El pasado 29 de enero se celebró en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona la presentación del libro de Paco Fernández Buey Utopías e ilusiones naturales (Viejo Topo, Barcelona, 2007). En la mesa de presentación estaban el propio autor, su editor -Miguel Riera-, el Director del CCCB, Josep Ramoneda, y Antoni Domènech. Reproducimos a continuación la intervención de Antoni Domènech en el acto.
Me resulta muy grato estar aquí esta noche presentando Utopías e ilusiones naturales, y agradezco mucho al editor y al autor que me hayan invitado a estar en esta mesa.
Conozco a Paco, si las cuentas no me fallan, desde hace más de 35 años, y creo haber estado razonablemente al tanto de su trayectoria en este tiempo, ¡que es mucho más de la mitad de nuestras vidas!
Eso es una ventaja indudable en la presentación de un libro. Por ejemplo, a mí me consta que el interés de Paco por las «utopías» y por el socialismo utópico viene de muy lejos. Yo le recuerdo como joven profesor reintegrado a la Facultad de Filosofía y Letras a comienzos de los 70, después de su expulsión política de la Universidad franquista, hablándonos a los estudiantes de entonces -que, dicho sea de pasada, teníamos poca vena «utópica»- de los Desórdenes amorosos de Fourier, un texto sobre el que, entre otros muchos, vuelve ahora, como escritor maduro, en Utopías e ilusiones naturales.
Sin embargo, todos los que nos conocen medianamente bien, a Paco y a mí -y hay unos cuantos entre los circunstantes-, pueden adivinar fácilmente que eso, el tener una vieja relación de amistad y de camaradería política, también puede ser un inconveniente a la hora de hablar del libro. Porque entre las varias cosas que nos siguen uniendo está un profundo desprecio político-cultural por la reseña amiguista y el compadreo de zaguanete, por el lobbiyng o cabildeo intelectual sectario apoyado en los particulares intereses de grandes medios de comunicación, tan característicamente corruptor de la vida literaria y publicística española de las últimas décadas.
Me van a permitir entonces, por respeto a Paco y por autorrespeto, que exprese aquí algunas impresiones y preguntas -pocas, porque me parece que en la presentación de una obra el protagonista tiene que ser el escritor- que me ha suscitado el libro de la forma más objetiva posible, a sabiendas de que tratar de hacer abstracción total de mi vieja relación con el autor sería proponerse una «utopía» en el sentido malo del término, es decir, en el léxico de Paco, un «utopismo».
La casualidad ha querido que en estos día llegara a mis manos el manuscrito de otro libro en ciernes sobre utopías (Utopías realizables) escrito por otro amigo, marxista de larga y coherente trayectoria también, como Paco, y al que también tengo en mucha estima intelectual y política: el sociólogo de la Universidad de Wisconsin Eric Olin Wright. Son dos libros muy distintos, el de Paco y el de Eric, también en sus respectivas orientaciones filosóficas: ¡tanto más interesante -y acaso sintomático- que converjan en esa preocupación! La pregunta entonces que me asalta inmediatamente es ésta: ¿qué lleva a dos marxistas académicamente serios y políticamente comprometidos a interesarse a comienzos del siglo XXI por las «utopías» y a intentar redignificar la palabra misma? ¿Y qué podemos aprender los demás, sus amigos y lectores habituales, de ese giro, si «giro» es?
Porque si algo caracterizó a Marx mismo -prescindamos por ahora de «ismos», como intentó hace unos años el propio Paco en otro libro, también publicado por la Editorial del Viejo Topo-, es la hostilidad declarada a todo hábito mental utópico y a la acción política fundada en esos hábitos, incapaces, en su opinión, de generar otra cosa que un estéril doctrinarismo pedante de intelectuales «sueltos»:
«… la utopía, el socialismo doctrinario, (…) supedita el movimiento total a uno de sus aspectos, (…) suplanta la producción colectiva, social, por la actividad cerebral de un pedante suelto y (…), sobre todo, mediante pequeños trucos o grandes sentimentalismos, elimina en su fantasía la lucha revolucionaria de las clases y sus necesidades, (…) este socialismo doctrinario, (…) en el fondo no hace más que idealizar la sociedad actual, forjarse de ella una imagen limpia de defectos, y quiere imponer su propio ideal a despecho de la realidad social.»
Eso lo dijo un Marx ya bien entrado en años en La lucha de clases en Francia. Pero la idea de base, lo que podríamos llamar «antiutopismo metodológico» de Marx, tiene raíces teóricas y prácticas muy hondas; atraviesa toda su vida intelectual y política.
Está ya en su juvenil Crítica de la Filosofía del Derecho hegeliana:
« No basta con que la idea tienda a la realización; la realidad misma debe tender a la idea.»
Y a mitad del camino de su vida, en los Grundrisse, encontramos el «antiutopismo metodológico» graciosamente expresado como crítica de la «Donquijotería»:
«Si no halláramos ya en la sociedad, tal como es, las condiciones materiales de producción -y las consiguientes relaciones de tráfico social- necesarias para una sociedad sin clases, todos los intentos de voladura [del presente orden social] serían Donquijotería.»
