Aunque la situación interior de una economía sea muy saneada, su capacidad para penetrar con aprovechamiento en los mercados internacionales (lo que llamamos su competitividad) es muy importante y, a la postre, seguramente decisivo para mantenerla. Tanto, que normalmente suele haber una estrecha correspondencia entre competitividad exterior y dinamismo y equilibrio internos, sin que sea […]
Aunque la situación interior de una economía sea muy saneada, su capacidad para penetrar con aprovechamiento en los mercados internacionales (lo que llamamos su competitividad) es muy importante y, a la postre, seguramente decisivo para mantenerla. Tanto, que normalmente suele haber una estrecha correspondencia entre competitividad exterior y dinamismo y equilibrio internos, sin que sea fácil que a la larga uno pueda llegar a darse sin el otro.
Durante décadas, la presencia de la economía española en los mercados internacionales estuvo determinada fundamentalmente por dos factores.
Por un lado, los niveles bajos de salarios. Gracias a ello se podía producir una oferta global de bienes y servicios que dado su bajo precio podía asegurarse cierta presencia en el exterior. Aunque, claro está, en condiciones mucho menos favorables que las de otros países más avanzados que competían no a través de precios sino de una manera más «noble» gracias a la mejor calidad, novedad, diseño o valor añadido de sus productos.
La pervivencia de esta estrategia mantuvo a España en una posición de segunda fila en el comercio internacional, detrás de las economía más competitivas, pero al fin y al cabo por delante de otras periféricas que habían estado tradicionalmente desconectadas de los núcleos centrales de la economía internacional.
Pero ni siquiera la posibilidad de mantener salarios más bajos y de ofrecer una gama de bienes y servicios baratos fue suficiente para ir garantizando la presencia en los mercados internacionales. Por eso fue necesario recurrir periódicamente a otro factor que llegó a hacerse consustancial a nuestro modelo de crecimiento económico dependiente y poco productivo: la devaluaciones continuadas de nuestra divisa, una forma espuria pero efectiva de mantener nuestra competitividad frente al exterior.
Nuestro país se modernizó pero de ninguna manera podemos decir que se modificara estructuralmente nuestro modelo económico, de modo que cuando entramos a formar parte del euro su vertiente exterior se mostró singularmente afectada.
A partir de entonces ya no podríamos utilizar el recurso de las devaluaciones competitivas y, para colmo, lo lógico iba a ser (como así ha sido y está siendo especialmente en los últimos tiempos) que la cotización de la moneda europea se estableciera en niveles que fueran favorables a los países más poderosos y no a los periféricos como el nuestro.
Y a falta de la política cambiaria para ayudar a mejorar nuestra posición exterior, está claro que el único mecanismo de ajuste que nos iba a quedar era el de mantener los salarios más bajos que en nuestro entorno. Y, en general, el de seguir especializándonos en mayor medida en la oferta de bienes y servicios de bajo coste y precio atractivo a la demanda exterior.
La opción no estaba exenta de problemas. Por un lado, con la liberalización de los mercados cada vez iba a haber más economía dispuestas a competir con nuestros salarios, haciendo inútil nuestro esfuerzo por mantenerlos reducidos. Por otro, un modelo como el nuestro basado en la construcción, en la demanda interna y en la producción de servicios dedicados a la venta necesita un mercado interno vigoroso, algo que casa dificilmente con la estrategia de restricción salarial continuada, de modo que la única salida que cabría para mantenerlo iba a ser la de recurrir, como se ha venido haciendo, al endeudamiento.
Por eso no es muy realista pensar que pueda ser viable mantener a la larga esta vía empobrecida y empobrecedora de competitividad.
La alternativa que tenemos a nuestro es, sin embargo, bastante complicada. Las empresas más acomodaticias, los bancos y los sectores más oligarquizados de nuestra economía se encuentran cómodos en este modelo. Como resulta obvio a la vista de sus balances, ganan muchísimo dinero de esta forma y el riesgo que asumen es mucho menor. Por lo tanto, no será fácil hacer que se muevan en otras direcciones más convenientes para forjar en nuestro país una auténtica sociedad del conocimiento y un tejido empresarial dinámico e innovador. El hecho de que el 73% de los créditos solicitados por jóvenes empresarios ha sido denegado en los últimos tres meses (según la Confederación Española de Asociaciones de Jóvenes Empresarios ) no es solo una expresión de la crisis que estamos viviendo sino del enorme coste de oportunidad que tiene el haber dado alas a un sistema financiero tan poco dado a apoyar la innovación como el que tenemos en España.
Pero es igualmente evidente que dejar que la economía española se deje llevar por la inercia que marcan estos grupos es muy peligroso y que nos puede llevar a un callejón sin salida en los últimos años.
Por eso me parece que el gobierno central y los autonómicos deberían ser mucho más beligerantes en este sentido. La cuestión ni siquiera consiste en proporcionar más combustible en forma de recursos para que nuestra investigación y la innovación empresarial alcancen cuanto antes mayor velocidad de crucero, en la línea de lo que pretendía el Plan de Dinamización de la anterior legislatura. Eso es fundamental y no se está haciendo en toda la medida en que es preciso. Pero es que, como digo, ni siquiera se trata de solo eso. Para pasar a otra lógica competitiva, que es lo que necesitamos, es imprescindible alcanzar una aceleración extraordinaria que solo podría venir de un amplísimo plan de choque que afectara a casi todas las dimensiones de nuestra política económica y social.
Y me temo que para ponerlo en marcha, el principal escollo a salvar no viene dado por la escasez de recursos sino por nuestro conservadurismo.
Aunque se han hecho esfuerzos para dotar a nuestras universidades de más medios, ningún gobierno se ha atrevido a adoptar medidas de control que garanticen que esos recursos se canalizan hacia el efectiva incremento de nuestra capacidad de generar conocimiento básico. Aunque se gastan docenas de millones de euros en multitud de programas y planes formativos, ningún gobierno se atreve o es capaz de poner el orden suficiente que evite los solapamientos, la descoordinación respecto a los espacios productivos, la inutilidad de muchos de ellos, ni por supuesto la corrupta gestión que en demasiadas ocasiones les afectan. Aunque las empresas reciben subvenciones millonarias por esos conceptos, nadie es capaz de poner el cascabel de la innovación al gato de rentismo predominante. Y aunque se están llevando porcentajes cada vez más importantes de los recursos nacionales para I+D+i, nadie abre el debate sobre la utilidad efectiva de la investigación militar de cara a mejorar no ya el bienestar humano sino incluso la posición competitiva de nuestra economía.
El presidente Rodríguez Zapatero ha anunciado en varias ocasiones su voluntad de generar en esta legislatura un nuevo impulso a la investigación y la innovación y deberá hacerlo con decisión y acierto si se quiere evitar que el desequilibrio exterior se convierta en un cáncer incurable de nuestra economía. Harán falta recursos, coordinación y mucha decisión política. Pero, sobre todo, imaginación para abrir nuevos caminos y valentía para no dejarse arrastrar por los intereses de quienes una vez más aprovecharán la coyuntura para tratar de aumentar sus privilegios. Ojalá lo consiga porque con el horizonte de 2013 por delante no está claro que haya una segunda oportunidad.
Juan Torres López es catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga (España). Su web personal: http://www.juantorreslopez.com