Presentado en la mesa «Crítica al Academicismo» del Congreso Internacional 1605: Las universidades y el Quijote, del 23 al 26 de enero de 2006 en Alcalá de Henares, España.
Hace casi exactamente 100 años, en su obra intitulada Vida de Don Quijote y Sancho, Miguel de Unamuno (1) emprendió una tarea entre profética y literaria: se propuso, yendo a contracorriente de los tiempos, re-encantar y remitificar la vida social de España, a la que percibía hundida en el pragmatismo más plano y opaco, en una sensatez hostil a todo vuelo metafísico, enemiga del mito, afirmadora a su manera de ese «desencantamiento» propio del mundo moderno descrito por Max Weber, repetidora del discurso cientificista iniciado en el Siglo de la Luces y anquilosado en el positivismo del siglo XIX.
La presencia central en torno a la que Unamuno pretende construir esa re-mitificación del mundo hispánico es la figura de Don Quijote y en especial el rasgo más distintivo de esa figura, su peculiar locura. Para Unamuno, la locura de Alonso Quijano, el bueno, no es un hecho psíquico que le viene de fuera a este personaje -de su organismo, del juego de sus humores-, sino una locura que, como la de Hamlet, «sigue un método» o resulta de su propia consistencia. La «pérdida del seso», la «locura» le vienen a Alonso Quijano de su propia elección; él es quien decide convertirse en Don Quijote y lo hace siguiendo un procedimiento que es toda una estrategia: una estrategia de sobrevivencia. Alonso Quijano no soporta lo que los españoles de su época están haciendo de España, no comulga (como tampoco Shakespeare lo hizo con la Inglaterra de entonces) con la España pragmática y mercantil que comienza a levantarse sobre las ruinas enterradas de una edad anterior, edad de la afirmación humana como hazaña desprotegida ante la muerte. Se resiste al surgimiento de esa España cuya santa patrona sería -según Unamuno- su propia sobrina, Antonia Quijana, dechado de cordura y realismo, manipuladora de curas, barberos y bachilleres, enemiga de la poesía, la misma que, ya en el siglo XX, espantada ante la amenaza comunista, cobijará el pedido de auxilio al generalísimo Franco. Don Quijote, esto es, la locura de Alonso Quijano, es para Unamuno el resultado de la resistencia de este hidalgo al enterramiento de la España heroica inspirada por el «sentimiento trágico de la vida», la España abierta al mundo y a la aventura.
La «locura» de Alonso Quijano consiste en la construcción de una realidad imaginaria, diseñada según el mundo descrito y codificado por la literatura caballeresca; de lo que se trata, para él, es de poner allí en escena o de teatralizar el mundo real de su sobrina, del cura, del bachiller Carrasco, el mundo de la realidad que le rodea y abruma, y cuya esencia consiste, según Unamuno, en la anulación de la realidad profunda de España, que sería una realidad heroica y trágica. Si Alonso Quijano se embarca en esta teatralización es porque la realidad de ese mundo realista le duele y le es insoportable, y porque sólo así, transfigurada en la representación, des-realizada y trascendida, puesta en escena como una realidad diferente, le resulta rescatable y vivible.
No es para huír o escapar de la realidad, sino al contrario para «liberarla del encantamiento» que la vuelve irreconocible y detestable, que Alonso Quijano se convierte en Don Quijote; no es para anularla sino para rehacerla y revivirla, para «desfacer el entuerto» que se le hace a toda hora cuando se la reduce a la realidad mortecina del entorno de Antonia Quijana.
La intención de esta ponencia es la de mostrar una singular homología que puede establecerse entre el comportamiento ideado por Cervantes para su personaje Don Quijote, por un lado, y un comportamiento social todo menos que ficticio que se inicia en un cierto sector de la vida práctica en la América de comienzos del siglo XVII, por otro.
La clave que permite reconocer esta homología y todo el conjunto de sugerencias y asociaciones que viene con ella es la de «lo barroco», entendido como ese «espíritu de época histórica» y de «orbe geográfico» propios del mundo mediterráneo del siglo XVII, que ha sido tan intensa y profusamente estudiado, al menos en su manifestación particular como realidad artística y literaria.
