Hasta la revista Foreign Affairs, portavoz del poderoso Consejo de Relaciones Exteriores (CFR, por sus siglas en inglés), con sede en Nueva York, que muchos analistas consideran adelanta las futuras posturas de la Casa Blanca, cuestiona la vigencia de la globalización y en su número bimestral de enero-febrero, 2007, Rawi Abdelal y Adam Segal preguntan, […]
Hasta la revista Foreign Affairs, portavoz del poderoso Consejo de Relaciones Exteriores (CFR, por sus siglas en inglés), con sede en Nueva York, que muchos analistas consideran adelanta las futuras posturas de la Casa Blanca, cuestiona la vigencia de la globalización y en su número bimestral de enero-febrero, 2007, Rawi Abdelal y Adam Segal preguntan, quizá a sabiendas de la respuesta : «¿Pasó el pico de la globalización?»
Rawi Abdelal, profesor asociado de la escuela de Negocios de Harvard, y Adam Segal, becario de estudios chinos en el CFE, puntualizan que se han erigido nuevas barreras económicas que ponen en tela de juicio la inevitabilidad de la expansión del libre-comercio y pronostican que el futuro parece mixto: «mientras el nuevo nacionalismo económico se asienta, algo de integración probablemente continuará».
Abdelal y Segal añoran el pasado reciente, al cual definen como el «fin del mundo que conocimos», cuando la «globalización económica el libre flujo global de capitales, bienes y mano de obra parecía «inevitable e inexorable: un mundo plano».
Repiten lo archisabido : las crisis financieras de la década de los noventa del siglo pasado, el disparo del déficit de cuenta corriente de Estados Unidos, la devaluación del dólar y la inseguridad de la clase media debido a la deslocalización ( outsourcing ). Permea su obsesión americanocentrista que relega despreciativamente el profundo malestar que la globalización provocó en el resto del planeta nada «plano».
Refieren que los historiadores Niall Ferguson y Harold James han señalado que la previa globalización decimonónica que, a su juicio, comprendió de 1870 a 1914, «también parecía imparable y acabó en forma desastrosa, lo cual puede volver a suceder».
El mejor historiador viviente sobre el siglo XIX, el británico Eric Hobsbawm, infinitamente superior a Ferguson y James juntos, remonta el fin de la globalización decimonónica a 1873 y no a 1914, como lucubran Ferguson y James juntos a consecuencia de la quiebra de la Bolsa de Viena en ese año, que presagiaba la decadencia del imperio austro-húngaro y la guerra que se desencadenó 41 años más tarde, mientras arrastraba en su desplome al imperio otomano. La Gran Depresión del siglo XIX había durado de 1873 a 1896: 23 años. Todavía el detonante de la Primera Guerra Mundial después de la Gran Depresión esperaría 20 años más en Sarajevo.
Rawi y Segal confunden la globalización económica con la revolución tecnológica, maravilloso hallazgo científico intrínsecamente neutral que ha sido deformado por los especuladores financieros para multiplicar sus ganancias a expensas de la mayoría del género humano.
Aplican un vulgar sofisma y apuestan a la continuación de la globalización mientras perviva la información tecnológica (su corolario no está para nada asegurado y muy bien pueden estar disociados sin que sea el «fin del mundo»), pero admiten que los «fundamentos institucionales de la globalización reglas que obligan a los gobiernos a mantener sus mercados abiertos, así como las políticas domésticas e internacionales que permiten a los hacedores de la política liberalizar sus economías se han debilitado considerablemente en los pasados años».
El punto más vulnerable de la globalización: «la energía el más globalizado de los productos se ha vuelto una vez más objeto de un intenso nacionalismo de los recursos, conforme los gobiernos de los países ricos en recursos imponen mayor control y propiedad sobre tales activos».
El punto más resplandeciente del análisis dual de Abdelal y Segal versa sobre la «medición de la salud de la globalización en los mercados energéticos, en particular del petróleo» que «se ha convertido en la última materia prima global con una importancia sin paralelo» y lanzan un atractivo axioma: «como marchan los mercados petroleros, así marcha la economía global».
Bajo esta óptica , las «señales serían preocupantes para Estados Unidos cuando Latinoamérica «ha reafirmado su autoridad en los proyectos extractivos que previamente habían cedido a las empresas foráneas», y Rusia utiliza la «carta petrolera-gasera» para extender su influencia estratégica. Se trata específicamente de «Sudamérica» mejor dicho que «Latinoamérica», cuyos mandatarios han capturado perfectamente el significado de la relevancia geoestratégica del «oro negro», ya que a los aldeanos neoliberales mexicanos, con el fin de salvarse de la hoguera infernal de la quiebra financiera, les urge regalarlo a las trasnacionales texanas y españolas.
Conjeturan en forma interesante que el desmedido despliegue de China para surtirse de petróleo y gas, «parece un preparativo para el día en que el petróleo sea difícil de adquirir y transportar» y quizá se deba a la «expectativa de que los mercados petroleros globales se quebranten por una recesión mundial o un conflicto con Estados Unidos».
Aceptan que las «tendencias contradictorias» indican que el panorama «estará embrollado» y «aunque la globalización como proceso continuará chisporroteando, la idea de una globalización sin restricciones decaerá en forma considerable». Lo real es que las fuerzas centrífugas de la globalización superan a las fuerzas centrípetas.
En el contexto del declive de Doha y la OMC, abundan sobre la doble visión mercantil entre Estados Unidos, más bilateralista (hubieran dicho mejor, «unilateralista»), y la Unión Europea, más multilateralista. Estados Unidos nunca quiso ceder «a expensas de su papel prominente en la economía mundial» y «su firme lugar como centro de los mercados globales».
Admiten que el «papel del capital» se ha visto mermado con las restricciones a los flujos de inversiones. No lo dicen, pero es la tendencia que asentando sus reales en Sudamérica y en el este de Asia ( v.g. Tailandia y Sudcorea). Inclusive, el FMI y la OCDE «son más precavidos en estimular a los países a liberalizar sus reglas de inversiones foráneas» y hasta las calificadoras Moody’s y Standard & Poor’s «advierten seguido a los países en vías de desarrollo sobre los riesgos de liberalizar los capitales» y «han alabado a China e India por moverse en forma cautelosa».
Uno de los aspectos más preocupantes del «declive general de la globalización» se centra en el «escepticismo público y la creciente insatisfacción popular con la desigual distribución de sus beneficios tanto adentro como afuera de los países», a tal grado que hasta las dos naciones que más se han beneficiado Estados Unidos y China «cambiaron de parecer» y han empezado a erigir barreras económicas. Estados Unidos impide la adquisición de sus joyas trasnacionales mediante la defensa del «patriotismo económico» y en China prevalece el concepto de «seguridad económica» para proteger a sus industrias estratégicas, mientras el presidente chino Hu Jintao opera una reversa de la política implantada desde 1978 para alcanzar una «sociedad socialista armónica».
Comparan, en forma muy discutible, la previa globalización decimonónica que «carecía de los fundamentos» de la actual, y concluyen en forma muy optimista que «aunque la globalización pasó su pico, es improbable que se desenrede completamente». Ya veremos.