«El egoísmo capitalista resulta, pues, tan solidario que parece el que predica la Biblia». (Manual del perfecto idiota, pág. 226) En el prólogo del Manual del perfecto idiota latinoamericano (1996), Mario Vargas Llosa ya insistía que «Mendoza, Montaner y Vargas Llosa parecen haber llegado en sus investigaciones sobre la idiotez intelectual en América Latina a […]
«El egoísmo capitalista resulta, pues, tan solidario que parece el que predica la Biblia». (Manual del perfecto idiota, pág. 226)
En el prólogo del Manual del perfecto idiota latinoamericano (1996), Mario Vargas Llosa ya insistía que «Mendoza, Montaner y Vargas Llosa parecen haber llegado en sus investigaciones sobre la idiotez intelectual en América Latina a la conclusión […] que el subdesarrollo es ‘una enfermedad mental'». El novelista procura, en una suerte de dictadura monoléctica, definir ‘enfermedad mental’ «como [una] debilidad y cobardía frente a la realidad real y como una propensión neurótica a eludirla sustituyéndole una realidad ficticia». Todo debido a «una incapacidad profunda para discriminar entre verdad y mentira, entre realidad y ficción». En la campaña electoral que Alberto Fujimori le ganó al propio Vargas Llosa en 1990, aquel le reprochó a éste de tener «una imaginación de novelista», lo que significaba exactamente lo mismo que años después el autor de este prólogo le reprocha a los latinoamericanos como síntoma característico de una enfermedad: nada más que calificaciones personales (enfermedad mental, incapacidad, debilidad, cobardía, etc.), sin argumentos. Es decir, esto es verdad porque lo digo yo.
Uno de los axiomas centrales del Manual consiste en hacer entender (o creer) que vivimos naturalmente en sociedades amorosas -sobre esto ya ironizó Voltaire-, donde no existen poderes interesados en dominación de ningún tipo. Los recursos de producción como el petróleo, las fuentes de sobrevivencia como el agua, la multiplicidad de monopolios, la omnipresencia de la voz de los más fuertes en los medios de comunicación, las donaciones millonarias de los billonarios a las campañas electorales, todo, es parte de un gran impulso fraterno por compartir la gracia de Dios. Criticando a los teólogos de la liberación, los autores sostienen la actitud contraria: «El término ‘liberación’ es en sí mismo conflictivo: convoca ardorosamente a la existencia de un enemigo al que hay que combatir para poner en libertad a los desdichados». Luego: «¿Es el Dios de la justicia también el Dios de la envidia? […] A los curas de la liberación se les escapa que el capitalismo resulta ser el sistema más solidario de todos, un mundo donde la caridad […] es infinitamente mayor que cualquier otro sistema. […] En el capitalismo, todos colaboran con todos. El egoísmo capitalista resulta, pues, tan solidario que parece el que predica la Biblia». (Fuera de contexto cualquiera podría atribuir esta frase a Marx.) Más adelante una definición à la carte: «el capitalismo es una palabra que simplemente describe un clima de libertad en el que todos los miembros de una comunidad se dedican a perseguir voluntariamente sus propios objetivos económicos». Es decir, el Genghis Khan promovió el capitalismo en Asia mucho antes de los modernos narcotraficantes.
Pero un sistema dominante no sólo necesita negarse a sí mismo como tal, hacerse invisible, sino también moralizar sobre la peligrosa existencia de todo lo marginal a su propio centro. La tesis de buscar una causa del subdesarrollo en las facultades mentales de un grupo o de un pueblo definido como fracasado, no menciona en ningún momento qué función cumple la tesis en sí misma. Es decir, a quién conviene -de dónde proviene- esta catequesis ideológica.
Este libro fue citado y recomendado por políticos y presidentes como Carlos Menem en la cumbre de la euforia primermundista que asoló a los países del «continente idiota», poco antes de la debacle económica y moral de principios de siglo. Pero no es una novedad sino una tradición intelectual, que se remonta a Sarmiento o por lo menos a Alcides Arguedas (Pueblo enfermo, 1909). Sólo que sin el correspondiente mérito histórico y literario.
