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Un hombre sin corbata

Fuentes: Gara

Cada vez más, percibo que las películas estadounidenses que llegan bajo un alud de publicidad no solamente quitan mis esperanzas en la inteligencia y en la sensibilidad humana sino que, además, son una trampa que la muchedumbre traga porque es inducida a tragársela. De modos violentos o sutiles, somos adiestrados a consumirlas sin más. Algunas […]

Cada vez más, percibo que las películas estadounidenses que llegan bajo un alud de publicidad no solamente quitan mis esperanzas en la inteligencia y en la sensibilidad humana sino que, además, son una trampa que la muchedumbre traga porque es inducida a tragársela. De modos violentos o sutiles, somos adiestrados a consumirlas sin más. Algunas de estas películas, sin duda, si mantenemos vivo un hilo de nuestro sentimiento de indignidad, recuerdan la popular paradoja: para volverse mala hay que mejorar.

«King Kong», en su tercera versión, llegó enmascarado de gran regalo navideño. Ahora, pasadas al- gunas semanas, ya se puede escribir. No siempre los medios de comunicación tienen libertad para hacerlo, ya que dependen económicamente de las inversiones en publicidad. Pero éste es otro tema.

De verdad, contrariamente a las otras películas hechas por Peter Jackson, «King Kong» me enganchó. No exactamente por sus promesas de acción y suspense, sino por aquello que posiblemente el propio director ignoró. Lo que propongo es un pequeño ejercicio reflexivo que va más allá del intento de la simplificación norteamericana y del acondicionador para cabellos que Ann, la protagonista del conflicto, usa y que deja sus rubias melenas siempre monas. Lo que podría ser la razón de la admiración del gran mono.

Si nuestra sensibilidad está a tope, veremos desdichadamente que el único ser humano en la película es el propio King Kong. El encarna todos los valores humanos perdidos en la isla de la Calavera, o en la depresión estadounidense, o en su subproducto llamado american life. Los primitivos de la Calavera son como la imagen reflejada de sus hermanos estadounidenses en su alto grado de pureza. Sin embargo, no son tan bárbaros y salvajes como los sujetos reflejados. En la depresión, lo que vimos fue el boicot a la solidaridad y a la hermandad, valores olvidados que quizá podrían haber servido para impedir todas las guerras estúpidas protagonizadas a continuación por el gran imperio.

Nuestro primate, demostrando rara sensibilidad, enseña a Ann a admirar la puesta del sol. Algo impensable para un gorila. Sin embargo, ¿quiénes de nosotros nos permitimos un rato para admirar, compartir y encantarnos con la naturaleza? Los héroes caucásicos que llegan a la isla son incapaces de este gesto generoso. Puedo añadir que la solidaridad, la sensibilidad y el valor se encuentran en King Kong al sentirse humanamente responsable, cosas sobre las que «El Principito», a su manera, reflexiona muy bien. Y es con Ann con quien el homínido juega en las nieves y sobre el hielo de New York, remitiéndome a los escritos de Schiller: «El hombre solamente juega cuando, en el sentido completo de la palabra, es hombre y solamente es hombre completo cuando juega».

Creo que el gigante no es la amenaza. Al revés, es él quien humaniza a Ann. Los espectadores recuerdan que algunos de los hombres de la aventura se mueren, pero ninguna lágrima cae de los ojos de sus camaradas vivos, nadie echa de menos a los muertos, se tratan los unos a los otros como objetos útiles, basura y desperdicios. Sorprendentemente, los rasgos racistas y la discriminación tenían que estar reflejados todavía en la navidad de 2005: se mueren el hombre negro, el tuerto, el mayor… todos condenados por antelación por su color, fealdad aparente o vejez.

Creo que en la película hemos asesinado al gigante que el ser humano tendría que alcanzar a ser en su más esencial actitud ética. Quizá King Kong no hablaba porque no tenía con quién.