Crítica de la crítica acrítica Francesc-Marc Álvaro, Els assassins de Franco, L´Esfera dels llibres, Barcelona, 2005, 237 páginas. Admitamos, siguiendo al autor, que éste no es un libro conmemorativo (p. 15), escrito con urgencia (y con vértice mercantil) para hacer coincidir su publicación con el trigésimo aniversario del fallecimiento del general(ísimo) golpista Francisco Franco. Admitámoslo: […]
Francesc-Marc Álvaro, Els assassins de Franco, L´Esfera dels llibres, Barcelona, 2005, 237 páginas.
Admitamos, siguiendo al autor, que éste no es un libro conmemorativo (p. 15), escrito con urgencia (y con vértice mercantil) para hacer coincidir su publicación con el trigésimo aniversario del fallecimiento del general(ísimo) golpista Francisco Franco. Admitámoslo: sin duda las apariencias pueden resultar engañosas. Admitamos que un libro de estas características, sean éstas cuales fueren, no necesita ningún pie de página ni ninguna referencia completa de sus fuentes a lo largo de sus más de 230 páginas. Admitámoslo: no siempre las mínimas exigencias académicas pueden ser seguidas al pie de la letra. Admitamos que Francesc-Marc Álvaro (F-M. A.) no ha podido contrastar siempre sus fuentes orales (p. 148 ss) y que en base a los recuerdos de un único historiador, antiguo militante del PSUC, cuenta la historia -publicitada en diversos medios con todo detalle- de la supuesta expulsión de Manuel Vázquez Montalbán del PSUC a la que Borja de Riquer, entre otros, ha hecho referencia («Frivolizar el antifranquismo», El País, 2-12-2005). Admitámoslo: la búsqueda de un escenario en el que todos los «acontecimientos», reales o ficticios, coincidan consistentemente con nuestras preconcepciones, poco dadas a la falsación, puede jugarnos malas pasadas, y es acaso innecesario, por trabajoso, buscar contrastaciones, exitosas o no, en otros testigos de la relación entre Sacristán y Vázquez Montalbán como pudieron ser Gregorio López Raimundo, Josep Fontana o August Gil Matemala. Desde luego, tampoco las relaciones posteriores y posibles reencuentros (conferencia conjunta en el convento de los capuchinos de Sarrià en 1978, escritos de Montalbán sobre Sacristán después del fallecimiento de este último), hay que tenerlos en cuenta: para qué, con qué finalidad, no tienen morbo, no son ni pueden ser noticia. Admitamos que el subtítulo del ensayo -«Un juicio particular del franquismo y de los que lo dejaron morir en la cama» [la cursiva es nuestra]- es del propio autor, que el enunciado responde a sus propias convicciones, que no es un mero despropósito si pensamos (¡ay!) en la trayectoria cívica y vital de numerosos ciudadanos y que, por supuesto, no es un calculado ejercicio publicitario mediático-comercial para incrementar cuenta alguna de resultados. Admitámoslo, y hagámoslo además sin resentimiento alguno. Admitamos igualmente que en un libro de estas características la incorrección en algunas fechas e informaciones (p. 151, por ejemplo), y en la adscripción de militantes, es inevitable. Admitámoslo: errar es humano, sobre si todo si la urgencia es ley de la gravedad de nuestra escritura. Admitamos que todo autor tiene su propia cosmovisión, no siempre consciente ni explicitada, y que, consiguientemente, no es criticable que F-M. A. vea un inmenso pajar en los ojos y en las mochilas de los ciudadanos antifranquistas que militaron (¿con riesgos? ¿con detenciones? ¿con torturas?) en las filas de organizaciones comunistas y socialistas, y que, en cambio, sea incapaz de ver una simple pajilla en el rostro de otros «luchadores» de orientación nacionalista. Admitámoslo: quien esté libre de ideología y de posicionamiento político que lance con cuidado la primera piedra. Admitamos que el autor puede sostener sin ninguna justificación que los antifranquistas han dicho y reiterado que fueron ellos quienes «mataron a Franco», cuando los recuerdos acuñados una y otra vez en la memoria de muchos apuntan más bien en dirección contraria: que la oposición al franquismo no se cansó de repetir, acaso machaconamente y con la intención de justificar pactos, cesiones y «objetivas correlaciones de fuerza», que Franco había fallecido enfermo en la cama y con música de la Legión, y que el Prado jamás fue tomado por ninguna fuerza bolchevique ni afín. Admitámoslo: en el jardín de los senderos que se bifurcan las memorias no tienen que ser coincidentes en todos sus puntos, incluso en sus nudos esenciales. Admitamos, por qué no, que el autor ha hecho un profundo estudio de psicosocioanálisis y que está en condiciones de poder sostener que el enorme resentimiento de los ciudadanos antifranquistas de orientación comunista y socialista se transfiguró en un odio intenso, irracional, injustificable y sin matices contra el ex-president, entonces president, Jordi Pujol y el pujolismo. Admitámoslo: no importa que los pactos PSOE-CiU, los apoyos puntuales de Iniciativa y