Prácticamente todos los intentos de describir la obra de arte barroca subrayan en ella, en calidad de rasgo característico y distintivo, su «ornamentalismo», pero un «ornamentalismo» que expresa en ella una profunda «teatralidad».
Cuando se plantea la pregunta acerca de lo específico en el carácter decorativo-teatral de las obras de arte barrocas -puesto que existen también, por supuesto, otras decoraciones que no son barrocas (la del arte mudéjar, por ejemplo)- pienso que es conveniente recordar una afirmación que aparece en los Paralipomena de la Teoría Estética de T.W. Adorno. La afirmación es la siguiente: «…decir que lo barroco es decorativo no es decir todo. Lo barroco es decorazione assoluta; como si ésta se hubiese emancipado de todo fin y hubiese desarrollado su propia ley formal. Ya no decora algo, sino que es decoración y nada más…»
Adorno apunta hacia la paradoja encerrada en la decoración barroca. Es una decoración que se emancipa de lo central en la obra de arte, de su núcleo esencial, a cuyo servicio debe estar; pero que, sin embargo, al mismo tiempo, no deja de ser una decoración, una serva, una ancilla de aquel centro. Sin llegar a convertirse en una obra diferente o independiente en medio de la obra básica, permanece atada a ésta, como una sutil pero radical transformación de la misma, como una propuesta completamente diferente de la que está realizada en lo que ella es a primera vista. Sólo se distingue de una decoración simple, es decir, no absoluta o no barroca, en la manera de su servicio, en el modo de su desempeño: un modo exagerado de servir, re-conformador de aquello que recibe el servicio. El modo absoluto en que está decorado lo esencial cuando se trata de una obra de arte barroca es un modo que no tiende a aniquilarlo, sino solamente a superarlo; que no lo anula o destruye, sino que únicamente lo trasciende. Aquello que afirma y desarrolla su ley formal propia, autónoma, en el interior mismo de la ley central de la obra de arte no consiste en otra cosa que en este modo peculiar del decorar, del preparar lo esencial para que aparezca de mejor manera a la contemplación.
El juego de los pliegues que esculpe Bernini como decoración de apariencia inocente en el hábito de su famosa Santa Teresa (un juego que es incluso más elaborado en el de su Beata Ludovica), introduce en la representación de la experiencia mística que se encuentra en estas obras una subcodificación que permite descubrir, por debajo de la estrechez ascética, la substancia sensorial, corpórea o mundana de dicha experiencia. De esta manera, sin abandonar el motivo cristiano, la capilla Cornaro (en el templo de Santa Maria della Vitoria), donde puede contemplarse el grupo escultórico de la Santa Teresa, se transfigura subrepticiamente en un lugar de estetización pagana e incluso anti-cristiana de la vida.
Sin embargo, como dije anteriormente, lo ornamental de la obra de arte barroca sólo es el aspecto más evidente de un rasgo suyo que la caracteriza de manera más determinante. La afirmación de Adorno acerca de la decorazione assoluta del barroco debería según ésto re-escribirse o parafrasearse a fin de que mencione no sólo una decoración absoluta sino una teatralidad absoluta de la obra de arte barroca. La afirmación sería entonces esta: «…decir que lo barroco es decorativo no es decir todo. Lo barroco es messinscena assoluta; como si ésta se hubiese emancipado de todo servicio a una finalidad teatral (la imitación del mundo) y hubiese creado un mundo autónomo. Ya no pone en escena algo (esa imitación), sino que es escenificación y nada más…»
La teatralidad inherente a la obra de arte barroca sería entonces una teatralidad específicamente diferente, precisamente una teatralidad absoluta, porque, en ella, la función de servicio respecto de la vida real, que le corresponde al acontecer escénico en cuanto tal, ha experimentado una transformación decisiva. En efecto, sobre el espacio circunscrito por el escenario, ha aparecido un acontecer que se desenvuelve con autonomía respecto del acontecer central y que lo hace sin embargo, parasitariamente, dentro de él, junto con él; un acontecer diferente que es toda una versión alternativa del mismo acontecer.
