La crisis originada por la publicación de varias caricaturas del profeta Mahoma ha suscitado las reacciones más diversas, centradas buena parte de ellas en la presunta confrontación surgida entre la libertad de expresión y la intolerancia o el fanatismo religioso del Islam. Al darse como un hecho la existencia de tal conflicto, pocos habrá en […]
La crisis originada por la publicación de varias caricaturas del profeta Mahoma ha suscitado las reacciones más diversas, centradas buena parte de ellas en la presunta confrontación surgida entre la libertad de expresión y la intolerancia o el fanatismo religioso del Islam. Al darse como un hecho la existencia de tal conflicto, pocos habrá en el mundo occidental que duden sobre qué partido tomar. La libertad de expresión es inherente al funcionamiento del sistema democrático de forma que, si se cree en la democracia, debe apoyarse a los diarios que publicaron las caricaturas y condenar las violentas manifestaciones que se vienen produciendo en los países musulmanes.
Suele ocurrir que, cuando un fenómeno es reducido a opciones antitéticas (como la famosa afirmación de Bush después del 11-S, de que había que estar con EEUU o contra EEUU), la razón queda lastrada y la comprensión del fenómeno desfigurada. Hasta donde se sabe, nadie en el mundo islámico ha planteado el conflicto en términos de libertad de expresión, sino de respeto a la figura angular de la religión islámica, como es el profeta Mahoma. En otras palabras, que no se ataca esa libertad, sino el abuso que se ha hecho de ella, haciendo mofa y burla del fundador de su fe.
Para entender la posición del otro hace falta aplicar un mínimo de empatía, indagar en su pensamiento y sentimiento. Una luz la encontramos en el diario palestino Al Ayyam, de Ramala. Para su dibujante, Baha Bujari, «Mahoma y la religión no son asuntos de la prensa» y las caricaturas permiten «tocar todos los temas con una sonrisa», con excepción de la religión, que «es algo entre uno mismo y Dios». En opinión del periodista Walid Wattrabi, también de Al Ayyam, dibujar a Mahoma con una bomba en la cabeza en un insulto a la fe de millones de personas, que no puede justificarse como ejercicio de la libertad de expresión. Una libertad que, dicen los Códigos Penales, no es nunca ilimitada, sino que debe respetar verdad, dignidad y honor. Sabemos, también, que los derechos de cada uno terminan donde empiezan los derechos de los demás. Esto es el núcleo de toda sociedad regida por el Derecho, tanto más en las democráticas.
La cuestión, por tanto, no giraría en torno a la libertad de expresión, sino a la existencia -o no- de voluntad de respetar los valores, sentimientos y creencias de otras culturas, aunque no concordemos con ellas o nos parezcan atrabiliarias.(De este ámbito es forzoso sacar aquellas prácticas que, justificadas como cultura, constituyen abusos y aberraciones contra los derechos humanos, como la amputación de miembros o la ablación de genitales, aclaración pertinente a efectos de ahorrar tergiversaciones).
Hay otro aspecto que, por razones inexplicables, poco se ha sacado a colación en esta crisis. Se trata del por qué de la magnitud adquirida por las protestas en el mundo islámico, al punto que han provocado una docena de muertos y centenares de detenidos en media docena de países. Tan vehemente reacción no puede explicarse acudiendo únicamente a motivos religiosos. Las caricaturas parecen haber sido, nada más, la gota que desborda un vaso de agravios acumulados en décadas y que se han centuplicados en estos años.
En el presente, dos países musulmanes, Afganistán e Iraq, están ocupados por -y en guerra contra- las tropas occidentales dirigidas por EEUU. Otro país musulmán, Palestina, sufre desde hace sesenta años el despojo de su tierra y los asesinatos y atropellos sin fin del Estado de Israel, apoyado casi ilimitadamente por Occidente. Somalia fue ocupada por EEUU y luego abandonada a su suerte, cuando hicieron de una operación de paz una guerra de conquista. Sudán y Libia sufrieron bombardeos de EEUU. Líbano ha sido escenario de luchas de poder entre Siria y Francia y EEUU, como punta de lanza de una política dirigida a debilitar al régimen sirio y derrocar al presidente Bachar el Asad, liquidando al último gobierno árabe hostil a Israel. En Siria se cierra una pinza que se extiende desde Afganistán hasta Arabia Saudita, convirtiendo toda esta zona en el área más militarizada e inestable del planeta. Por razones similares, la península arábiga está saturada de bases militares estadounidenses.
