«Cuánto cura, cuánto fraile, cuánta mujer sin marido, cuánto chiquillo sin padre» (Jota popular. Tomada del libro «Jotas Heréticas de Navarra» de José Mari Esparza) A los jerarcas católicos que, días atrás, volvieron a tronar contra los homosexuales, sólo les faltó exigir para ellos la lapidación. Y si no se atrevieron a tanto, no fue […]
«Cuánto cura, cuánto fraile, cuánta mujer sin marido, cuánto chiquillo sin padre»
(Jota popular. Tomada del libro «Jotas Heréticas de Navarra» de José Mari Esparza)
A los jerarcas católicos que, días atrás, volvieron a tronar contra los homosexuales, sólo les faltó exigir para ellos la lapidación. Y si no se atrevieron a tanto, no fue por no considerar las piedras sino porque, con los años, sus eminencias reverendísimas y pederastísimas, que de todo hay en la Iglesia, han aprendido a controlar sus impulsos y, de momento, se conforman con enviar a los infiernos a esa chusma pecadora que se amanceba de cualquier manera y fornica con cualquier persona.
Censuraba el sumo pontífice que esas perversas relaciones sexuales, ora entre hombres, ora entre mujeres, ora pro nobis, (el chiste es de Les Luthiers) «desnaturalizan lo que Dios ha querido, una relación estable entre un hombre y una mujer».
Y uno queda pasmado ante semejante afirmación, no por el rigor histórico que pueda tener, no por la veracidad de las divinas palabras o la constancia de las mismas en algún evangelio, libro o servilleta de bar de última cena, sino por la calidad de los afirmantes, por la calidad moral de quienes, contrariando lo que Dios ha querido, decidieron castrar el divino don de la sexualidad en ellos mismos, prescindiendo de tan placentera gracia y renunciando a la razón de la familia.
Hasta sospecho que la mentada crisis familiar que se dice vivimos, tenga mucho que ver con la renuncia a constituirla de quienes, sin crearla ni tenerla, más parecen saber sobre la misma y con más desparpajo e insistencia se refieren a ella.
Algo parecido ocurre con la sexualidad, que cuenta con más y mejores expertos entre los no practicantes que entre aquellos que no se dan ni tregua ni reposo.
Y todo esto, para no hablar de la visceral oposición que esos jerarcas católicos manifiestan al preservativo, precisamente, quienes han transformado su existencia en una vida de preservación que les preserve del sexo, de la familia y de la tentación, en todo momento y circunstancia, aunque no siempre tengan éxito.
Porque por algún extraño conducto, por alguna misteriosa vía, debe llegarles a tan versados peritos tantos doctos saberes.
Y bastaría escuchar, para saberlo, lo que al respecto pudiera contar el último pederasta reverendísimo, superior de la orden Los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel Degüello, que después de medio siglo (y soy indulgente) de violaciones, robos, tráfico de drogas y pederastia, ha sido, finalmente, degradado a cura, perdiendo sus galones pero, en atención a su avanzada edad, conservando el uniforme.
En fin que, como dice la copla: «Cuanto cura, cuanto cura; cuanto fraile, cuanto fraile; cuanta mujer sin marido; cuanto chiquillo sin padre».