En el arte barroco, incluso las obras arquitectónicas, que están conformadas con materiales de larga duración, tienen la consistencia formal del arte efímero. Las obras del arte barroco son obras cuyo efecto sobre el receptor debe imponerse a través de una conmoción inmediata y fugaz, a través de un shock psíquico. Esta experiencia introductoria es la experiencia de lo paradójico, es decir, la experiencia de una crisis de la percepción. El carácter absoluto de lo ornamental-teatral –que distingue a la obra de arte barroca, según Adorno– se vuelve manifiesta en esta perturbación inicial –profunda pero pasajera– del equilibrio psíquico en el receptor. Así, por ejemplo, ¿cuál de los dos mundos, percibidos con igual verosimilitud por Segismundo en La vida es sueño, de Calderón de la Barca, es el efectivamente real y cuál el solamente soñado? ¿El del encierro en la torre o el de la corte del rey. La convicción perturbadora de la ambivalencia de ambos mundos, dice Gracián, haciendo explícita la idea de Calderón de la Barca, es el primer paso de la peculiar sabiduría barroca.
En todo tipo de representaciones, incluso en aquellas que no necesitan directamente de un escenario, como la estetización poética, por ejemplo, al arte barroco le importa enfatizar lo teatral, lo escenográfico; y ello, porque la escenificación absoluta que él pretende alcanzar parte del presupuesto de que todo artista tiene de por sí la función de un hombre de teatro, de un actor. En esencia, el pintor, el poeta serían hombres de teatro, sólo que su obra, el resultado de su acto de representación, se habría separado espacial y temporalmente de la realización del mismo y lo habría «sobrevivido «.
¿Qué es entonces lo que hace, cuando se trata del arte barroco, que esta teatralidad que domina en todas las obras artísticas, sea una teatralidad propiamente absoluta, una messinscena assoluta? La respuesta se encuentra tal vez en la «estrategia melancólica de trascender la vida», propia de Don Quijote. Para él, la consistencia imaginaria del mundo transfigurado poéticamente -del mundo escenificado con la ayuda de las novelas de caballería- se ha vuelto, como mundo de la vida, mil veces más necesaria y fundamentada que la del mundo real del imperio de Felipe II, mundo necesario en virtud del oro y basado en la fuerza de las armas.
La messinscena assoluta es aquella en la que el servicio de representar -de convertir al mundo real en un mundo representado- se cumple de manera tal, que desarrolla él mismo una necesidad propia, una «ley formal» autónoma, que es capaz de alterar la representación del mundo mitificado en la vida cotidiana hasta el punto en que lo convierte en una versión diferente de sí misma.
Al descubrir una legalidad propia, una necesidad o una «naturalidad» en algo tan falto de fundamento, tan contingente e incluso improvisado como es un mundo puesto en escena, la teatralidad absoluta invita a invertir el estado de cosas y a plantear, al mismo tiempo, la legalidad del mundo real como una legalidad cuestinable; descubre que ese mundo es también, en el fondo, esencialmente teatral o escenificado, algo que en última instancia es también, él mismo, contingente, arbitrario.
Más que a través de la realización de una «copia creativa» del arte europeo, más que en una importación enriquecedora de lo importado, lo barroco se gestó y desarrolló inicialmente, en América, en la construcción de un ethos social propio de las clases bajas y marginales de las ciudades mestizas del siglo XVII y XVIII. Lo barroco se desarrolló en América en medio de una vida cotidiana cuya legalidad efectiva implicaba una transgresión de la legalidad consagrada por las coronas ibéricas, una curiosa transgresión que, siendo radical, no pretendía una impugnación de la misma; lo hizo sobre la base de un mundo económico informal cuya informalidad aprovechaba la vigencia de la economía formal con sus límites estrechos. Y lo barroco apareció en América primero como una estrategia de supervivencia, como un método de vida inventado espontáneamente por aquella décima parte de la población indígena que pudo sobrevivir al exterminio del siglo XVI y que no había sido expulsada hacia las regiones inhóspitas.