del PSC a CiU en determinados temas, incluso las opiniones públicas de dirigentes de estas fuerzas sobre la presidencia de Pujol, puedan falsar la afirmación anterior: las refutaciones, es sabido, nunca son concluyentes, y los nuevos epiciclos teóricos están para salvar todas las apariencias falsadoras. Admitamos que las citas iniciales con las que F-M. A. abre el ensayo -Eugenio Trías, Juan Alberto Belloch, Albert Boadella, además de la cita de Martín Villa, como portavoz de los franquistas «evolucionistas»- responden a alguna interesante, singular y no confesada conjetura del autor sobre la composición del movimiento antifranquista y sobre la curiosa representatividad de los citados ciudadanos. Admitámoslo: alejémonos de todo sectarismo, de todo recuerdo infundado sobre los que estaban efectivamente en aquel entonces. Admitamos con curiosidad la caracterización de Todorov al reproducir la cita inicial que recoge la mirada central del autor: «escritor búlgaro», señala F-M. A.. Admitámoslo: que quede claro el lugar de origen de cada cual. Admitamos que al tratarse no de un libro de historia sino de «un libro sobre la historia y sobre su pervivencia en el presente» (p. 15), uno puede dedicar casi 30 páginas a enjuiciar la obra, la trayectoria vital y política de un intelectual que mantuvo siempre el «dogma sagrado» (p. 128) a través de citas indirectas, incompletas y sin contextualizar, sin referencia directa alguna a ninguna de sus numerosas publicaciones, algunas de ellas, por cierto, muy recientes y de fácil consulta. Admitámoslo, no vayamos de exquisitos y no vaya a ser que nuestras preferencias nos obnubilen el juicio. Admitamos… ¿Así siguiendo? ¿Podemos seguir admitiendo más y más afirmaciones con nula, escasa o sesgada justificación? Independientemente de que pueda coincidirse con el autor en la necesidad de hablar, mal o bien, de los «bondadosos» de esta historia y que, con seguridad, también aquí ha habido comportamientos nada admirables, que sin duda permiten destacar mejor, blanco sobre negro, los otros numerosos comportamientos; independientemente de que la transición política española exige, cada vez más, miradas no complacientes, y que llegará el momento, debe llegar el momento, en que hagamos un balance no acusador de lo dicho y hecho, con el deseo de aprender con honestidad sobre lo pensado y actuado, independientemente de todo ello, cabe aquí señalar algunas afirmaciones y argumentaciones de F-M. A. que no nos parecen admisibles ni en este ensayo ni en ningún otro, coincidamos o no con su enfoque y con sus planteamientos políticos. Dos ejemplos.
La primera consideración tiene que ver con la teoría básica de la argumentación, con la lectura atenta de los textos, con el respeto de las posiciones del otro y con la noción misma, básica por lo demás, de inferencia lógica o de «seguirse de». Uno puedo creer, con más o menos fundamento, que todos los nacionalistas son pujolistas y de ahí puede inferir, legítimamente, que los no pujolistas no son nacionalistas, pero no puede afirmar en cambio, sin más mediaciones y a partir de ese único supuesto, que no existan ciudadanos no nacionalistas que sean pujolistas. Es lógica elemental, de formación básica. El autor, en cambio, opera en ocasiones con otra lógica, acaso con alguna de raigambre carrolliana o de creación propia y hasta ahora no contrastada. Así, en la página 132 reproduce unas líneas de una carta de Manuel Sacristán, escrita el 24 de agosto de 1985, pocos días antes de su fallecimiento, dirigida a Félix Novales, cuando éste estaba preso en la cárcel de Soria. Sacristán iniciaba su carta en tono netamente autocrítico: «Me parece que, a pesar de las diferencias, ninguna historia de errores, irrealismos y sectarismos es excepcional en la izquierda española. El que esté libre de todas esas cosas, que tire la primera piedra. Estoy seguro de que no habrá pedrea». El paso no merece ninguna atención a F-M. Álvaro, acaso porque ha creído innecesario leer toda la carta y se ha limitado a un paso que ha encontrado en algún dossier o antología. Las líneas que, en cambio, sí reproduce son las siguientes: «Se puede conseguir comprensión de la realidad sin necesidad de demasiados esfuerzos ni cambiar de pensamiento; pero me parece difícil que el que aprenda a disfrutar revolcándose en el lodo tenga un renacer posible. Una cosa es la realidad y otra la mierda, que es sólo una parte de la realidad, compuesta, precisamente, por los que aceptan la realidad moralmente, no sólo intelectualmente» (un paso que, por cierto, sirvió de inspiración a Carlos Piera para un magnífico poemario). Pues bien, sobre este texto F-M. A. construye la siguiente reflexión: «Asociar la mierda a quien no comulga con las ideas de uno define bastante bien y sin subterfugios las premisas de un pensamiento totalitario y de una actitud intolerante y excluyente». Obsérvese, de una misma