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Cronopiando

Los «Walkmans» y los medios de comunicación

Fuentes: Rebelión

Cuando hace ya bastantes años comenzaron a popularizarse los llamados «walkmans» y cada vez era más frecuente encontrarte por la calle con jóvenes caminando como autistas, con los auriculares en las orejas y el pequeño aparato en la cintura, semejante innovación me pareció aberrante. Era como si, a pesar de sus pocos años, ya supieran […]

Cuando hace ya bastantes años comenzaron a popularizarse los llamados «walkmans» y cada vez era más frecuente encontrarte por la calle con jóvenes caminando como autistas, con los auriculares en las orejas y el pequeño aparato en la cintura, semejante innovación me pareció aberrante.

Era como si, a pesar de sus pocos años, ya supieran que el mundo nada tenía que decirles, hasta el punto de prescindir de uno de sus sentidos, de renunciar voluntariamente a oír, tal vez, ese amable y temprano saludo del vecino; ese comentario del que también espera la llegada del bus y que sólo pretende conversar, ser, por unos minutos, eso que llaman «ente social».

Me parecía que renunciar deliberadamente al oído era una muestra intolerable de desprecio hacia el género humano.

Y no se limitaban con darle la espalda al mundo. También en la propia casa, la familia del ausente-presente vocacional se veía obligada a formularle al sordo veinte veces la misma pregunta, hasta que éste, en el mejor de los casos, terminaba por leer los labios y, con gesto de profundo malestar, tras sacarse uno de los auriculares, condescendía en escuchar a la madre o al hermano. Tampoco solía faltar su queja, no sólo por ser interrumpido sino porque, además, lo hicieran a gritos.

Cada vez que me cruzaba en la calle con alguno de estos disminuidos profesionales, me asaltaban las ganas de vocearle cualquier insulto en la seguridad de que no me iba a oír, y reconozco que, a veces, conforme sucumbí al asalto.

Hoy, sin embargo, veinticinco años después, descubro apenado hasta qué punto estaba equivocado. Hoy, que no me quito los auriculares ni para dormir reconozco que, aquellos visionarios jóvenes de preclaro criterio, sabían lo que se hacían, que el único equivocado era yo. Hoy sé que, especialmente en la calle, perderme el saludo del vecino o dejar sin respuesta a algún náufrago urbano en la cola del bus, es un costo más que asumible si lo comparamos con el gozo de escuchar a Vivaldi. Que Beethoven o Los Beatles son para el oído y la cabeza, una propuesta muchísimo más interesante que, por ejemplo, los 500 caballos de potencia del idiota de la moto.

Y en la casa, como en la calle, también los «walkmans» son imprescindibles. El antídoto perfecto para suministrarte una dosis de L.LLach, Mustaki, Serrat, Brel, Silvio o Milanés, y dejar con la «im-presión» en la boca al Jesulín de Ubrique y a su señora esposa, puesta en libertad tras un fraude que no fue fraudulento; o escuchar a Pink Floyd en lugar de enterarte de a qué hora va a ser trasladada la famosa tonadillera al famoso hospital de la famosa ciudad del famoso país, o por qué va a ser y no va a ser intervenida y en dónde se hará la operación que no se hará, mientras declara el torero consorte que no dijo lo que declaró, aunque él no ha declarado lo que dijo.

¿Cómo no va alguien a usar los benditos «walkmans», incluso, en el retrete si, a cualquier hora, por el canal 5, por el 9, por el 66, irrumpe la tonadillera y su séquito trasladando el cáncer de hospital? ¿Cómo no va uno a renunciar a su derecho a oír cuando, en todas las emisoras y estudios de televisión, un experto y nutrido coro de avezados comentaristas, analiza las ocultas motivaciones de la famosa tonadillera para cambiar el color de las cortinas de la caseta del perro en su finca de Almendralejo?

La verdad es que, si no pareciera apología de la violencia, casi estoy por celebrar que todavía no aparezca una cura para el cáncer. Bueno, por la razón citada, porque todavía me respeto como ser humano, porque tengo un hermano con cáncer, porque mi celebración sólo es una literaria manera de mostrar mi hartazgo por la intoxicación y, sobre todo, porque no quiero ni pensar lo que se nos va a venir a través de los medios de comunicación si ocurriera el fatal desenlace que, por supuesto, ojalá no ocurra nunca.

Y agregue a ese calvario el ir y venir de la nobleza, las vacaciones de la infanta, el desfile de modas de la duquesa… y los «walkmans» habrán pasado a ser el más útil instrumento con que pueda contar para preservar sus tres neuronas.

Y eso cuando, además, el vecino tampoco lo saluda y, en la calle, los ahogados ya se fueron al fondo, para que sólo queden deambulando los piratas.