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Paranoica, la realidad

Fuentes: Insurgente

Quizás por temor a ser calificado de obsesivo, el periodista quiso dejar a un lado, por esta vez, el tema del flagrante atropello de los derechos de los niños en un planeta ancho y ajeno para los de abajo, como entallado por eximio sastre para los de arriba, extraño e irrefrenable para unos, y perfectible […]

Quizás por temor a ser calificado de obsesivo, el periodista quiso dejar a un lado, por esta vez, el tema del flagrante atropello de los derechos de los niños en un planeta ancho y ajeno para los de abajo, como entallado por eximio sastre para los de arriba, extraño e irrefrenable para unos, y perfectible para quienes, comprometidos hasta la raíz del cabello, no se contentan con ver el espectáculo taurino desde la barrera.

Pobre del comentarista. Ante las más que evidentes fallas de este mundo, no puede pretender -so pecado de leso periodismo- la creación de uno paralelo siquiera de ficción, como emulando a Dios, a la manera de los novelistas, por ejemplo. Por eso habrá que perdonársele la simple tarea de reflejar tal cual, propia de un escribano que, a lo sumo, trata de interpretar la realidad asido de confesadas coordenadas políticas, zurdas ellas, y en estilo pasable, aunque a veces se le escapen uno o dos áridos filosofemas.

O sea, que el paranoico no es el redactor, no. Paranoica es la realidad en eso de insistir cual martillo neumático con hechos que, al convertirse en pan diario, infortunadamente nos preñan de costumbre. Y la costumbre lastra la capacidad de indignación ante las injusticias, como anotábamos en anteriores líneas.

Reconozco que me estoy justificando. Y no en vano, porque sigo comiendo, bebiendo, abismándome en el amor físico, no tanto como en el espiritual -ojalá se borraran los límites de natura a la hora de amar del físico modo-, mientras la vida me invita a luchar gregariamente contra la injusticia o, si no, a tener el valor de abstenerme de yacer en las redes de Eros, hasta de comer y de beber, camino de la propia extinción. Y lo afirma uno que en ocasiones cree comulgar con el sentimiento trágico de la existencia a lo Unamuno: el anhelo de no perecer, de querer la eternidad, mientras la razón nos niega la certeza, incluso la posibilidad de ello.

Sí, más valdría la muerte que no denunciar la muerte. Y no es mera boutade. No es mero retruécano. Sucede que verdaderamente habrá de morir -de muerte civil, como ente encrespado y actuante, sufriente y pensante: válido- quien no denuncie, al menos para sus adentros, asuntos como que diecinueve niños palestinos perecían a principios de noviembre por obra de la ocupación israelí en Gaza y Cisjordania, lo cual, de acuerdo con agencias de prensa puntuales y objetivas, si bien demasiado desapasionadas para nuestro gusto, convertían ese mes en el segundo «más fatídico» del año.

Y mientras mueren los infantes palestinos, palabras, palabras y más palabras… Bueno, por lo menos palabras, está bien; no pequemos de incorregibles. Sólo que ojalá estas se truequen en actos, tan reales como las ubicuas muertes reportadas. Pero «la sociedad tolera a menudo las diversas formas de violencia hacia los niños, que van desde el abandono hasta los castigos corporales y humillantes en escuelas», ha aseverado el saliente secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, en un reciente informe.

Esta violencia -apostilla una nota de prensa – se desdobla en física y psicológica, «va desde el abuso sexual en el hogar a la discriminación, desde el abandono a la brutalidad policial contra los niños abandonados», pequeños al pairo, como los que vi hace apenas un lustro, con expresión de haber inhalado pegamento, droga barata y de moda, en el centro histórico de Ciudad Guatemala.

Según cifras citadas por el informe -continuemos con las agencias-, en 2002 murieron asesinados, en toda la geografía universal, unos 53 mil niños, cuyas edades fluctuaban entre los pocos meses y los 17 años, alrededor de seis millones realizaban trabajos forzosos, y un millón ochocientos mil estaban atrapados en la prostitución y la pornografía, mientras que un millón 200 mil resultaban víctimas de la trata. Del 20 al 65 por ciento de los encuestados afirmaron haber sufrido abusos verbales o físicos en las escuelas. Finalmente, el documento sostiene que 77 países permiten los castigos corporales a niños en instituciones penitenciarias… Por cierto, ¿instituciones penitenciaras para niños?

Por su parte, la ONU pedía (pide) un esfuerzo mayor en la prevención y que las autoridades se impliquen en el tema. «La mejor manera de abordar la violencia contra la infancia es impedirla antes de que ocurra», sentenció el profesor brasileño Paulo Sergio Pinheiro, experto independiente nombrado por Annan para dirigir el estudio.

Si se nos preguntara, nosotros propondríamos empezar con la denuncia tumultuaria, esencialmente humana, como premisa indispensable para continuar bebiendo, comiendo, solazándonos en Eros, en una realidad adecentada por el rabo de nube que proponía el poeta y que otros, tal vez menos líricos, nombran Revolución. Y que nos llamen obsesivos. Si se atreven.