Como ciudadano del «Norte» que, históricamente, se ha autodefinido como «civilizado», en oposición a cualquier tribu, cultura o geografía que no se dejase amoldar (y esto, tanto a efectos teóricos, como a efectos prácticos) a su euro-céntrica visión del mundo, tengo que asumir, no la culpa, sino la responsabilidad y el conocimiento cabal del colonialismo […]
Como ciudadano del «Norte» que, históricamente, se ha autodefinido como «civilizado», en oposición a cualquier tribu, cultura o geografía que no se dejase amoldar (y esto, tanto a efectos teóricos, como a efectos prácticos) a su euro-céntrica visión del mundo, tengo que asumir, no la culpa, sino la responsabilidad y el conocimiento cabal del colonialismo y sus consecuencias en nuestra todavía estrecha forma de analizar las problemáticas concretas, seculares, del mundo actual-por problemas me refiero aquí a aquellos susceptibles de comprensión sociológica positiva, no a otros problemas de pelaje más existencial : si bien creo que tales problemas existen, dudo mucho que sean susceptibles de comprensión meramente positiva-, cuando surgen más allá de los límites geográficos de Europa y EE.UU. A mi modo de ver, no menos chauvinista puede ser el sentimiento europeísta de las elites políticas de la Europa-fortaleza que el patriotismo norteamericano que tanto criticamos en Europa. Cabría preguntarse, incluso, si tiene sentido separar ambas geografías (me alejaré de la peliaguda dialéctica de las identidades; por precaución e higiene intelectual, y por miedo a herir sensibilidades demasiado seguras de las mismas), como si éstas tuviesen «formas de ver el mundo» u «formas de actuar» -políticamente hablando- diferentes. A mi juicio, creo, rotundamente, que no, a pesar de que, tanto en los estados unidos como en Europa se puedan localizar no pocas resistencias contra la monocorde teleología política del mercado. No tiene sentido concebir aisladamente a ambas geografías, digo, por el mero hecho de la interdependencia económica de sus respectivas élites políticas y económicas y, claro está, por los respectivos intereses recíprocos que genera tal interdependencia.
Por otra parte, tampoco tengo la menor duda de que en ambas geografías existió, existe, germina y germinará un fuerte rechazo a la concepción puramente economicista de concebir la existencia humana -y dentro de la existencia entra también la política : aquello que Francisco Fernández Buey concibe como una ética de lo colectivo-; el reconocer, verbalizar y visualizar tales resistencias culturales, políticas e intelectuales al Imperio, dentro del mismo espacio, de la misma geografía en la que produce su hegemonía material y cultural -la material, a través de la imposición de sus paradigmas economicistas, echando mano de «cosmopolitas» instituciones como el FMI o el BM, entre otros. La cultural a través de la producción de verdad virtual, cuando no de la producción de discursos cosificadores y trivializadores de las voces del «otro»-, no debe eximirnos del esfuerzo de localizar y reconocer las ideas fuerza contra las que estas resistencias reaccionan. Hoy creo que ya es un hecho histórico reconocido el que, amén de los mecanismos socio-económicos y políticos pertinentes que el Norte reproduce en el Sur, también se han producido y se producen discursos y narrativas del poder que cosifican las voces y las identidades que, tanto desde el Norte como desde el Sur, ejercen resistencia a estos mecanismos de dominio material y simbólico.
Creo que una atenta lectura de los Foucault o Edward Said, por ejemplo, sería pedagógica e ilustrativa para cualquier sensibilidad política que se autodenomine «de izquierdas». Libros como «Reflexiones sobre el exilio», de reciente publicación en nuestras librerías, deberían recomendarse como lectura obligatoria a los integrantes de cierta izquierda que pulula tanto dentro como fuera del espacio político-institucional. Una izquierda que insiste todavía en analizar los problemas socio-políticos, económicos y culturales globales con anteojeras Europeas u occidentales.
