Al proponernos contar un cuento a un niño a la hora de dormir, es muy posible que éste nos pida escuchar el mismo de la noche anterior, con las mismas palabras, y que nos corrija el menor error de la narración. El cine nuestro de todos los días trata de reducirnos a dicha actitud: desde […]
Al proponernos contar un cuento a un niño a la hora de dormir, es muy posible que éste nos pida escuchar el mismo de la noche anterior, con las mismas palabras, y que nos corrija el menor error de la narración. El cine nuestro de todos los días trata de reducirnos a dicha actitud: desde la butaca le pedimos que nos adormezca con las mismas historias, contadas a ser posible de la misma manera.
A lo largo de Casino Royale, la vigésimoprimera entrega de la saga del agente con licencia para matar, echábamos de menos dos cosas: la pegadiza musiquilla de John Barry, leitmotiv del agente secreto desde hace más de cuarenta años, y su escueta frase de presentación («Mi nombre es Bond, James Bond»). Ambos estereotipos irrumpen en la última escena del film, como esa bien jugada carta de póker que director y guionistas se reservaban para el final, cuando el espía británico, pistola en ristre, se dispone a rematar su faena sobre el cuerpo caído de un banquero terrorista. Algo, pues, nos faltaba en el transcurso de la proyección, porque algo, también, estaba en el lugar de esa ausencia: una cierta humanidad del personaje y una vocación realista de la historia narrada. Al menos es así como se ha publicitado el film y como éste ha sido leído por un sector de la crítica, con el que me permito disentir.
Sí, en algunos momentos el talante de este James Bond puede asimilarse al de un hombre enamorado que, como bien decía John Donne, cobra conciencia de que la muerte es muerte porque nos separa, pero ello es más un efecto de verosimilitud guionístico -el trabajo de Robert Wade y Neal Purvis fue supervisado por el gran Paul Haggis (Million Dollar Baby)- que algo propio del interior del personaje, siempre definido como un impecable asesino: el amor es pura anécdota en el inicio de la carrera de 007 (Casino Royale, siguiendo a Ian Fleming, sería el primer episodio de sus aventuras). Además, Vesper Lynd (Eva Green) obedece, una vez más, al tópico misógino del thriller que, desde El halcon maltés (John Huston, 1941) hacia acá, hace de la bella amante del investigador una traidora a su causa, abocada como tal a la catástrofe. La traición de Vesper (matiza el film) se perpetra muy a su pesar, porque emocionalmente no tiene otro remedio, y aquí el recurso al folletín (un antiguo novio torturado por los malos de turno) es un tópico más.
Frente al imaginario fantástico exhibido por los últimos títulos de la serie Bond, Casino Royale ofrecería, al parecer, una cierta inyección de realismo. Pero entender que dicho realismo se cuela de rondón en el film por la entidad del referente evocado -el mundo occidental tras el 11-S- es malinterpretar, una vez más, el problema de la mimesis. El desencadenante de la acción antiterrorista, reducido aquí a un sucinto informe verbal a cargo de M (una excelente Judi Dentch asume el papel que antaño encarnara Bernard Lee), descansa más bien en el aspecto repelente del villano a eliminar que en otro tipo de razones -por ejemplo, las económicas, tal y como se ofrecían en Syriana (2005), el excelente thriller de Stephen Gaghan sobre la guerra de Iraq-, cuyos complejos entresijos (la venta masiva de acciones de la American Airlines en la víspera de los atentados, por ejemplo) tan sólo quedan enunciados. Y si el inconsciente de los responsables del casting puede ser traicionero al hacer que el malvado Le Chiffre evoque, en sus rasgos caucásicos, al mismísimo Putin (¡la guerra fría ya acabó!), la coherencia del guión hará que en esa simbólica partida de póker donde se juega el destino de Occidente el agente de Su Majestad compadree con su homólogo de la CIA: la foto de las Azores forma parte también de nuestro inconsciente de espectadores.
En este contexto, no causa extrañeza alguna que la subtrama del film reduzca los conflictos armados en África a eso que nuestro racista dicho popular denomina «una merienda de negros», subsumible en el totum revolutum de la lucha antiterrorista. Como tampoco la provoca el suicidio, por conciencia culpable, de una traidora a la causa, incluso si ésta, como dije más arriba, tiene sus motivos. Le corresponde siempre a James Bond el privilegio de optar por la buena causa: el terrorismo de Estado, sin mayores matices. La acción criminal con la que se cierra la historia, al paso que recupera las señas de identidad más reconocibles del héroe, nos insinúa una consternante verdad: tenemos 007 para rato.
Juan Miguel Company es profesor del Departamento de Teoría de los Lenguajes (Universidad de Valencia, España) y crítico cinematográfico.