tacada: pensamiento totalitario, actitud excluyente e intolerante. ¿Desde qué noción de inferencia, desde qué forma de razonar, desde qué estilo de pensamiento, se puede extraer esa conclusión? ¿Dónde lee F-M. A. que Sacristán sostenga que quien no comulga con las ideas de uno está asociado con el desecho? ¿Dónde está el totalitarismo, la intolerancia, la exclusión, cuando alguien cree – y escribe en una carta particular- que la reconciliación moral con nuestro mundo (esto es, la aceptación sin tensión alguna de unas estructuras económicas y políticas que generan desastres ecológicos sin fin, desigualdades rechazadas universalmente, tragedias militares innumerables, manipulaciones ad nauseam, abismos insuperables entre comunidades humanas, falsedades abyectas), la aceptación moral de todo esto decíamos, le parece inadmisible y que es, además, parte sustantiva de la negativa realidad que se quiere combatir? ¿Uno es totalitario e intolerante porque considere que los que se regodean, con provecho no ocultado, en el infierno de los otros, o en su aceptación teórica, son parte de la maldad social no inevitable que hay que superar?
La segunda consideración nos relaciona con las cosmovisiones implícitas e indiscutidas y, concretamente, con la visión que el autor tiene de la sociedad buena. El esquema de su noción presenta la síntesis ya sabida de la economía «libre» de un mercado sin bridas, con escasa restricción pública, y una democracia entendida al modo usual del pensamiento liberal-conservador: no poder del pueblo, sino procedimientos de consulta temporal, orientados y dirigidos cuando sea necesario, y unos representantes políticos que operan, sin control ciudadano, en el estrecho margen que les otorgan los grandes poderes económicos y militares. Pues bien, una de las tesis centrales de este ensayo (acaso, desde un punto de vista político, la central) es que numerosas personas que formaron parte del movimiento que combatió la dictadura del nacional-catolicismo-militar sin duda fueron antifranquistas pero, sin embargo, no todas ellas eran demócratas: algunos críticos a la dictadura eran también críticos a la democracia realmente existente y eran (¿siguen siendo?), pues, totalitarios de otro signo.
F-M. A, en nuestra opinión, lleva razón en lo primero pero no el segundo y su acusación política está, por tanto, injustificada y acaso sea algo innoble: algunos (y no pocos) combatientes antifranquistas no tenían como horizonte normativo una democracia demediada como la actualmente existente, no eran monárquicos juancarlistas , no creían que debían conformarse con una sociedad en la que la fuerza de trabajo manual contara tanto como un gorrión herido en el sótano de una gran multinacional. En eso, además, estaban en buena compañía. El autor dedica su libro a Francesc Vidal Casanellas, asesinado en el campo de exterminio de Mauthausen. Pues bien, también entre los asesinados en Mauthausen y en otros campos de exterminio, y entre los supervivientes de esos infiernos, hubo personas que fueron antinazis, que combatieron como pocos el fascismo europeo, apostando en ello sus vidas, pero que en cambio no tuvieron como horizonte político una democracia reducida a la manipulación de las opciones, a la falsedad, a la marginación de grandes sectores de la población, a la estupidez como espectáculo diario y a la reducción cada vez más estrecha del ámbito político, y donde los ideales de justicia, igualdad, solidaridad, fraternidad, fueran afortunadas consignas de compañías publicitarias. No fue Marx sino W. Blake quien señaló que «una misma ley para el león y el buey es opresión». Terry Eagleton ha apuntado una característica central del sistema de mercado y de democracia demediada: «Curiosamente, este es un sistema que calle la boca a la mayoría de sus miembros. Y en eso es como cualquier otra sociedad de clases que haya existido. O, en este sentido, como una sociedad patriarcal, que perjudica aproximadamente a la mitad de sus miembros». ¿Qué había, entonces, de moralmente reprochable en el ideario de los combatientes antinazis? ¿Qué hay de reprochable entonces en que una parte considerable del movimiento antifranquista tuviera como finalidad normativa una democracia «plebeya» en la que se existiera una mayor igualdad social, un trato sostenible y no depredador con la Naturaleza, una auténtica representación ciudadana y en la que el poder de los grandes poderes estuviera limitado con algún bozal? Sin duda, admitámoslo, se idealizó la realidad social y política de los países ex-socialistas (o de algunas de estas sociedades), pero incluso en esto el autor anda algo desinformado: desde mediados de los años sesenta las voces críticas no eran inexistentes y la invasión de Praga fue, para muchos, decisiva, hasta el punto que se empezó a hablar de «rusianos», de gentuza y de que, a ese paso, vendrían cosas mucho peores, muchísimo peores.
