El pasado 17 de febrero murió en La Habana, Cuba, después de una larga enfermedad que comenzó en 1997, Ana De Skalon, directora y productora cinematógrafica, licenciada en Sociología y Semiología, de la Universidad de Lancaster, Gran Bretaña, pero muchísimo más que eso, una luchadora eterna por causas de justicia y dignidad humana, de una […]
El pasado 17 de febrero murió en La Habana, Cuba, después de una larga enfermedad que comenzó en 1997, Ana De Skalon, directora y productora cinematógrafica, licenciada en Sociología y Semiología, de la Universidad de Lancaster, Gran Bretaña, pero muchísimo más que eso, una luchadora eterna por causas de justicia y dignidad humana, de una excepcional humildad.
Anita Skalon, como le decíamos quienes la queríamos y respetábamos por su constante no exposición pública, por su labor silenciosa, pero no por eso menos efectiva- tanto que su trabajo recibió numerosas distinciones en el mundo- fue artesana de muchas causas nobles.
Unos pocos días antes de su muerte fui a verla en La Habana y estuve hablando con ella, cuando ya estaba andando por sus últimas horas de vida. Estaba lúcida, aunque hablaba con extrema dificultad, profundamente agradecida por la atención recibida en Cuba, adonde llegó, ya en fase terminal y donde libró – acompañada por la solidaridad y el amor- su última batalla.
Perdida su fisonomía pero nunca la dulzura de su rostro, ella estaba preocupada por temas de derechos humanos, por las amenazas de Estados Unidos contra el mundo, y especialmente contra Cuba y Venezuela, informándose sobre todo lo que sucedía. No se refirió a su propia situación sino a lo que era su norte: la lucha de nuestros pueblos.
Anita había atravesado un duro trance, más duro que su enfermedad.
El paso por la Dirección del Canal 7 estatal, donde sucedieron mezquindades que golpearon su alma, su ánima. Se le criticaba porque vestía humildemente, porque iba en un «coche (automóvil) viejo», detalles que en todo caso la dignificaban en escenarios donde la frivolidad vacía afrenta a los pueblos.
Esta mujer que se atrevió a soñar un sueño cumplido: una televisión de América del Sur para desafiar la prepotencia de un imperio, era criticada porque jamás usaba la soberbia o la prepotencia, y su actitud desafiaba al sistema impuesto.
Para Anita ese fue un tránsito doloroso y hoy hay que decirlo, porque ese tránsito por los infiernos de la mezquindad política, se repite para muchos otros como ella.
Fue precisamente en Anita, donde encontré uno de los respaldos más fuertes cuando llegué al país, después de la criminal invasión a Panamá del 19-20 de diciembre de 1989. Fue ella quien me entendió profundamente cuando los que sabíamos que eso significaba un punto de inflexión de la política de Estados Unidos en América y el mundo parecíamos arar en el desierto.
Porque la administración de George Bush (padre) había logrado su cometido: paralizar a la sociedad mundial a la que se atrapó hasta el fondo en la desinformación.
Ese plan dio resultados tan grandes al imperio que ese manejo «goebbeliano» de la información, hizo posible que luego sucediera la mal llamada Guerra del Golfo Pérsico y todo lo demás. Muchos intelectuales claudicaron y ayudaron a los argumentos del imperio y aunque más tarde comprendieron su error, jamás se retractarían porque es la soberbia y la vanidad lo que prevalece contra toda razón lógica.
Se dejó hacer, y, salvo honrosas excepciones, hubo un silencio sobrecogedor y cómplice sobre aquella invasión brutal contra un país pequeño, cuya capital correspondía al esquema de un barrio populoso de ciudades como Buenos Aires y otras de Argentina, México, Brasil, por mencionar sólo a algunos países.
Panamá fue la puerta abierta, el «permiso» cómplice de los que callaron y callan sobre la destrucción, los miles de muertos y los desaparecidos que dejó esa invasión brutal, y que hoy se continúa en Iraq. Panamá-y Anita me acompañaba en esta idea– fue la Guernica de América.
Ahora nos faltará a todos porque sabíamos que ella estaba allí, trabajando en silencio, pero acompañando todas estas causas justas.
No es necesario decir nada más, sólo recordar su rostro cuando miraba los noticieros en los últimos días de su vida y sonreía, con lo que podía sonreír, porque pensaba que se estaba dando la batalla y no se asustaba del término resistencia, que es lo que hoy hay que decir a viva voz. Gracias Anita Skalon, para siempre.