En estos días en que los medios de comunicación nos informan de OPAs y otras actividades financieras de arcana naturaleza para los no iniciados, hablar de tiburones nos llevaría a pensar en cualquiera de las dos acepciones de esta palabra en el Diccionario de la Lengua Española. En él se llama «tiburón» a la «persona […]
En estos días en que los medios de comunicación nos informan de OPAs y otras actividades financieras de arcana naturaleza para los no iniciados, hablar de tiburones nos llevaría a pensar en cualquiera de las dos acepciones de esta palabra en el Diccionario de la Lengua Española. En él se llama «tiburón» a la «persona que adquiere de forma solapada un número suficientemente importante de acciones en un banco o sociedad mercantil para lograr cierto control sobre ellos». Además, existe un término específico -«tiburoneo»- que se aplica en concreto a la actuación de tales individuos, lo que da idea de su actualidad e importancia. También recibe ese apelativo la «persona ambiciosa que a menudo actúa sin escrúpulos y solapadamente».
Vemos, pues, que la cualidad de solapado, cauteloso o encubierto resulta común a ambos tipos de tiburones humanos. Pero si en éstos tal cualidad parece implicar cierto demérito despectivo, no es justo que sea así en tan bellos y eficaces animales marinos, que comparten con la restante fauna submarina la propiedad de no ser vistos con facilidad desde fuera del agua, lo que a los seres humanos nos hace atribuirles con ligereza la condición de solapados. Quizá entre ellos sea común la idea de que los seres humanos somos también solapados y cautelosos, por el simple hecho de que no frecuentamos habitualmente los espacios submarinos donde viven a su manera. Es una simple cuestión de distintos puntos de vista.
No es de los tiburones bípedos de los que se va a tratar en este comentario, sino de los auténticos animales de esa especie que han sido objeto de atención especial en el último número de la revista británica New Scientist. Lo que nos lleva a citar de nuevo a esa entidad estadounidense, ya comentada en estas columnas, que es la Darpa (Defense Advanced Research Projects Agency – Agencia para Proyectos de Investigación Avanzada en Defensa), donde bajo los auspicios del Pentágono se combinan en perfecta amalgama los afanes de la más futurista ciencia ficción con las necesidades de la guerra de toda la vida. Aquélla estudia los modos de llevar a la práctica cualquier idea tecnológicamente imaginable, y ésta sigue atendiendo a las reglas básicas de la táctica militar: ver sin ser visto, amagar y no dar, y el que da primero da dos veces. No se inventa mucho en este campo, que digamos.
Según la revista citada, el Pentágono desea aprovechar «la habilidad natural de los tiburones para deslizarse silenciosamente por el agua, detectar campos eléctricos de muy bajo gradiente y seguir huellas químicas». De ese modo, tras la implantación de unos electrodos en el cerebro del animal, que permitan controlar su actividad, se podrían convertir algunos tiburones en instrumentos de espionaje para perseguir buques enemigos y otras misiones no reveladas.
Los miembros del equipo de investigadores están satisfechos por haber recibido la «aprobación ética» para intervenir en el comportamiento animal mediante señales externas, porque, entre otras cosas, han logrado convencer a quienes determinan la moralidad del asunto de que los resultados obtenidos ayudarán a aliviar ciertos casos de parálisis humana. Es de lamentar que esos comités éticos, que se preocupan tanto de los tiburones, no hayan tenido todavía tiempo para analizar los efectos que en iraquíes y afganos ha producido la guerra preventiva antiterrorista, a la que con toda seguridad se sumarán esos tiburones si los ensayos tienen éxito.
Los más alucinados investigadores de esta vanguardia de la ciencia ficción piensan, además, que podrán entrar en el cerebro del tiburón hasta el punto de «decodificar lo que [el animal] siente» mientras nada. No es probable que hayan tenido la misma curiosidad por saber qué sienten las víctimas de los bombardeos preventivos patrocinados por el Pentágono, justo antes de morir despedazadas. Se podría proponer a la Darpa la creación de otro grupo de trabajo con este objeto, para entender mejor las futuras guerras antiterroristas que se nos avecinan si el pensamiento estratégico de los Bush, Blair, Aznar y compañía sigue ganando adeptos.
Hay un detalle enternecedor en el informe de la revista: «Los científicos están especialmente interesados en la salud de los tiburones durante los ensayos. Como son predadores salvajes, es fácil que se fatiguen, lo que limitará el tiempo durante el que los investigadores deban controlar sus movimientos en una sesión, sin dañarles». Bien es verdad que no es amor a los animales la causa de tanta preocupación, sino el hecho de que los tiburones tienen ventajas sobre los robots capaces de efectuar la misma misión: no hacen ruido y llevan su propia fuente de energía. Simple cuestión de eficacia.
Aparte de los implantes cerebrales que controlan el comportamiento del tiburón, hay que instalar en él un receptor de sónar para recibir las órdenes. Los investigadores están en todo: han decidido que ese receptor tenga la forma de una rémora (el pez que se adhiere a uno mayor y viaja con él) para que el rozamiento sea menor y el tiburón se canse menos.
Desde el caballo, domesticado ya en tiempos prehistóricos por las tribus del Asia Central, al tiburón investigado por los científicos del Pentágono, la utilización de animales al servicio de las exigencias bélicas de la humanidad no parece tener fin. Permanezca el lector atento a esta aventura milenaria.
* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)