La impudicia publicitaria del capitalismo Juliet B. Schor, Nacidos para comprar. Los nuevos consumidores infantiles. Ediciones Paídos, Barcelona, 2006. Traducción de Juanjo Estrella. 365 páginas. La cita con la que la autora -Juliet B. Shor, profesora del Boston College y especialista en temas de consumo, familia y economía- inicia el capítulo segundo de su […]
Juliet B. Schor, Nacidos para comprar. Los nuevos consumidores infantiles. Ediciones Paídos, Barcelona, 2006. Traducción de Juanjo Estrella. 365 páginas.
La cita con la que la autora -Juliet B. Shor, profesora del Boston College y especialista en temas de consumo, familia y economía- inicia el capítulo segundo de su ensayo -«El cambiante mundo del consumo infantil», p. 31-, extraída de un anuncio publicitario de la empresa Nickelodeon en el que un hermoso niño sonríe montado en un todoterreno, da el tono exacto de la casi inimaginable situación que Shor ha estudiado en estos últimos años y que nos presenta en este ensayo: «Vivimos en un país de niños que dirigen las compras; ¡los niños influyen en la adquisición de nada menos que el 62% de los monovolúmenes y todoterrenos! Nickelodeon posee al 50% de la franja de edad de 2 a 11 años en la televisión comercial infantil». El país, en este caso, es Estados Unidos y la empresa es Nickelodeon, una empresa publicitaria que se presenta a sí misma, se publicita, con sus resultados masivos de «posesión» infantil, pero acaso el país podría ser perfectamente cualquier otro país «desarrollado» (o no) y la empresa cualquier otra gran corporación. El término «poseer» no es ninguna errata ni ningún error de traducción.
Todo, todo, debe incitar a la compra compulsiva. Definitivamente, y aunque sólo fuera por esta vez, Springsteen se equivocó. No hemos nacido para correr sino para consumir (o eso pretenden), y no desde edades razonablemente adultas. Como señalara el Marx del Manifiesto, el capitalismo no respeta límites ni tradiciones: no hay nada sagrado bajo las heladas aguas del cálculo mercantil. Todo ser, vivo o no, está en su punto de mira y explotación; todo ser viviente con capacidad adquisitiva es objetivo prioritario de las grandes corporaciones que mandan con mano de hierro y orientan preferencias y necesidades en el sistema global. Y cuando se afirma «todo ser» es, efectivamente, todo ser que pueda adquirir cualquier mercancía, y todo espacio o medio por el que pueda transitar o en el que pueda fijar su atención: salones de infancia, centros médicos, estaciones públicas de metro o de ferrocarril, cine, radio, exposiciones, escuelas, universidades, transbordos subterráneos decorados totalmente de anuncios, fachadas o terrazas de edificios, camisetas de deportistas o de trabajadores de esas mismas empresas que exhiben gozosos publicidad en tiempo y espacio no laboral, y así siguiendo.
Schor, transitando por la misma línea que Noemi Klein en su No Logo, traza una imagen pavorosa del capitalismo actual en su vertiente publicitaria: de la misma forma que grandes corporaciones conocidas pretenden (y consiguen) que sus refrescos lleguen donde apenas hay (o donde no hay) agua potable, hay empresas completamente decididas a convertir no sólo a las familias sino a los propios niños, desde edades muy tempranas, en ávidos consumidores de productos supuestamente necesarios. El objetivo del estudio de Schor es identificar y entender el marketing dirigido a esos niños y conocer su evolución a lo largo del tiempo. Su enfoque, señala, ha sido general y ha investigado productos por grupos, incluidos juguetes y alimentos (p. 16). Sus resultados están basados en dos tipos de investigaciones: un estudio cualitativo sobre publicidad y marketing, iniciado en 2001, llevado a cabo mediante encuestas y observación interior y permitida de la propia industria publicitaria, y una segunda investigación mediante encuestas y análisis de datos.
