A Rodolfo Alonso (1934) es difícil catalogarlo, según el ángulo en que se le mire, puede ser poeta, ensayista, editor o traductor e influye en cada arista de la cultura latinoamericana contemporánea. En 1997 sucedió la excepción cuando se dice que nadie es profeta en su tierra, luego de años de exilio, recibió en la […]
A Rodolfo Alonso (1934) es difícil catalogarlo, según el ángulo en que se le mire, puede ser poeta, ensayista, editor o traductor e influye en cada arista de la cultura latinoamericana contemporánea. En 1997 sucedió la excepción cuando se dice que nadie es profeta en su tierra, luego de años de exilio, recibió en la Argentina el Premio Nacional de poesía que tenía un doble significado y ceremonia al compartirlo con Juan Gelman.
En 1968 fue seleccionado para participar en la Antología consultada de la joven poesía argentina (junto a María Elena Walsh, Juan Gelman y Alejandra Pizarnik entre otras 4 voces) y en la actualidad sus libros se publican en Bélgica, Portugal, España, México, Colombia, Francia, Brasil, Venezuela y, próximamente, en Italia y Chile.
En su valija de viajes o timbres de pasaporte se leen los innumerables reconocimientos que obtuvo: en 2002 recibió, en Venezuela, la Orden Alejo Zuloaga, máxima distinción de la Universidad de Carabobo; las Palmas de la Academia Brasileña de Letras (2005); Premio Único de Ensayo Inédito de la Ciudad de Buenos Aires (2005) y el Premio del Festival Internacional de Poesía de Medellín (Colombia, 2006). Correo del Sur se enorgullece en publicar un diálogo con Rodolfo Alonso, autor de por lo menos 25 libros y primer traductor de Fernando Pessoa
MC.- Siendo un recurrente colaborador de La Jornada Semanal y la revista Archipiélago, ¿qué tipo de satisfacción le despierta ver sus ensayos en los almanaques, suplementos culturales y revistas? ¿Alguna vez quiso ser periodista? Parafraseándolo, ¿»no hay escritor inocente» que pase por la prensa?
RA.- Es para mí una enorme alegría, y un inmenso honor, ser leído fuera de mi propio país, no sólo en mi querido México sino también, principalmente, en Latinoamérica y en España. Casi desde niño me descubrí como grafómano, como adicto incurable a leer y escribir. Y también desde muy joven me sentí poseído por una doble obsesión: ser tan fiel a la más exigente poesía como a compartirla con mis semejantes. De esa doble ambición surgieron, casi sin proponérmelo, tanto poemas y traducciones, como reflexiones y ensayos. Y también, de una manera creciente, una inclinación por la comunicación, por la difusión pero, en mi caso, siempre de alguna manera en relación con la cultura o el arte. Muy temprano, y sin habérmelo propuesto, simplemente por haber contestado un aviso de trabajo, estuve unos cuantos años relacionado con el periodismo digamos «profesional». Durante unos seis años dirigí en mi juventud dos revistas de gran tirada: primero Claudia, de editorial Abril, y luego Karina, de editorial Atlántida, destinadas en principio al universo femenino pero que lograron alcanzar a los demás integrantes del hogar. Con la indemnización de periodista fundé luego mi propia editorial, prácticamente artesanal pero que llegó a lanzar más de doscientos cincuenta títulos. Y más tarde, también por un aviso pero sin olvidar mi ascendencia, dirigí durante diecinueve años el órgano de la más importante asociación de la comunidad gallega en la Argentina: la Revista del Centro Gallego de Buenos Aires. Al mismo tiempo, antes y después de esas experiencias, fue casi continua mi labor alrededor del periodismo cultural en todos sus niveles, dentro y fuera de mi país, con poemas, ensayos, traducciones, críticas, antologías, semblanzas… Que continúa hasta hoy.
M.C.– ¿Cuál fue su mayor aprendizaje al participar en la revista de vanguardia Poesía Buenos Aires?
R.A.– Fraternidad y exigencia. «Yo» fue admitido la noche antes de cumplir mis diecisiete años, pero allí mismo comenzaron a encarar sin complacencia alguna mis primeros textos. En resumen, no hay ninguna exigencia para el ingreso, pero la poesía es una cosa seria. Conviviendo con un brillante grupo de jóvenes poetas reunidos alrededor de Raúl Gustavo Aguirre, todos por lo menos siete u ocho años mayores que yo, crecimos juntos, en un espíritu común pero cada cual a su modo, no sólo escribiendo sino también traduciendo y reflexionando. Veníamos de la vanguardia y siempre estuvimos dentro de la poesía moderna, pero sin ortodoxia, dogma o receta alguna. Y con una tierna y feroz independencia. Entre nosotros circulaban como vivencia unas palabras imborrables de Tristan Tzara que todavía me iluminan: «La poesía es una manera de vivir.»