En 1550, para legitimizar la explotación y genocidio de los nativos americanos, también el teólogo Ginés de Sepúlveda echó mano a la Biblia. Ante el rey y la corte que debatía la justicia o injusticia de la esclavitud denunciada por el sacerdote Bartolomé de las Casas, Sepúlveda citó el libro de Proverbios. Según el famoso teólogo, «escrito está en el libro de los Proverbios: ‘El que es necio servirá al sabio’ tales son las gentes bárbaras e inhumanas, ajenas a la vida civil y a las costumbres pacíficas y será siempre justo y conforme al derecho natural que tales gentes se sometan al imperio de príncipe y naciones más cultas y humanas». El mismo Hernán Cortés, invocando a Dios y luego de torturar y asesinar al galope aldeas enteras, anotaba en sus cartas al rey que la virtud de su acción consistió en dejar en paz a aquellos pueblos salvajes. Para hacerlo más legal, solía leerles, en castellano, el comunicado de una inmediata sumisión al rey de España, de lo contrario serían sometidos por la fuerza. Y cuando lo hacían, escribía el héroe, los mismos caciques -que no sabían una palabra de castellano- volvían llorando, arrepentidos y reconociendo que la culpa de la destrucción de sus ladeas radicaba en su misma necedad. Por esta desobediencia al «derecho natural», afirmaba Sepúlveda, la guerra emprendida por el imperio era una guerra justa.
Jorge Luis Borges, un intelectual funcional a su clase oligárquica, supo sin embargo usar argumentos como principal recurso retórico. Alguna vez recordó una anécdota: en una disputa entre dos, uno de ellos le arrojó un vaso de agua en la cara del otro. El agredido contestó: «Muy bien; eso fue una digresión. Ahora espero sus argumentos». Desde un punto de vista filosófico, tal vez es una novedad histórica comenzar definiendo al adversario dialéctico como «idiota» en lugar de atacar sus ideas. Desde un punto de vista histórico no; es sólo una tradición: (des)calificar al otro para perpetuar su opresión. Estas ideas responsabilizan a los oprimidos de su opresión y al mismo tiempo niegan la existencia de ésta. Legitiman un orden heredado de un pesado pasado pero en nombre del futuro progreso material y espiritual.
Según Mario Vargas Llosa, América Latina ha producido destacados artistas, novelistas y pensadores delirantes, «tan faltos de hondura y tantos ideólogos en entredicho perpetuo con la objetividad histórica y el pragmatismo», todos síntomas de la idiotez. Se hace implícito que en el único caso en que un escritor, un novelista latinoamericano es capaz de ver la realidad real y la objetividad histórica, en el único caso en que no estamos ante las observaciones de otro idiota, es en el suyo propio. De lo contrario sus afirmaciones se anularían a si misma, dada su supuesta condición de perfecto idiota.
No creo en absoluto que Vargas Llosa sea un idiota. Es sólo parte de una misma lógica. No es casualidad que él y los intelectuales funcionales condenen la «realidad ficticia», como producto de una «enfermedad mental» que impide aceptar la «realidad real». Porque realidad es lo que existe (el canibalpitalismo). Por lo tanto, si es difícil crear algo diferente al interés de un sistema dominante que crea esa realidad, más difícil aún será hacerlo si condenamos la libertad de la imaginación, como un atributo de la idiotez y el subdesarrollo. Esa misma imaginación que se venera en los revolucionarios y progresistas utópicos del pasado que no se resignaron a la «realidad real» del feudalismo o de los exitosos negreros del siglo XVIII o de la venta de carne humana en las fábricas del Progreso.
– Jorge Majfud, escritor uruguayo, es profesor de Literatura Latinoamericana en The University of Georgia, Atlanta, Estados Unidos.