Aunque Shor ha centrado su investigación en el ámbito norteamericano, es altamente probable que los resultados no fueran muy diferentes si hubiera estudiado otros países o áreas. Por ejemplo, un estudio llevado a cabo en Alemania en 1995 concluía que cada niño de 6 a 8 años pasaba hasta 30 horas por semana sentado frente al televisor y que una cuarta parte de ese grupo infantil veía de manera regular emisiones televisivas hasta medianoche. En Estados Unidos, según cálculos que Shor cita (p. 32), se cree que actualmente los niños de entre 8 y 13 años ven televisión durante una media diaria de 3 a 3 horas y media, observan anualmente unos 40.000 anuncios y realizan unas 3.000 peticiones de productos y servicios. De ahí un comentario de Paul Kurnit que recuerda la autora y que explica partes de los problemas alimentarios de niños y jóvenes y algunos resultados escolares: «Cada vez hay más niños que están solos en casa, niños que llevan la llave de casa atada al cuello; están allí al salir de clase, durante lo que llama la cuarta comida; entonces los niños son los amos y señores de las cocinas […] Así que en la actualidad los niños tienen un grado de independencia sin precedentes» (p. 309).
Los resultados del devastador «ataque publicitario» son indiscutibles y de ahí el interés de las corporaciones en seguir y ampliar esta vía. Cualquier consideración normativa estaría, según su punto de vista, fuera de lugar, sería lenguaje de Marte. Según un análisis realizado por la autora, en 2.000 se compraron 3.600 millones de juguetes nuevos en Estados Unidos (la cifra dada por Shor creo que es errónea). La población de niños menores de 13 años en EE.UU. es de 52 millones. Suponiendo que las adultos no compren juguetes para ellos mismos (lo que sin duda parece una suposición razonable), cada niño norteamericano adquiere anualmente, por término medio, 72 juguetes nuevos, lo cual significa que algunos niños no adquirieron ninguno y otros, probablemente, 365 (esto es, un juguete nuevo diario o más). Las consecuencias son sabidas: sobrepeso, falta de concentración en el estudio, apenas tiempo para relacionarse con otros compañeros ni para el juego, conversión de la televisión en un miembro más de la familia.
Los anuncios televisivos dirigidos a los niños están, pues, en todas partes. Y algunos, y esto es importante, no pretenden el consumo directo de productos digamos infantiles sino la incidencia de su opinión en los gustos y adquisiciones familiares. Es decir, que los niños se conviertan en acicates irresponsables de consumo.
Pero no sólo es esto: hay empresas que reclutan a niños para hacer campañas de marketing, niños que se convierten en agentes publicitarios de corporaciones para difundir sus productos entre familias y amigos, profesionales; psicólogos, neurólogos, pedagogos, científicos en general, están al servicio de las empresas sin apenas límites morales en sus investigaciones y actuación; niños que con apenas 18 meses que tienen un televisor en su habitación; niños menores de seis años que saben de memoria más de 200 marcas; niñas con apenas 7 años que se quieren vestir como jóvenes o mujeres adultas, etc. Variantes de la barbarie, pues, están descritas en las páginas de Nacidos para comprar.
Sorprende además, y no es secundario, la colaboración bienintencionada que en algunos casos reciben las empresas de instituciones públicas. Directores de escuelas e institutos colaboran con las corporaciones para conseguir medios extraordinarios para sus razonables necesidades permitiéndoles publicitarse a su antojo en un ámbito de estudio público y no comercial.
Puede señalarse, como es obvio, que las familias pueden intentar oponerse a esta estrategia planificada, y no es marginal la importancia de esta cada vez más necesaria resistencia cultural, política, pero otros instrumentos son o deberían ser relevantes: preocuparse en serio de la niñez, de la estabilidad emocional de los niños y jóvenes, exige legislar a su favor, poner límites, colocar bozales a una bestia no dispuesta a limitarse ante nada ni ante nadie. Hay un objetivo normativo: el máximo beneficio un territorio: el mundo; unos sujetos: «los consumidores» -los supuestos dueños del mercado-, sin distinción, esta vez sí, de edad, etnia, religión, sexo, lengua, territorio u orientación sexual.
Antes, en tiempos en los que la izquierda no era muy sofisticada, a la publicidad la conocíamos como un perverso tentáculo de masificación cultural del capitalismo, solíamos pitar y gritar con rabia ante anuncios y mensajes, intentábamos la contrapublicidad, y difícilmente un ciudadano de izquierdas recordaba o comentaba con agrado algún anuncio empresarial. Los tiempos han cambiado. Entonces éramos algo más toscos sin duda, pero teníamos razón y no queríamos claudicar.