Así pues, si asumo la responsabilidad intelectual de las consecuencias del colonialismo, debo responsabilizarme también de las prácticas de la forma política que financió tal labor colonizadora y produjo continuos discursos y narrativas contra el «otro» : El estado-nación. Forma política, por cierto, cuyo discurso comunitario, disfrazado de un falso universalismo, creó al mismo tiempo el cemento socio-cultural y legal que precedió a la expansión, a escala local y global, de las formas capitalistas de producción; formas de producción que, independientemente de los cambios estructurales que hayan podido sufrir a lo largo de su corta -y contingente- historia, han venido perpetuando siempre la servidumbre material y simbólica del Norte con respecto al Sur -y del Norte con respecto al Norte-, a la par que también han ido produciendo fuertes desigualdades socio-económicas dentro de la propia geografía en la que operaba y opera, y a la par, también, de la fetichización, trivialización y mercantilización de toda expresión cultural y artística local, absorbiéndola en sus aceleradísimas coordenadas espacio-temporales de producción… convirtiéndolas en «viejas» u «obsoletas» cuando la función instrumental a la que sirven, la producción de plusvalía, deja de ser efectiva.
En palabras de Vicente Verdú; este capitalismo no sólo produce «verdad» a través de la vertiginosa expansión de las nuevas tecnologías de la des-información, sino que también mantiene las estructuras materiales y simbólicas de dominio que, históricamente, lo han venido caracterizando. Los intentos teóricos que se obsesionan con perfilar una diferencia cualitativa esencial entre la sociedad moderna-industrial y la postmoderna o de servicios, independientemente de su contribución o su éxito analítico, seguirían coincidiendo con la persistencia de ese dominio simbólico y económico. Además, la producción de «verdad», la virtualidad real del capitalismo y su capacidad para convertir la opinión -doxa- en ciencia -episteme-, e incluso de retroalimentarla éntrelos colectivos, como si tal doxa fuese verdad revelada, no es algo que caracterice sólo al «nuevo» capitalismo; siendo francos, la producción de «verdad», los discursos, las narrativas del poder, tienen una estructura y un germen social e institucional verdaderamente complejo y -aparentemente- oculto : instituciones políticas, mass media, intelectualidad afín o lo que Marx denominó el «cognitariado», instituciones transnacionales, think thanks globales.. etc, pero no dejan de cumplir la misma función que, en la era pre-moderna, cumplía la fusión de lo teológico y lo político. En la era moderna hay también un continuo y machacón discurso del miedo, y no sólo en su versión moderna, secular, sino también en su forma pre-moderna, con la apelación a la auctoritas divina, tanto desde las instituciones políticas norteamericanas -aunque no de forma históricamente continuada, pues habría que echar un ojo a las diferentes narrativas que se han ido cocinando a lo largo de su corta historia política- como desde las instituciones políticas de ese «peligroso oriente» en el que, por cierto, nunca se verbalizan ni se hacen visibles las corrientes que se oponen a la fusión de la teología islámica con la política : como siempre, tomando a la parte por el todo, y desde diversos lados, tanto desde el «oriente» como el «occidente» de la aldea global, se logra, rápidamente, crear un enemigo imaginario que, al igual que el Big Brother Orwelliano, sirve no sólo de cohesión social interna, sino también de canalización, hacia fuera, de las energías críticas : lo que une, hacia dentro, es la aversión, el odio al susodicho enemigo, no el esfuerzo colectivo de construir un proyecto político colectivo concreto, ni el esfuerzo crítico compartido por entender los mecanismos de dominio internos, en la propia geografía en la que opera el estado-nación. Hacia fuera, sin embargo, lo que une es el discurso, la narrativa o la imagen que se ha producido del enemigo, y también todos los argumentos, toda la doxa que el entramado político-mediático y académico produce sobre él. Esto sirve de cemento cognitivo a ese odio común al «enemigo» que, por cierto, no sólo habita en una geografía concreta, sino que también puede «colarse»en la propia geografía en la que el estado-nación reproduce su hegemonía.
