Desde hace unos años, las autoridades económicas han establecido que el principal problema que hay que combatir es la subida de precios (la inflación). Sin duda, se trata de un asunto grave pero detrás de eso, y sobre todo detrás de la política que proponen para evitarla, hay truco. En este artículo trato de descubrirlo […]
Desde hace unos años, las autoridades económicas han establecido que el principal problema que hay que combatir es la subida de precios (la inflación). Sin duda, se trata de un asunto grave pero detrás de eso, y sobre todo detrás de la política que proponen para evitarla, hay truco. En este artículo trato de descubrirlo de la manera más sencilla posible.
La evolución de los precios es algo muy importante en las economía de mercado en las que vivimos. Como en ellas la producción se programa y el consumo se decide solo teniendo como referencia las indicaciones que dan los precios, si éstos tienen una dinámica perturbada, perturban a su vez la marcha de toda la economía
Además, como las rentas de todos los sujetos económicos se referencian en unidades monetarias, cuando se producen alzas muy exageradas en los precios se resienten también esas rentas, perdiendo valor real y poder adquisitivo.
Es por todo ello que siempre es muy importante que la economía se gobierne sin provocar tensiones sobre los precios que pongan en peligro al conjunto a la economía o que perjudiquen a los grupos sociales más dependientes de sus rentas monetarias.
Ahora bien, dicho esto, es muy importante ser conscientes de que la inflación se desencadena por circunstancias que pueden ser muy diversas y, sobre todo, que no todos los remedios contra la inflación, es decir, todas las llamadas políticas antiinflacionarias, tienen la misma eficacia, el mismo coste social y el mismo efecto sobre los diferentes grupos sociales.
Los economistas y políticos ortodoxos y neoliberales culpan a la subida de precios de dos factores generalmente: de la excesiva circulación de dinero y de la presión que las demandas salariales realizan sobre los costes de las empresas, de modo que éstas se ven obligadas a subir los precios.
Y para hacer frente a esas dos causas de la inflación proponen dos tipos de medidas. Por un lado, subir los tipos de interés, es decir, el precio del dinero. Si este se encarece, habrá menos demanda de medios de pago y, además, los que tengan dinero estarán más interesados en ahorrarlo (puesto que el ahorro será mejor retribuido al subir los tipos de interés) y, por tanto, consumirán menos. El efecto de todo ello será una disminución del dinero en circulación que, según la hipótesis de partida, contribuirá a que bajen los precios.
Además, si se controlan los salarios, las empresas no tendrán la presión sobre los costes y no se verán obligadas a trasladar esa subida de salarios a los precios.
Parece que estas medidas son de una lógica aplastante pero detrás de ellas hay elementos que conviene tener en cuenta para entender su verdadera naturaleza.
Empecemos por sus consecuencias inmediatas.
Casualmente, benefician directamente a los propietarios de capital. Cuando se elevan los tipos de interés los poseedores de dinero (y sobre todo los bancos) reciben más renta y cuando se controlan los salarios es el excedente empresarial el que aumenta.
Aplicando esta política, por tanto, lo que se hace es aumentar directamente las ganancias de los más poderosos y privilegiados.
Por supuesto, en todo caso hay que preguntarse si, a pesar de este efecto tan asimétrico, tienen al fin y al cabo un efecto a la hora de controlar la inflación.
La respuesta es relativamente fácil: efectivamente, permiten controlar la inflación pero a costa de reducir la marcha de la economía, es decir, de disminuir la actividad económica.
Es fácil de entender: cuando los tipos de interés se elevan, se encarece el acceso al crédito. Los bancos y los ahorradores ganarán más pero los empresarios que necesitan dinero ajeno para financiar sus empresas, para mantener el empleo y la inversión, tendrán que soportar costes financieros más elevados y eso les lleva a disminuir su actividad. Además, los consumidores que ven cómo sus rentas salariales pierden poder adquisitivo y que se encarecen los posibles créditos al consumo que pudieran tener a su disposición, reducen sus compras de bienes y servicios.
Es posible que entonces, cuando disminuyan las ventas, que los precios bajen o, al menos, que se frene su subida pero habrá sido a costa de una menor actividad, de menor empleo, de menor inversión…
En conclusión, estas políticas recuerdan el chiste de aquel cirujano al que le preguntaron sobre la operación que acababa de realizar: «Magnífico -dijo-. Ha sido una operación perfecta. Lástima que el enfermo haya muerto». Las políticas liberales contra la inflación hacen lo mismo: controlan los precios matando a la economía.
Y aquí viene otra paradoja. Resulta que a los grandes capitales, a los poderosos que se benefician de todas estas políticas, no le viene nada mal que muera el enfermo, es decir, que haya menos actividad económica y, sobre todo, que se pierda empleo.
Cuando más paro hay es más fácil que las empresas venzan a los trabajadores a la hora de negociar las condiciones laborales y salariales y, en suma, que puedan aumentar los beneficios a su costa.
¿Se comprende ahora por qué los políticos y gobiernos neoliberales han convertido a la lucha contra la inflación en el eje de todas las políticas económicas?