Una vez que las grandes civilizaciones indígenas de América habían sido borradas de la historia, y ante la probabilidad que dejó el siglo XVI de que la empresa de la Conquista, desatendida ya casi por completo por la corona española, terminara desbarrancándose en una época de barbarie, de ausencia de civilización, esta población de indios integrados como siervos o como marginales en la vida citadina virreinal llevó a cabo una proeza civilizatoria de primer orden.
Para finales del siglo XVI, el primer poeta castellano nacido en México, Francisco de Terrazas, recrimina así a la Nueva España:
Madrastra nos has sido rigurosa,
Y dulce madre pía a los extraños;
Con ellos de tus bienes generosa,
Con nosotros repartes de tus daños.
Ingrata patria, adiós, vive dichosa
Con hijos adoptivos largos años,
Que con tu disfavor, fiero, importuno,
Consumiendo nos vamos uno a uno.
Y es que a finales del siglo de la Conquista, los españoles nacidos en América, los criollos, se sentían repudiados por España. La carrera de Indias, los convoyes navales con escolta militar, habían comenzado a disminuir en volumen y en frecuencia; el interés de Europa por la plata americana había comenzado a descender; el cordón umbilical que unía a la Europa europea con la Europa americana se adelgazaba, privando a ésta última de los nutrientes civilizatorios que le eran indispensables, amenazando con dejarla a la deriva.
Rescatar a la vida social de la esta amenaza de barbarie que venía junto con ese repudio y abandono, y que se cernía no sólo sobre los criollos sino sobre toda la población del llamado «nuevo mundo», se había vuelto un asunto de sobrevivencia. Y fue precisamente la parte indígena de esa población, descendiente de los vencidos y sometidos en la Conquista, la que emprendió en la práctica, espontáneamente, sin pregonar planes ni proyectos, la reconstrucción de una vida civilizada en América, la que impidió que se marchitara la nueva civilización impuesta por los conquistadores. Para hacerlo, y ante la imposibilidad manifiesta de reconstruír sus mundos antiguos -tan ricos y complejos como fueron, pero a la vez tan frágiles-, reactualizó el recurso mayor de la historia de la civilización humana, que es la actividad del mestizaje cultural, instaurando así el que habría de ser el primer compromiso identificador de quienes más tarde se reconocerán como latinoamericanos. Llevó a cabo, no un traslado o prolongación de la civilización europea –ibérica- en América, sino toda una repetición o re-creación de la misma.
Los indios citadinos, desarraigados de sus comunidades de origen, que habían llegado para trabajar en la construcción de templos, conventos, calles y mansiones y que se habían asentado en las ciudades como empleados, artesanos, criados y trabajadores no especializados, dejaron que los restos de su antiguo código civilizatorio que habían quedado después del cataclismo de la conquista, fuesen devorados por el código civilizatorio vencedor de los europeos. En otras palabras, los indios indispensables en la existencia de las nuevas ciudades permitieron que fuera el modo europeo de subcodificar y particularizar aquella simbolización elemental con la que lo humano se autoconstruye al construir un cosmos dentro del caos, el que prevaleciera sobre el modo antiguo de sus ancestros, que se volvía cada vez más desdibujado y lejano. Es decir, dejaron que, sobre sus lenguas originarias se estableciera la lengua de los europeos, la manera propia de éstos de volver decible lo indecible, de dar nombre y sentido a los elementos del cosmos.