M.C.– En el Sur existieron dos revistas políticas que dejaron una tremenda huella: Marcha (Uruguay) y Crisis (Argentina), pero su valor radicaba también en los espacios para la literatura ¿Dónde quedó esa forma de hacer periodismo cultural? Sencillamente, ¿fue otra muerte de lo que el golpe se llevó?
R.A.- Es una pregunta en apariencia simple, pero en realidad sumamente compleja. Es indudable que los golpes militares, que en mi país se sucedieron a partir de 1930, agredieron en forma creciente a todas las ramas del pensamiento y de la cultura. Si la dictadura del Proceso fue especialmente asesina, la anterior protofascista del general Onganía fue como un profundo tajo largo a largo en el cuello, en el cuerpo vivo de nuestra cultura. Con la Noche de los Bastones Largos termina entonces una época clave de nuestra Universidad pública pero también una vieja tradición de cultura democrática en lo que hace al arte y a la literatura. Al mismo tiempo, y no siempre de una manera tan evidente por su violencia, como en todo el planeta se fueron instalando entre nosotros no sólo la sociedad de consumo sino también la sociedad del espectáculo, con consecuencias deletéreas en lo que hace a la espontaneidad creadora de nuestros pueblos. Que cuando todavía no habían logrado institucionalizarse como ciudadanos se descubrieron travestidos en ansiosos consumidores. Por otro lado, me resulta muy tocante, muy emocionante la mención del semanario uruguayo Marcha, tan querido, en el cual llegué a colaborar muy joven y que, hasta la irrupción de la Revolución Cubana mantenía un indomable espíritu pluralista y crítico, democrático en serio y en el mejor sentido, antiimperialista pero también tercerista, incluso capaz de percibir los tintes sombríos del stalinismo, donde se podía opinar, confrontar y disentir, con argumentos, con valores.
M.C.– Usted es hijo de republicanos españoles. ¿Cómo construyó su identidad viviendo el exilio de sus padres y el vuestro propio?
R.A.– En realidad yo soy hijo de inmigrantes gallegos, que llegaron a la Argentina antes de la injusta derrota de la República en España. Sin una parcialidad ni una formación política explícita, mi padre era visceralmente republicano, y sin duda mi infancia convivió con ese clima antifascista que iba a prolongarse luego durante la segunda guerra mundial. Pero no de una manera explícita, insisto. Algo en mí iba creciendo por sí solo, entre poemas, leyendas y canciones, que se consolidó luego al conocer en Buenos Aires, siendo yo adolescente, a tantos exiliados, no sólo españoles, que me vacunaron para siempre no sólo contra el fascismo sino también, en muchos casos, contra el stalinismo. Y donde la espontaneidad y la falta de dogmatismo fueron esenciales. De tal modo que mi mitología personal no son los griegos clásicos, sino los legendarios milicianos que defendieron a la República española, espontáneamente, desde abajo y sin necesidad de líderes o jefes. Como de algún modo ya había ocurrido con la Revolución mexicana.
M.C.– ¿Se puede comparar la derrota de la Guerra Civil en España y «el proceso» de los milicos argentinos?
R.A.– Depende de las perspectivas de cada uno, como siempre. Me parece que son dos contextos históricos diferentes, incluso ideológicamente. Pero también puede haber algunos puntos en común. Es algo que todavía me resulta tan doloroso que me cuesta explayarme. No es que prefiera el silencio. Es que me ahoga la angustia.
M.C.– ¿Editar libros es una manera de hacer política? ¿O una deliberación estética?
R.A.– También aquí, depende de los casos. Hoy pareciera que el único objetivo de editar es el lucro, cuanto más amplio e inmediato, mejor. Pero no siempre fue así, hubo otros tiempos. Cuando yo era adolescente, por ejemplo, casi todo editor se hubiera avergonzado de publicar algo, que no sólo no tuviese nivel cultural, sino que pregonase públicamente su finalidad de lucro. Además, entre las grandes empresas (que por supuesto no eran como estas multinacionales que hoy nos agobian) y algunos sellos de tendencias determinadas, casi de propaganda, había aún espacio para editores independientes, a veces incluso artesanales. Que, como en mi caso, buscaban plantearse los problemas, las cuestiones, políticas y estéticas, y aún político-estéticas, con argumentos, con un criterio general progresista pero en un marco pluralista y de libre discusión. Es decir confiando en lectores adultos capaces de extraer por sí mismos sus propias conclusiones. Algo siempre peligroso para todos los poderes. Y acaso inimaginable hoy, por desdicha, bajo este seductor totalitarismo de la banalidad que nos abruma.