Proseguir sería incrementar el cansancio del lector, pero una reseña así deja inevitablemente insatisfecho: son numerosos los pasajes y las tesis que merecen comentario y es posible que esta reseña deje en el tintero cosas que no merecen ser olvidadas. Preferimos acabar con una propuesta constructiva: Álvaro afirma que hemos pasado de la memoria oficial a la memoria progre-monárquica oficial y aún no hemos encontrado la memoria nueva, la democrática completa y compleja. Su libro pretende conformar esta nueva memoria y desmantelar las anteriores. El resultado, desgraciadamente, lo convierte en un texto que dice mucho más de su autor y de discursos excluyentes actuales, que de esta nueva memoria completa y compleja a la que pretendía contribuir. Pero con algo de este propósito nos podríamos quedar. La investigación historiográfica en estos últimos años ha señalado la importancia de la agitación y movilización de la oposición al franquismo (por ejemplo, Pere Ysàs, Disidencia y subversión, Crítica, 2004). Se ha puesto en cuestión la supuesta debilidad de una izquierda que se enfrentó a los herederos del franquismo en la lucha por el cambio político, pero no se ha entrado a analizar suficientemente la diversidad de proposiciones que se estaban haciendo desde estos sectores. Se ha construido la historia sin cuestionar que los resultados del cambio político vivido en España podían haber sido otros, se han olvidado los discursos alternativos que buscaban la consecución de otras realidades sociopolíticas. Las interpretaciones del ayer, realizadas desde el mundo que se ha configurado en el hoy, no tienen sentido si lo que queremos verdaderamente es acercarnos con precisión a aquello que sucedió en cada momento, a lo planteado y discutido. No nos sirven en absoluto para conocer el trabajo y el esfuerzo de aquellas personas que no pudieron evitar que Franco muriera en la cama y que se llevaron los palos de ver como aquello a lo que habían dedicado tantos esfuerzos, por el momento, no se conseguiría. Será después del análisis honesto y riguroso, no instrumentalizado, de sus proyectos cuando podremos entrar a discutir qué tenían en la cabeza todos aquellos que, por ejemplo, no aspiraban a una democracia como las del mundo occidental, como la de la RFA en 1976. Como Josep Fontana ha señalado: «Una historia no lineal nos permitirá recuperar muchas cosas que hemos dejado olvidadas por el camino de la mitología del progreso: el peso real de las aportaciones culturales de los pueblos no europeos, el papel de la mujer, la racionalidad de proyectos alternativos que no triunfaron, la política de los subalternos, la importancia de la cultura de las clases populares… Y nos ayudaría a escapar, con este enriquecimiento de nuestro horizonte, a la apatía y la desesperanza a que quiere condenarnos el discurso dominante en nuestro entorno, que nos ha llevado a este tiempo de resignación política y de fatiga» (La historia de los hombres: el siglo XX, Crítica 2002)
Como decíamos, una cita de Tzvetan Todorov abre este ensayo: «En nuestros días, es paradójicamente más difícil realizar una investigación histórica sobre los buenos que sobre los malos«. En nuestros días, por lo que parece, empieza a ser difícil llevar a a cabo una investigación histórica honesta, sin preconcepciones desfiguradoras y al servicio inconfesado de una tesis básica que subyace sin control en el fondo de muchas de estas aproximaciones: el movimiento comunista fue deshonesto y totalitario incluso cuando fue honesto y liberador.
PS : Que sepamos el ensayo de Francesc-Marc Álvaro no está, hasta la fecha, traducido al castellano. En contra de todo informe editorial informado, es muy posible que sea traducido en un futuro próximo. No está demostrado que el lector debe incrementar con él su cuidada biblioteca.