Pero lo más importante y sorprendente de todo esto es que fueron los mismos indios quienes asumieron la agencia o sujetidad de este proceso, su ejecución; hecho que llevó a que éste se realizara de una manera tal, que lo que esa re-construcción iba reconstruyendo resultaba ser algo completamente diferente del modelo que pretendía reconstruír. De ella resultaba una civilización occidental europea retrabajada en el núcleo mismo de su código precisamente por los restos sobrevivientes de ese código civilizatorio indígena que esa civilización tenía que asimilar para poder ser revivida. Jugando a ser europeos, no copiando las cosas o los usos europeos, sino imitando el ser europeo, simulando ser ellos mismos europeos, es decir, repitiendo o «poniendo en escena» lo europeo, los indios asimilados montaron una muy peculiar representación de lo europeo. Era una representación o imitación que en un momento dado, asombrosamente, había dejado de ser tal y pasado a ser una realidad o un original: en el momento mismo en que, ya transformados, los indios se percataron de que se trataba de una representación que ellos ya no podían suspender o detener y de la que, por lo tanto, ellos mismos ya no podían salir; una «puesta en escena absoluta», que había transformado el teatro en donde tenía lugar, permutando la realidad de la platea con la del escenario.
Al llevar a cabo esta «puesta en escena absoluta», esta representación barroca, los indios que mestizan a los europeos mientras se mestizan a sí mismos vienen a sumarse a todos aquellos seres humanos que pretendían en esa época construir para sí mismos una identidad propiamente moderna, sobre la base de la particularización capitalista de la modernidad. Y viene a sumarse, específicamente a uno de esos intento de construcción de una identidad moderna, al que aparece ya a finales del siglo XV en Italia y en la penísula ibérica y que conocemos como el «éthos barroco». En efecto, la aceptación indígena de una forma civilizatoria ajena, como una aceptación que no sólo la transforma sino que la re-conforma, sigue la misma peculiar estrategia barroca que adoptan ciertas sociedades de esa época en la interiorización de la modernidad capitalista, que impone el sacrificio de la forma natural de la vida -y de los valores de uso del mundo en que ella vive- en bien de la acumulación de la riqueza capitalista. Así como esta variedad barroca de la humanidad moderna acepta ese sacrificio convirténdolo en un reivindicación de segundo grado de la vida concreta y de sus bienes, así también, sumándose a ella, los mestizos americanos han aceptado el sacrificio de su antigua forma civilizatoria, pero haciendo de él, al construir la nueva civilización, un modo de reivindicarla.
A diferencia de la puesta en escena de sí mismo como Don Quijote, que hace Alonso Quijano cuando transfigura imaginariamente la miseria histórica de su mundo para sobrevivir en él, la estancia de los indios citadinos de América en ese otro mundo soñado, tan extraño para ellos, el de los europeos, que los salva también de su miseria, es una estancia que no termina. No despiertan de su sueño, no regresan al «buen sentido» no se «despeñan en el abismo de la sensatez» o «mueren a la cordura de la vida», como dice Unamuno que hace Alonso Quijano al renegar del Quijote el día de su muerte; no vuelven de ese otro mundo reproducido, representado, sino que permanecen en él y se hunden en él, convirtiéndolo poco a poco en su mundo real. Se trata, por lo demás, de una representación dentro de la cual nacieron los «españoles criollos», con los «esplendores y las miserias» del mundo virreynal, manifiestos de manera tan rica, aguda y exquisita en su arte y su literatura, y dentro de la cual nosotros, los latinoamericanos de hoy, después de tantos siglos, nos encontramos todavía.
Como la de Don Quijote en su «locura», la puesta en escena de esos indios fue y sigue siendo, de acuerdo a la definición que Adorno sugiere de lo barroco, una «puesta en escena absoluta».
Sostenido en el aire, es decir, contingente, sin fundamento en ninguna identidad «natural», ancestral, el mundo latinoamericano, improvisado desde comienzos del siglo XVII por los indios vencidos y sometidos en las ciudades de Mesoamérica y de los Andes, es un mundo plenamente moderno: nació con la modernidad capitalista y se desarrolló dentro de una de sus modalidades. La identidad que se afirma en el mundo latinoamericano es una identidad que reivindica el mestizaje como el modo de ser de la humanidad universalista y concreta: recoge y multiplica toda posible identidad, siempre y cuando ésta, en su defensa de un compromiso de autoafirmación, no ponga como condición de su propia cultura la cerrazón ante otros compromisos ajenos, el rechazo -sea éste hostil o sólo desconocedor- de otras identidades diferentes.
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(1) En Ensayos, Aguilar 1951, t. II, p. 350.