Seguramente fue un desacierto léxico de Engels contraponer «socialismo utópico» a «socialismo científico», «utopía» a «ciencia». (Aunque como bien observa Paco [p. 158], el de «ciencia» es un concepto históricamente indexado; y es anacrónico cargar a Engels -o a Moro, o a Campanella, o aun a Newton- con el significado que atribuimos hoy a la palabra «ciencia» y especular gratuitamente con la célebre dicotomía a partir de una falacia de equivocación.) El pensamiento «utópico» no se oponía en Marx -ni en Engels- a lo que hoy llamaríamos «ciencia». Precisamente una de las cosas más interesantes del rastreo que hace Paco de la literatura utópica moderna es la impronta general «cientificista» (en el sentido actual de la palabra) que descubre en buena parte de ella, aun en la más «literaria». La «Donquijotería» puede andar perfectamente pertrechada con andamiajes «científicos» y aun dárselas de «ingeniería social científicamente fundada»; pero no pasa de Donquijotería, en el sentido de Marx, porque no se molesta en indagar, teórica y prácticamente, si también «la realidad tiende a la idea», si en la sociedad actual está ya presente el embrión de la venidera (las famosas «condiciones materiales»); porque, en suma, «quiere imponer su propio ideal a despecho de la realidad social».
Cuando -y allí donde- el socialismo llegó a ser expresión doctrinal de un movimiento obrero maduro lanzado a la ofensiva, la utopía y la Donquijotería pasaron. No por retórica infatuación «cientificista». Sino por consciencia adquirida -y acaso falsa- de que el movimiento mismo y sus crecientes logros políticos y contrainstitucionales eran ya embrión de lo venidero, «realidad que tendía a la idea». Por eso pudo decir a comienzos del siglo XX Rosa Luxemburgo que la socialdemocracia no tenía nada que hacer en la sociedad civil burguesa, salvo «preñarla con la Revolución». Y por eso, al tiempo que criticaba las utopías «demasiado analíticas» -como bien nos refiere Paco en su libro-, habló el comunista Gramsci, en plena tormenta revolucionaria de postguerra, de los consejos obreros como «embrión» de la sociedad futura. Y algo parecido vale también para el anarquismo y el anarcosindicalismo catalán de los años 30, asentado en una imponente retícula contrainstitucional «real» que poco o nada tenía que envidiar a la construida por la socialdemocracia alemana y austriaca antes de la Gran Guerra.
Y al revés, el brotar del utopismo, el florecer intelectual de la «Donquijotería» -de las ideas que se pretenden «realizables», sin afán de que la realidad «tienda a la idea»-, prosperan casi siempre en terreno abonado por la derrota y la disolución de los movimientos sociales reales. El socialismo utópico -el moral y edénico de un Cabet o de un Fourier, no menos que el tecnocrático e industrialista de un Saint Simon- no podría explicarse históricamente sin la terrible derrota de la democracia revolucionaria robespierreana tras Termidor, y de su último coletazo, la conspiración babuvista de los iguales. (Esa es una lección, dicho sea de paso, que el adolescente Marx aprendió de su futuro suegro, el fascinante Barón von Westphalen.)
Precisamente una de las cosas más interesantes del libro de Paco y de su largo paseo por buena parte de las utopías, las casiutopías, las parautopías y aun las distopías que ha producido la cultura moderna, es su cabal consciencia de que ellas suelen ser hijas, o de tremebundas derrotas, es decir, de la interrupción epocal -normalmente violentísima- del hilo intergeneracional de un movimiento político popular, o de un gran desastre social y civilizatorio. Él lo dice con estas hermosas palabras [p. 139]:
«Estamos tan acostumbrados a que nos cuenten su historia los vencedores de la Historia que muy pocas veces nos damos cuenta de que de las historias de la historia la más interesante es aquella que un día se contó y luego se perdió para la mayoría, que son los perdedores de la Historia».
El pensamiento político propiamente moderno -el de los derechos naturales de los individuos y de los pueblos- nació y prosperó en España, en una fascinante línea de reflexión que va de Francisco de Vitoria y Bartolomé de Las Casas en la primera mitad del siglo XVI al jesuita monarcómaco Juan de Mariana a comienzos del XVII (famosamente invocado como autoridad filosófica suprema por el fiscal republicano Cook en la instrucción del proceso que llevaría al patíbulo al rey Carlos I en la Inglaterra revolucionaria de 1649). Y esa maravillosa escuela iusfilosófica española, fundadora del derecho natural revolucionario moderno y del derecho internacional público, esa línea de pensamiento, cuya derrota -como la de Don Quijote- signó el comienzo de la decadencia intelectual de nuestro país, fue, según supo oportunamente sugerir el propio Paco en su libro La gran perturbación (1995), reacción -magnífica reacción- a la catástrofe civilizatoria de la «destrucción de las Indias».
Ahora, en Utopías e ilusiones naturales, Paco nos presenta a un Tomas Moro hijo en cierto modo también de la catastrófica experiencia de la genocida aventura conquistadora del Nuevo Mundo. Y a un Savonarola políticamente destruido y física y moralmente aventado por la reacción florentina antirrepublicana. Y a un Thomas Münzer utópico, espantosamente derrotado en una guerra de clases de crueldad inusitada. Y ya en el siglo XX, a un Zamiatín distópico, hundido en la desesperación y apenas reflotado por la ironía sarcástica. Y a un Bloch que recupera la utopía («concreta») y se avilanta a forjar el «principio esperanza» nada menos que en el momento patéticamente definido por Walter Benjamin -trágico símbolo, donde los haya, del derrotado inteligente de nuestra época- como la «medianoche del siglo». Etc., etc., etc.
Háganse con un ejemplar de Utopías e ilusiones naturales; es un libro estupendamente editado. Y léanlo. Vale la pena. Molestará a quien tiene que molestar (¡hay gente descontentadiza!). Está bien escrito. Cuenta «historias que se perdieron para la mayoría.» Y es, claro, el libro de un derrotado lo bastante sensible e inteligente como para no resignarse.
Antoni Domènech es catedrático de Filosofía de las Ciencias Sociales y Morales en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Barcelona. Su último libro es El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista , Barcelona, Crítica, 2004. Es el editor general de SINPERMISO .
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