Entiendo, y hasta comprendo, que, quienes se inician en el contubernio éste de la crítica literaria, se enfanguen una y otra vez en las arenas inmóviles del tópico y del lugar común, signos inequívocos de que quien los usa tiene la inteligencia en barbecho o en formol. Pero ya me resulta menos comprensible que tipos […]
Entiendo, y hasta comprendo, que, quienes se inician en el contubernio éste de la crítica literaria, se enfanguen una y otra vez en las arenas inmóviles del tópico y del lugar común, signos inequívocos de que quien los usa tiene la inteligencia en barbecho o en formol. Pero ya me resulta menos comprensible que tipos como Noguera, Sánchez Ron, Pozuelo Yvancos y Angel Basanta, los tres últimos más bragados y bregados en estas lides críticas que Menéndez y Pelayo juntos, caigan y recaigan en la frase hecha para, encima, poner en las alturas un producto literario que debería estar situado en las bajuras de la bondad narrativa.
No tengo nada contra Pérez Reverte y sus espadachines y sus batallas y sus cojones por banda y garañones urbi et orbi. Sencillamente, no es escritor de mi devoción por unas cuantas razones que no desarrollaré, porque éste no es el objetivo de mi artículo. Para mí, Pérez Reverte representa esa literatura mediocre, tan exitosa y tan abundante por estos pagos, y que tanto bien hace, no sólo a los lectores que la leen, sino a las mismas estadísticas. Sin escritores como Pérez Reverte, Corín Tellado y Marcial Lafuente, también Muñoz Molina y Marías, por supuesto, el número de lectores oficiales de este país se reduciría a un 25%. Así que, bendita sea la cofradía de esta literatura mediocre e insignificante que consigue poner a los ministros del ramo en estado catatónico cada vez que hablan de las estadísticas lectoras.
Lo curioso es que, hace unos años, ningún crítico, de esos que algunos llaman «solventes críticos», daba un euro por Pérez Reverte, y, menos aún, Umbral. Ahora, en cambio, desde que al ilustre reportero lo apelmazaron con la vitola de académico, sus adjetivos y sus sustantivos cotizan en la bolsa de la literatura mucho más que, pon- go por caso, los verbos y metáforas incluidas de Sánchez Ostiz, Manuel Lope o Juan Eduardo Zúñiga, escritores que, según mi punto de vista, dan sopas con sapos al comentado.
Así que, mira tú por dónde, resulta que la última novela de Pérez Reverte, «El pintor de batallas», es calificada por los mentados, casi habría que decir más adecuadamente mentirosos, críticos, como si se tratara de un nuevo Balzac, Stendhal o, qué narices, Galdós.
Desde luego, las perdigonadas de mostaza que estos sesudos depurasílabas largan a propósito de dicha novela no son originales. Las vienen disparando desde hace tiempo, y les da igual que la diana de las mismas sea Nabokov, Auster, Dexter o Mortadelo y Filemón.
Según Noguera, «no se puede decir más en menos papel». ¡Qué gracioso! Hace años, unas de las memeces más habituales que soltaban ciertos críticos consistía en decir que a tal o cual novela, que no se habían leído, le sobraban cincuenta o setenta o cien páginas. Ni que decir tiene que nunca señalaban cuáles eran tales intrusas que afeaban tanto el conjunto. Ahora, como puede comprobarse, se ha dado un pequeño salto de rana, advirtiendo que en la novela de Reverte cabe lo que cabe y no se puede decir más. Como se ve, un juicio analítico de una claridad absoluta que dice al lector todo lo que hay que decirle en una crítica.
Claro que lo de Sánchez Ron, firmado en el periódico de Polanco, resulta todavía más enigmático. Asegura que Pérez Reverte «ha dado probablemente lo mejor y lo más íntimo, de sí mismo». ¿Probablemente? Me conmueve este matiz de incertidumbre. ¿Y qué es, probablemente, lo mejor y lo más íntimo del susodicho espadachín marítimo? Me resulta incom- prensible que este crítico caiga en la ramplonería psicologista e impresionista para juzgar un texto. Un texto es lo que hay, y hay que juzgarlo por lo que ofrece en sus vestidos significantes. No en si el autor ha dado lo mejor o lo peor de su bazo sintagmático, que eso, además de inútil, es imposible de aquilatar.
Al crítico Pozuelo Yvancos, en «Abc», por el contrario, le atrae más la física del movimiento y así dirá que «Pérez Reverte da un paso más allá». No añade si al abismo, al precipicio o al barranco más profundo de los despropósitos literarios. Con la cantidad y calidad de pasos que puede dar el ser humano, Pozuelo se queda en la simple enumeración. Aunque, justo es reconocer, que, según él, estamos ante «el libro de mayor calado de su autor». Banal apreciación donde las haya. No sólo porque no aporta ningún dato significativo en la evolución de su autor ignoramos de qué naturaleza es dicho calado, sino que resulta hasta peligroso, porque coloca al crítico en la onerosa situación de hacer una evolución comparativa en los calados realizados por el escritor a lo largo de su andadura. Y así, tendría que decirnos cuántos centímetros de altura o de profundidad alcanzó el calado de la primera novela de Pérez Reverte, la segunda, la quinta, y así hasta la última. La verdad es que Pozuelo, sin quererlo, nos proporciona un apasionante método de validación de los escritores mediante el análisis de sus calados. Seguro que la crítica actual, tan anquilosada, se animaría un chiste si comenzara a comparar los calados de los escritores entre sí.
Termino con la reflexión de A. Basanta, en «El Mundo». No sé cuántas críticas habré leído de Basanta en mi vida. Lo que no sabría asegurar es cuántas veces habrá dicho de un escritor que «su obra nos conmueve y desasosiega haciendo pensar con lucidez», que es lo que dice de Pérez Reverte. Lo que sí sé, es que Basanta ha leído a tantos escritores que piensan con lucidez que él ha acabado escribiendo con tanta lucidez que parece tan transparente que ya no dice. –
Víctor Moreno es escritor y profesor