y civil, se transformó en Alemania en misión de predominio y de atropello del otro. J. G. Fichte (l762-l814), el padre del pangermanismo, sostiene a su vez en sus Discursos a la nación alemana, que «el pueblo metafísicamente predestinado tiene el derecho moral de realizar su destino con todos los medios de la astucia y de la fuerza».
ARGUMENTOS PARA LA VENGANZA
Regreso ahora a la psicología de la masa para hacer hincapié en la gran influencia que tuvo en la política de los dos regímenes fascistas, en especial la Psicología de las muchedumbres, del francés Le Bon (l895), a la que seguirán las Reflexions sur la violence, de George Sorel (l906). En los años veinte los estudios sobre la masa se intensificarán pero de manera crítica, con La psicología de las masas y el análisis del yo, de Freud, en l921, La rebelión de la masa, de Ortega y Gasset, en l926, y la ya citada Psicología de la masa del fascismo, de Reich, en l933; obras que desenmascaran la estrategia política fascista y por eso fueron prohibidas.
Benito Mussolini fue el primero en leer el libro de Le Bon y en dirigir su atención a la masa, influenciable y manipulable si se conoce su psicología. Entendió que ningún grupo dirigente podía hacerse del poder prescindiendo de las masas y, por lo tanto, condujo una política dirigida a su movilización, participación y conquista de consenso. La política fascista tomó en cuenta la preeminencia de los factores emotivos e irracionales en la masa sobre los racionales, e intervino en la esfera de los sentimientos populares para conectarse con el alma colectiva, a través de una hábil y poderosa propaganda (esta demagogia era precisamente la que rehuía el socialismo que, como se sabe, pone el acento en la razón y en la elevación de las masas a través de la educación). Una frase de Le Bon se volvió un axioma para Mussolini: «Conocer el arte de impresionar la imaginación de las masas equivale a conocer el arte de gobernarlas.» Lo siguió después Hitler4 quien, además, plagió unas páginas de Le Bon en su Mein Kampf, (Mi lucha). También fundamentales fueron para Mussolini las Reflexions sur la violence, de George Sorel, según el cual el mito era un elemento primordial para la movilización de las masas: sin mitos aceptados por las masas, sostenía el sociólogo francés, no hay movimientos revolucionarios.
La humillante derrota de la primera guerra y el injusto y dictatorial tratado de Versalles que habían hundido a Alemania en una crisis catastrófica, produjeron en el país un clima favorable a la aparición del mito y encontraron una compensación en el mito de la superioridad de la raza y la cultura germánicas. En su Viaje a Oriente, de l933, Hermann Hesse sostiene que en los países vencidos se produjo «un estado extraordinario de irrealidad, una predisposición hacia todo lo sobrenatural que favoreció la llegada de salvadores milagrosos»; un clima, pues, favorable a la irrupción del mito. Como sostiene Walter Benjamin,»en los momentos de peligro, siempre aparece el problema del mito». Si en el campo de la ciencia alemana, la más desarrollada por entonces, continuaba utilizándose el método racional, tanto «en el campo de la vida práctica como en el ámbito social -según dice Ernst Cassirer-, la derrota del pensamiento racional fue completa e irrevocable». En su Mito del estado, el filósofo alemán subraya que «la entronización explícita y solemne del mito es la marca, el rasgo más característico del pensamiento político del siglo XX». Fue un mito instrumentalizado con fines criminales. Generalmente se piensa que el mito pertenece a un estadio mental arcaico y superado, pero entre las dos guerras recuperó su antigua fuerza, sobre todo en Alemania, donde el mito de sus orígenes privilegiados, de la superioridad de la raza aria, del «espacio vital», era manipulado y utilizado para legitimar el exterminio de otras razas, el predominio mundial y la invasión de otros territorios habitados por razas inferiores como las eslavas, profundamente despreciadas por Hitler, y como tales destinadas a servir a los arios. Cito a Hitler: «Nosotros aspiramos no a la igualdad sino al dominio. El país de la raza extranjera debe convertirse en una raza de siervos, de campesinos temporales o de obreros industriales. No se trata de suprimir las desigualdades entre los hombres, sino de ampliarlas y de hacer de ello una ley.» Hitler no se está refiriendo a poblaciones indígenas, sino a las poblaciones blancas europeas y, como comenta Aimé Césaire (Discours sur le colonialisme, l955), «no se le reprocha a Hitler el crimen contra el hombre, la humillación del hombre en sí, se le reprocha el crimen contra el hombre blanco, el haber aplicado a Europa los procedimientos colonialistas sólo permitidos contra los pueblos de color».
