«El yo es un lugar donde ocurren cosas», decía Levi-Strauss. Se equivocaba: el yo es un monótono repertorio de imágenes manufacturadas. El sexo, la clase, el poder, el triunfo, el gesto mismo de nuestro cuerpo es el resultado de una acumulación de imágenes, extraídas del cine y la publicidad, que aherrojan nuestra manera de sentarnos […]
«El yo es un lugar donde ocurren cosas», decía Levi-Strauss. Se equivocaba: el yo es un monótono repertorio de imágenes manufacturadas. El sexo, la clase, el poder, el triunfo, el gesto mismo de nuestro cuerpo es el resultado de una acumulación de imágenes, extraídas del cine y la publicidad, que aherrojan nuestra manera de sentarnos o de esperar el tren y mueve nuestras manos en el amor y en el dolor. Nuestro cuerpo más íntimo, nuestro estilo más personal procede de un archivo industrial común -la única comunidad a la que pertenecemos sin saberlo. Somos un dejá-vu. El mundo es un dejá-vu. El viajero más antiguo y famoso de nuestra tradición, Odiseo o Ulises, fecundo en ardides, había perdido su casa, a la que trataba de volver sobreponiéndose a la tentación del olvido, y por eso tropezaba una y otra vez con cosas-nunca-vistas; y por eso, de regreso en Itaca, nadie lo reconoció, hasta tal punto había cambiado. El moderno turista, al contrario, no sale nunca de casa y no tiene que regresar; está en el centro de un circuito de cosas-siempre-vistas que quiere volver a ver, sin alterar su vida, en la seguridad de su salón. Es la consecuencia perversa de lo que Sánchez Ferlosio llama «efecto-Eiffel» para nombrar precisamente esa acumulación de «postales» sedimentadas en el ojo del visitante, al que la Torre Eiffel de verdad, cuando llega hasta ella, le parece una realidad degradada, muerta, decepcionante. Así que se apresurará a fotografiarla para devolverle su original condición de copia. El propósito del desplazamiento turístico es la posesión de una copia propia.
Des Eissentes, el conocido personaje de Huyssman, renuncia a su viaje a Inglaterra tras leer un catálogo turístico en la antesala de un dentista, hasta el que había llegado bajo una fina lluvia londinense. Ironía anticipatorio de la cultura de masas, la versión de Huyssmann ofrece, por así decirlo, el ideal imposible del viajero burgués como espectador central del universo. Pero en la época de la reproductibilidad técnica del yo, el turista contemporáneo se aferra todavía a la superstición del espacio, mínima concesión insuperable, al mismo tiempo, para el Ego Estereotipado y para la Agencia Turística que lo explota. Podemos mitigar la experiencia incómoda del movimiento con hoteles de lujo y aires acondicionados, pero no podemos ahorrárnosla. Lo único que falta en el catálogo a la fotografía de la Torre Eiffel (o de las Pirámides) soy yo. Tengo que ir personalmente a posar sobre el terreno. El turista es el que se pone delante y no nos deja mirar el Taj Majal; el que da la espalda al Coliseo de Roma. El propósito del viaje turístico es, en realidad, la experiencia vacía del propio yo.
Pero la «superstición del espacio» es también la condición de uno de los negocios más lucrativos y destructivos -e ideológicamente funcionales- del capitalismo hiperindustrial. Los seiscientos cincuenta millones de desplazamientos turísticos anuales (del centro a la periferia, de las metrópolis a las colonias) abonan los beneficios milmillonarios de compañías aéreas, constructoras, cadenas de hostelería y empresas de servicios de las naciones de procedencia de los viajeros. Los seiscientos cincuenta millones de desplazamientos turísticos anuales exigen además que la naturaleza, los países, las ciudades y sus habitantes, se parezcan a su propia fotografía, se acomoden a la Verdadera Copia que los turistas esperan encontrar. De eso se ocupan los ejércitos y las multinacionales. Los turistas fotografían fotografías y cada una de sus fotografías hace desaparecer una selva, desaloja una aldea, contamina dos ríos y roba el alma a cien mil nativos.
Vivimos en una sociedad en la que mirar es una forma de comer; en la que el ojo es la prolongación del aparato digestivo por otros medios. Ya no es posible diferenciar unas Olimpiadas de un Bombardeo, un Parque Temático de un Tsunami, un Centro Comercial de un Campo de Concentración. Al final, la expresión máxima de la guerra y la expresión máxima del turismo coinciden -y se confunden- en la ingenua imagen de la soldado Hartmann, que dio la vuelta al mundo, fotografiada en una celda de Abu Ghraib, con bellísima sonrisa de Gioconda, sobre el cadáver del iraquí torturado hasta la muerte. «Yo delante de las Pirámides». «Yo encima de mi víctima». El cadáver es también, finalmente, un monumento.