Frecuentemente, somos lo que vemos. Muchos de los que hoy fumamos iniciamos nuestra carrera hacia el cáncer o el enfisema de la mano de figuras del cine que, fuese en el Oeste americano o en las calles de Nueva York, eran incapaces de domar un caballo, matar un indio o descubrir al asesino si no […]
Frecuentemente, somos lo que vemos. Muchos de los que hoy fumamos iniciamos nuestra carrera hacia el cáncer o el enfisema de la mano de figuras del cine que, fuese en el Oeste americano o en las calles de Nueva York, eran incapaces de domar un caballo, matar un indio o descubrir al asesino si no tenían un cigarrillo entre los dientes. Otros han improvisado nuevos hábitos de vida, por ejemplo alimenticios, por la publicitaria exposición a hamburguesas o «hot-dogs», campañas a las que también se suma el cine y que ya forman parte de cierta infame «cultura» de consumo. Parecidas razones son determinantes para que no quede un adulto que no haya leído «El Código DaVinci» o un niño que no sepa quien es «Harry Potter».
La publicidad crea y fomenta hábitos, perfila maneras, propone modos. De ahí la importancia de cuidar los modos, las maneras, los hábitos, en la publicidad de los automóviles, responsable, en buena medida, de esos habituales muertos que deja la carretera todos los días.
Si algo me llama la atención de la publicidad de automóviles, al margen de la necesidad de resaltar la potencia, velocidad, elegancia, capacidad, comodidad y precio del vehículo que se nos proponga, es el hecho de que siempre nos lo van a mostrar solo, sin ningún otro vehículo alrededor, corriendo o volando por carreteras solitarias, así atraviese bosques, desiertos, montañas, costas, vías suspendidas en el aire (que la ficción todo lo puede y todo lo hace) o simples y urbanas calles, el coche que se nos invita a adquirir va a aparecer solo.
Y me llama la atención porque conducir es una actividad que se realiza «con». Nadie compra un coche para andar por su propia casa y trasladarse del dormitorio a la cocina, aunque las dimensiones de su domicilio se lo permitieran. Se compra un vehículo para andar en un lugar público, en la calle, en las carreteras, junto a los demás conductores, al lado de otros muchos vehículos, con el resto del parque de automóviles.
Y porque manejamos «con» es que existen las normas de conducción y sus avisos y señales regulando el tráfico. Porque manejamos «con» es que aparcamos junto a una furgoneta, nos detenemos en un paso de cebras, usamos intermitentes, esperamos a que el camión gire a su derecha, no adelantamos en las curvas a otros coches…
La publicidad, sin embargo, nos muestra y, lo que es peor, nos maleduca, para que conduzcamos a solas, sin nadie por detrás o por delante, sin semáforos en los que detenerse, sin señales de tránsito, sin controles de velocidad, sin «ceda el paso» alguno, como si fuéramos los únicos, como si estuviéramos a solas.
Nosotros, que cuando compramos ese vehículo, casi espacial, que elegante serpentea entre acantilados conducido por un apuesto joven de gafas de sol negras y, por supuesto, muy bien acompañado, no estamos comprando sólo el vehículo, también compramos el éxito de su conductor, el marco incomparable por el que se desplaza y, además, la absoluta soledad en que viaja.
La realidad es otra pero no formaba parte de la propuesta publicitaria y acomodarse a ella, descubrirla, no siempre llega antes que el fatal accidente.
Cierto que no es la publicidad la única responsable. La industria automovilística, que sigue subordinando la seguridad al mercado y la racionalidad a las ventas, también es responsable de que conducir un vehículo se haya convertido en una de las primeras causas de muerte en el mundo.
En contra de toda lógica y derecho, se fabrican automóviles capaces de alcanzar velocidades prohibidas, incluso, en autopistas, y se disminuye la calidad de los elementos que intervienen en su fabricación para reducir los costos de producción.
El Estado por su parte, es el tercer gran responsable de tantas siniestras portadas en relación a los llamados «accidentes» de tráfico, como valedor de un sistema que antepone la rapidez a la gestión, principio que permite, por ejemplo, que un desempleado consiga llegar a sellar su tarjeta del paro cinco minutos antes, gracias a la nueva autopista o elevado; que prioriza el vehículo sobre el peatón, y que parece empeñado, por su nulo interés en enmendar fallas y establecer correctivos, en que la ciudadanía entienda como «normales e inevitables» los muertos al volante.
Las medidas que se adoptan, como la obligatoriedad del cinturón en todos los asientos de los autobuses, siempre se consideran tarde, por ejemplo, luego de que varios fatales accidentes protagonizados por autobuses que dejaron decenas de muertos, colocaran al Estado en esa disyuntiva.
La norma ha sido la improvisación, el candado después del robo, la advertencia luego del accidente.
Suerte que la publicidad ya parece haber dejado atrás, en relación a los automóviles, aquella común costumbre de vincular la marca a un animal y llenar los anuncios de coches de: osos, tigres, jaguars, caballos, perros, águilas, coyotes, llamas, rinocerontes, tiburones, lobos y algún que otro insecto. Las consecuencias todavía serían peores si, además de conducir solos y a solas, fuéramos unos perfectos animales.