M.C.– ¿Y qué pasa con la traducción? ¿Por qué eligió los múltiples onomásticos de Fernando Pessoa? ¿Acaso un desagravio al poeta portugués que murió casi sin ser publicado?
R.A.– El descubrimiento de que podía intentar traducir poesía de varias lenguas (sobre todo francés, italiano y portugués) fue, en mí, casi tan temprano como el descubrimiento de que eso que me descubrí escribiendo se llamaba poesía. En realidad yo no elegí a Pessoa, más bien es él quien me eligió a mí. Fue Aldo Pellegrini, el pionero del surrealismo en nuestro continente, quien siendo yo muy joven me ofreció traducirlo para su legendaria colección Los Poetas, publicada por Fabril Editora. Era tan desconocido entonces, incluso en Portugal, donde sus herederos retacearon muchísimo la cesión de los derechos, que no se conseguía libro alguno suyo. Mi traducción, que por primera vez en castellano incluye a todos sus heterónimos, y que acaba de ser reeditada, apareció en Buenos Aires en 1961 (un año antes de que Octavio Paz lo hiciera en México), con lo cual resulta la primera vez que se traduce Pessoa en América Latina. Y con un éxito de público tan inusitado como original, y que acaso se continúa: no hubo ninguna clase de promoción o publicidad, pero el encanto de Pessoa fue desde entonces incesante, como un descubrimiento individual, nunca masivo, de persona a persona, y en todo el ámbito de nuestra lengua.
M.C.– Usted comparte el Premio Nacional de Poesía con Juan Gelman y él escribió un prólogo en México para una antología suya, pero de vereda a vereda ¿qué le dice la poética y fraternidad de Juan Gelman?
R.A.– Fue en 1997. En realidad Juan obtuvo el Primer Premio Nacional de Poesía, y a mí me dan el Segundo. ¿No es suficiente orgullo haber merecido ser su ladero? Y especialmente por haberse tratado de un jurado de poetas. Nunca ha dejado de parecerme ejemplar la devoción con que Juan Gelman ha sabido mantener siempre, en todas las circunstancias, la dignidad de su poesía. La entrega a ella, a «la lengua calcinada», como dice. Después de muchos años, nos encontramos nuevamente, casi por un rato, en 1994, en el Festival de Medellín. Luego estuve otra vez con él en Morelia. Y el año pasado me entibió el corazón con su generosa fraternidad en el D. F. En la intimidad, la calidez humana de Juan Gelman es imborrable. Además, les voy a adelantar una primicia: sigue escribiendo, y cada vez mejor. Si no lo creen, esperen que aparezca su nuevo libro: Mundar. Ya el título es un hallazgo.
M.C.– ¿Y en la otra orilla se definió con la poesía de Idea Vilariño o Mario Benedetti?
R.A.– Modestamente, y dentro de mis limitaciones, entre esas dos opciones me siento más cómodo con Idea. Y también con uruguayos de la talla de Juan Carlos Onetti o Felisberto Hernández, entre otros. Siento que hay una cuenca rioplatense que nos es común, que nos hermana, como el tango y «la corriente zaina».
M.C.-Finalmente, ¿considera a Latinoamérica una tierra de buenos poetas? ¿Será necesaria la metáfora para librarnos de conquistas y neoliberales?
R.A.– Toda generalización me resulta riesgosa. Incluso porque hoy ya resultaría arduo llegar a coincidir en qué consideramos «buenos poetas». Nunca me canso de afirmar que con César Vallejo, por ejemplo, este continente ha dado a uno de los más grandes poetas de la lengua. Mucho me temo, al mismo tiempo, que la difícil situación de la gran poesía en una época asolada por la banalidad y el consumismo melle su eficacia en lo público. Pero nunca en lo personal. Y es allí donde ella sigue combatiendo, como Alonso Quijano, a pura fuerza de luz. Y allí se dan las batallas más profundas. No siempre de una manera didáctica o expositiva, claro, porque el canto tiene sus exigencias. Pero sí incesante, inquietante, invicta aunque humillada. Como las lenguas caudalosamente vivas de nuestros pueblos. Como la palabra, que es al mismo tiempo única y general, íntimamente de uno y al mismo tiempo perteneciente a todos. Me resulta profundamente emocionante el hecho de que en estos momentos nuestra América Latina parece haber dejado para siempre atrás la ominosa humillación de las dictaduras militares, y que en muchos de nuestros países se estén encarando, cada uno con sus propias características y enfrentando sus propias realidades, pero también con un necesario espíritu de solidaridad, de tanto que tenemos en común, experiencias apasionantes pero lúcidas de profundización de la democracia participativa, de la efectiva independencia y de la justicia social.
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