Antes aludía a la responsabilidad sobre las consecuencias de las prácticas del colonialismo y del estado-nación; dije que asumía esa responsabilidad, al menos en el sentido intelectual del término -los sociólogos o los filósofos no cambian el mundo, lo cambian, para bien o para mal, los políticos que quieren, o no, hacerles caso-. Asumir esta responsabilidad es, también, asumir la necesidad de romper con el discurso parcial, hegemónico y maniqueo, venga de donde venga : bien del discurso anti-oriental de cierto occidente, bien del discurso anti-occidental de cierto oriente; esto tiene como consecuencia el admitir los límites, los errores y los discursos hegemónicos de toda filosofía y ciencia social, de todo conocimiento producido con cualquier resto de autosuficiencia occidental -como no tengo la desfachatez de admitir que conozco al «otro» oriental y sus «peligrosas» motivaciones, y mucho menos toda la diversidad de discursos y corrientes ideológicas que lo componen, me guardaré mucho de hacer de crítico de un otro al que no conozco, prefiriendo remitirme a los discursos y prácticas que sí me son familiares-, pero también, no prescindir de todo aquello que nos pueda servir para tender puentes de diálogo y reconocimiento, teniendo en cuenta las asimetrías y sin paternalismos, aquí y ahora, en el presente, en un presente sin amnesia histórica, pero también sin retóricas de eterno culpable, traducidas en cierto derecho del colonizado a odiar al colonizador -aunque no sea políticamente correcto admitirlo, si bien ningún odio es legítimo, sí puede ser moralmente comprensible, entendiéndolo en sus circunstancias y siendo conscientes, de una vez por todas, de que existieron y existen verdugos y víctimas, y de que son precisamente los primeros los que se aprovechan muchas veces de la legalidad formal del estado-nación para mantener una situación de racismo y discriminación indiscutible, como respuesta al resentimiento razonable de los que apelan a esa misma legalidad formal para, sencillamente, salir de su condición real de víctimas-. Me consta que el pueril esquema de las víctimas y los verdugos puede ser maniqueo, como, de hecho puede serlo toda palabra y todo discurso en boca de según que intereses, circunstancias o actores políticos. El arco semántico de las palabras no puede alejarse de la circunstancia, del residuo histórico y antropológico de una historia conflictiva, así que hacer hacer una necesaria hermeneutica de la sospecha en las palabras y en las imágenes es, hoy día, profundamente necesario para distanciarse de la constante manipulación mediática, política e instrumental cotidiana que sufren. Una vez sí, y otra también.
Hoy en día, sino siempre, pensar no puede ser otra cosa que resistir.
Dejando esto de lado; asumir la responsabilidad sobre el colonialismo y el estado-nación, es asumir las fuertes desigualdades socio-económicas que, tanto en el Sur como en el Norte, ha ido generando, y por lo tanto, mi forma de estar en el mundo no es, no puede ser, exclusivamente, la de una supuesta identidad gallega; ha de ser, precisamente, la de mi identidad como hombre que piensa el mundo desde Galicia. Porque se está, no sólo físicamente, sino en nuestra constitución afectiva : las presencias no son sólo físicas, y hoy día, más que nunca, tenemos medios más que suficientes para sentir la presencia del «otro» que sufre más allá de los límites del estado-nación.
Estoy en el mundo como hombre, mi sentido de la justicia no cambia a pesar de las contingencias que me caracterizan : el ser de clase media-baja, el ser hijo de emigrantes gallegos, el haber nacido en una geografía concreta, !o el mismo haber nacido!, el ser mi piel de color blanca, el ser heterosexual, el ser varón, el haberme educado en una religión concreta, sin yo haberlo decidido, sin haber sido las experiencias las que me hayan brindado una compleja batería de últimas preguntas y respuestas sobre la existencia. Puede que estas contingencias me condicionen, pero no he elegido ninguna de ellas, así que de ningún modo puedo identificarme ciegamente con ellas.