Otro gran país musulmán, Irán, se encuentra en la mira de las grandes potencias cristianas. En días precedentes a esta crisis, se dio un choque frontal entre Irán y la UE, sobre la cuestión nuclear. Con el fin de impedir lo que -a juicio de Occidente- es una carrera para construir el arma atómica, no se han escatimado presiones y amenazas contra Teherán. Tanto celo contrasta con la flagrante tolerancia hacia Israel, poseedor de al menos 200 bombas atómicas, gracias a tecnología y fondos facilitados por EEUU, Francia, Gran Bretaña y Alemania. Los mismos países que dirigen la campaña contra Irán. La cancillera Ángela Merkel, después de comparar a Irán con los inicios del nazismo, afirmó en que Irán había atravesado «una línea roja» de tolerancia. Por si dudas quedaban de con quién se está, Merkel afirmó en Tel Aviv que no había «la menor diferencia en los puntos de vista de Alemania e Israel» sobre Irán. Occidente da apoyo y plata a Israel y reparte plomo entre sus adversarios.
Aunque se cubra bajo otro disfraz, esta vasta y poblada región musulmana se encuentra sometida a un nuevo e intenso proceso de re-ocupación colonialista, que la ha convertido en el punto más volátil y frágil del mundo. EEUU y sus aliados justifican la ocupación militar como medio de combatir el terrorismo y de promover la democracia y los derechos humanos. No debe extrañar que el terrorismo se haya multiplicado por cuatro y que tantos musulmanes tengan una idea infeliz y triste de esas instituciones.
No ha sido ninguna casualidad que las manifestaciones más violentas hayan tenido lugar en los países ocupados o amenazados por Occidente. Tampoco que ocurra en países donde han ganado las elecciones las organizaciones y partidos políticos más hostiles a Occidente. Hay en todos estos sucesos una relación directa, de causa a efecto. La religión actúa como elemento detonador de sociedades que se sienten víctimas del imperialismo militar, cultural y económico de un Occidente que, en su soberbia, no tiene empacho en ofender al más sagrado símbolo de su fe. De no existir un caldo de cultivo tan extendido y rechazado, puede que la publicación de las caricaturas hubiera quedado en un episodio anecdótico, resuelto sin mayor daño. No fue así y sus causas profundas no deben soslayarse, a menos que se quiera incurrir en ceguera voluntaria.
La metáfora sobre la «línea roja» deja entrever que Europa y EEUU preparan acciones contundentes contra Teherán (para felicidad de Israel). Fomenta también los temores de que Washington sólo espera la ocasión oportuna para atacar Irán, a menos que el país se somete a su diktat. Esta línea dura satisface a sectores extremistas en Europa y EEUU, que quieren ver todo Oriente Medio ocupado por los nuevos cruzados. Para quienes nos oponemos a tal disparate, la línea de confrontación en curso es errónea y puede terminar provocando el mayor conflicto bélico desde la II Guerra Mundial, con características de choque de civilizaciones y consecuencias trágicas para la humanidad.
El Próximo y Medio Oriente presentan un panorama complejo y delicado, cuyo derrotero estará determinado por las políticas que asuma Occidente en los próximos meses y años. Si continúa impertérrita la política en curso, los agravios continuarán acumulándose y los conflictos con ellos. Se trata de una vía que propone la guerra y la confrontación como único modo de hacer política. Como suele ocurrir con las guerras, en ellas perdemos todos pero, si los conflictos se extienden y enconan, el mayor perdedor puede ser la sumisa Europa. Una espiral interminable de conflictos podría terminar provocando un segundo proceso de descolonización, que modificaría profundamente la geopolítica de toda la región y liquidaría el neocolonialismo, el intervencionismo y la arrogancia de EEUU y la UE hacia los países musulmanes.
Existe otro camino que lleva a lo mismo, ciertamente, aunque de forma menos traumática. Se trata de uno donde las potencias militaristas deciden acogerse, por una vez y de verdad, al marco jurídico de NNUU, y en vez de recorrer el mundo blandiendo bombarderos y amenazando con la destrucción y la muerte, apuesten firmemente por la negociación, dentro del más estricto respeto a los derechos soberanos de los Estados.
La crisis de las caricaturas puede terminar aportando algo útil. Hacer ver, por una vez, a este Occidente ciego y prepotente, cuán elevado es el nivel de descontento y rencor en vastos sectores de los pueblos musulmanes. Hacerles entender que la política de intervención y uso de la fuerza está siendo aplicado sobre un inmenso polvorín, que puede estallar al menor pretexto. Lo de las caricaturas es un aviso. El futuro mediato dependerá de la forma en que se lleven las controversias con Siria y -sobre todo- Irán, y la forma en que se haga justicia al pueblo palestino. Las fichas, ahora están en manos de Occidente. Le toca mover a Europa.
Augusto Zamora es profesor de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales en la Universidad Autónoma de Madrid [email protected].