DE LOS MITOS Y SU MANIPULACIÓN
En resumen, si bien en su primera fase ambos fascismos recurrieron a la guerra civil, utilizando el arma del terror ejercida por sus cuerpos paramilitares de respaldo -las milicias fascistas en Italia, las sa y ss en Alemania- en un segundo momento, inspirándose en las enseñanzas de la psicología de las masas para asegurarse la participación y el consenso populares, echaron mano de una poderosa propaganda, confiada en Italia a Bottai y en Alemania a Goebbels. Los dos regímenes inauguraron un nuevo estilo de hacer política, una fusión entre política y estética que suscitó y mantuvo vivas las emociones populares. George L. Mosse, en su Nacionalización de las masas, de l975, llama estética a esta nueva táctica política. Emilio Gentile, actualmente el más importante estudioso del fascismo italiano coincide, en su Mito del estado nuevo, de l999, con Mosse y habla de una «sacralización» de la política, dirigida a movilizar y aglutinar, en una relación directa, al pueblo alrededor del «capo». Mitos y cultos, así como las fiestas que, como se sabe, son un hecho totalizador que hace de la colectividad un bloque único en el que el individuo sufre una transformación y pierde su identidad para hacerse uno con la masa, constituyeron la esencia de la política fascista.
El nuevo estilo fascista inauguró una verdadera «política di piazza», como se le llama en Italia, basada en la manipulación de mitos, símbolos, rituales, una verdadera liturgia, que inclusive remodeló algunos ritos cristianos. Los mitos fueron activados e integrados en el simbolismo de los movimientos de masa, en las celebraciones incesantes que rompían la monótona rutina cotidiana, dando un sentido nuevo a la vida. Las calles y las plazas fueron escenario de manifestaciones masivas, preparadas con una esmerada e impresionante escenografía. Los desfiles, las misas solemnes al aire libre, las marchas nocturnas alumbradas con antorchas entre cantos, música y banderas, cancelaban las divisiones de clases y cohesionaban a la muchedumbre en un clima de conmoción, de exaltación cercano al delirio, del cual no quedaban exentos los mismos extranjeros. El embajador inglés en Alemania declaró que las ceremonias de Nurenberg eran más bellas que cualquier ballet que antes él hubiera visto.
Sería un error considerar hoy con suficiencia y sarcasmo la fuerza de estos ritos de masa, el impacto profundo que unía a millones de personas en una fusión coral. En esas celebraciones colectivas las masas tenían el sentimiento de participar directamente en la vida pública, como protagonistas y no con un voto cada cuatro o seis años, como en las elecciones parlamentarias. Por añadidura, los aparatos de propaganda hacían un uso martilleante del cine, el radio, los manifiestos y los carteles, que mantenían al pueblo en constante tensión.
George Sorel había escrito: «No podemos hacer nada grande sin la intervención de imágenes vivísimas.» De hecho, la propaganda fascista se basó fundamentalmente en el elemento figurativo, en la imagen. La imagen que en el alto Medioevo Gregorio el Grande había considerado «la Biblia de los pobres», se volvió en la época fascista un instrumento de divulgación política masiva más eficaz que la palabra, ya que la imagen podía difundir mensajes inmediatamente perceptibles que impresionaban el alma popular y la llenaban de entusiasmo. Así lo subraya Hitler en su Mein Kampf: «La imagen conlleva en breve tiempo y casi de golpe aclaraciones y nociones que el escrito permite obtener sólo a través de una lectura aburrida.» Pero la imagen no desplazó del todo a la palabra. Mussolini y Hitler sobre todo, fueron oradores capaces de mantener hechizadas a las muchedumbres durante horas. Sin embargo, mientras los discursos eran una tantum, la imagen, omnipresente, rodeaba a los ciudadanos, supeditados constante y diariamente a un verdadero bombardeo visual.
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1 Byron había vivido durante su infancia en Escocia y por lo tanto conocía de cerca las terribles consecuencias de la revolución industrial. Cuando en l812 los industriales de Nottingham instalaron nuevos telares que permitían reemplazar a siete obreros con uno solo y los despedidos se rebelaron destruyendo las máquinas que los dejaban sin trabajo, el gobierno intervino para aplicar la pena de muerte. En ese mismo año, Byron tomó la palabra en la Cámara de los Lores en defensa de los obreros. Cito unas palabras del discurso de Byron: «Los obreros son, evidentemente, culpables del delito capital de la pobreza. ¿Cuáles son vuestros remedios? ¿No hay ya bastantes penas capitales en vuestras leyes? ¿El desgraciado hambriento que desafía vuestras bayonetas, retrocederá frente a vuestros decretos? En las provincias más oprimidas de Turquía no encontré una miseria tan sórdida como en el corazón de la cristiana Inglaterra.»
2 Por Resurgimiento se entiende el proceso de formación del Estado unitario italiano en el siglo XIX hasta l870.
3 Una reflexión particular merece la pequeña burguesía italiana que no era moderna, es decir, técnica, adherente a la estructura de la sociedad capitalista (el proceso de industrialización en Italia empezó tarde, a finales del siglo XIX); era de corte humanista -empleados del Estado y profesionistas-, embebida de retórica y al margen del desarrollo y del proceso productivo, y por lo tanto más dispuesta a luchar en contra del ascenso del proletariado y a acoger el programa supuestamente anticapitalista del fascismo.
4 Sobre todo, Hitler sacó de Le Bon la noción de que el capo debe ser parte de la masa, que debe considerar los mitos de todos como suyos, pero en medida más amplia y enérgica. El capo debe emerger de la masa como un primus inter pares.