Soy yo mismo, es mi decisión de sentirme o no sentirme parte de alguna comunidad de sentido, lo que debe identificarme; es mí decisión. No puede haber profundo sentido de la libertad y de la justicia, de ningún modo, si a las contingencias que nos hacen, las dotamos de cierto alo de necesidad -en el sentido identitario de la palabra-, si a la contingente pertenencia a una clase u otra, la convertimos en una religión laica, si a la contingencia de habernos educado en la infancia en una religión, la convertimos en causa necesaria para identificarnos a nosotros mismos -¿qué clase de verdades son aquellas que nos son dadas, y no las que desvelamos o descubrimos en nuestra propia existencia?-, si a la contingencia de haber nacido en una geografía, la convertimos en amor patrio, si al color de mi piel lo convierto en fetiche identitario.. o si hago lo mismo con mi inclinación sexual
El orgullo de clase, en un hombre, es instrumental a su necesidad de llamar la atención por la injusticia que sufre : a la contingencia de haber nacido en tal clase, le suma la necesidad de clamar por un mundo que no «es» como «debería ser», y a la contingencia de «ser» de clase baja, paria, le exige al mundo la necesidad de reparar una condición que él no ha escogido. El amor patrio, en un hombre, es instrumental a su necesidad de llamar la atención, o bien por la injusticia y las duras condiciones de existencia en la geografía que construye, habita y comparte con otros hombres, o bien también, en ausencia o miedo de reconocer tal situación, una válvula de escape para sentirse orgulloso de algo, en ausencia de reconocer tal injusticia : ante la contingencia de haber nacido en una geografía deprimida, en donde las condiciones de vida son duras o insoportables, se le exige al mundo la necesidad de reparar una condición que, ninguno de los hombres que la habitan, han escogido. El amor patrio que ignora esta injusticia, sobra decirlo, es ya de por sí potencialmente chauvinista y absurdo.
El orgullo de vincularse a o practicar cierta religión, sencillamente, es también absurdo de por sí; a la contingencia de haber sido educado en determinada confesión en la infancia se le suma la necesidad de perpetuarla acríticamente, o de sentirse orgulloso de verdades que nos han sido dadas y no han sido conquistadas. Verdades que no hemos buscado, ni mucho menos, puesto en duda. Lo absurdo es ya de por sí el propio sustantivo : orgullo. ¿Orgullo?, ¿orgullo para referirse a esas verdades que, al contrario que la autosuficiente y masturbatoria exhibición pública, requieren no poca honestidad y tacto al ser expuestas?. A mi modo de ver, si hay algo que es totalmente contrario a cualquier persona con «sentimientos religiosos»… es precisamente la necesidad de exhibir el susodicho orgullo de «ser»de determinada confesión religiosa.
Se habla siempre como hombre, independientemente de los determinantes espacio-temporales -que existen, pero que no determinan de modo absoluto-; esto es, históricos, culturales, económicos y geográficos; si la creciente y desbordante pasión que sentimos por la diferencia puede tener su justificación teórica e histórica, teniendo en cuenta todas las injusticias y cosificaciones del «otro» que se han practicado en nombre de cierta «universalidad» liberal e ilustrada, en nombre de cierta «universalidad» marxista, o en nombre de cierta «universalidad» cristiana. Si a toda esta pasión, digo, no le oponemos una universalidad que no tenga más categorías que el anhelo político de justicia y dignidad globales, en tanto que hombres que construyen y que habitan, física y espiritualmente, este mundo; si no oponemos a esta pasión, digo, un contra-sentido común global. No conseguiremos nada.
La diferencia, al fin y al cabo -de clase, género, racial, regional-, cuando sufre una injusticia, en el fondo no reclama sino la recuperación de una auténtica «universalidad» y la exigencia ético-política de trascender el «ser» socio-histórico en el que se niega su otredad. Una exigencia ético-política anclada en el anhelo de otra vida… sin necesidad de remitirse a instancias trascendentes : es la reclamación de un «deber ser» de la existencia humana, que reacciona contra el «ser», contingente, de la condición que se sufre.
Es, sencillamente, la exigencia de Justicia.