En días pasados, en otra festinada inconsecuencia histórica, el presidente Bush colocó un signo de igualdad entre los símbolos nacionales de la antigua Unión Soviética y los emblemas nazis, sumándose a las corrientes de la ultraderecha europea que intentan reescribir la historia para falsearla. Semejantes tendencias evidencian la pertinencia de reflexionar acerca de la trascendencia […]
En días pasados, en otra festinada inconsecuencia histórica, el presidente Bush colocó un signo de igualdad entre los símbolos nacionales de la antigua Unión Soviética y los emblemas nazis, sumándose a las corrientes de la ultraderecha europea que intentan reescribir la historia para falsearla.
Semejantes tendencias evidencian la pertinencia de reflexionar acerca de la trascendencia de las ideologías que sobreviven a la vigencia de ciertos símbolos. La fe y las convicciones, componentes esenciales de la espiritualidad humana y elementos de cohesión de las sociedades, se alojan en los mismos espacios de la conciencia, no se remiten en virtud de coyunturas y no suelen necesitar de expresiones externas.
Igualar el ideal comunista que, cierto o equivocado, es resultado de las investigaciones, reflexiones y elaboraciones teóricas de pensadores que espantados por la naturaleza brutal del capitalismo salvaje implantado en la Europa del siglo XIX, trataron de encontrar alternativas a la escandalosa depauperación de la clase trabajadora y la sociedad en su conjunto, con la degeneración nazi, es una infamia, explicable por aquello de que resulta fácil hacer leña del árbol caído.
Carlos Marx fue uno de aquellos sabios, mas no el único, Joseph Prohudon, Lassalle e incluso el Papa León XIII fueron otros. Uno escribió El Capital mientras el Papa redactó la encíclica Rerum Novarum, algunos se afiliaron al comunismo, otros a la socialdemocracia y los católicos crearon las organizaciones políticas laicas, especialmente los partidos socialcristianos pero ninguno promocionó puntos de vista racistas, xenófobos y ni exclusivistas, mucho menos auspiciaron la guerra, la agresión, la colonización ni la eliminación de pueblos y culturas, posiciones características del nazismo hitleriano.
Aun cuando no coincidan con sus puntos de vista políticos o sus presupuestos ideológicos, ninguna universidad, centro de investigación, biblioteca o autoridad intelectual, discute la condición de científico de Carlos de Marx y, de hecho, los preceptos básicos de su pensamiento forman la base de la sociología, la economía política y la filosofía de la historia estudiadas en las más prestigiosas universidades del mundo.
Tampoco se niega que el establecimiento del poder soviético y los esfuerzos para implantar el socialismo en la URSS fueron resultados de un proceso revolucionario legítimo, inclusivo y auténticamente popular que, por primera vez en la historia, intentó establecer un gobierno con un programa encaminado a suprimir la explotación y conceder todo el protagonismo político a los trabajadores.
Aunque a la larga fallido, aquel proyecto en apenas tres décadas sacó al imperio ruso de las tinieblas del feudalismo y convirtió al más atrasado y primitivo país euroasiático en superpotencia mundial, no sólo en el ámbito militar, sino también en el económico, social y cultural. Obviamente semejante hazaña no pudo ser obra de esclavos sino de un pueblo heroico y motivado,
Por otra parte, hoy nadie omite el hecho de que en aquel proceso se cometieron errores, incluso algunos ligados a situaciones de opresión nacional, como fueron los casos de Estonia, Lituania y Letonia, países incorporados al imperio ruso y que con la revolución bolchevique obtuvieron su independencia para, en 1940, en abierta confrontación con el punto de vista de fuerzas políticas y sectores de la población de esos países, ser compulsivamente incorporados a la Unión Soviética.
Se conoce perfectamente que en lugar de responder a la esencia del socialismo, aquellas situaciones fueron resultados de deformaciones introducidas por el stalinismo que, dado lo inconsecuente de la rectificación protagonizada por Nikita Kruzchev, el inmovilismo y la incapacidad para la autocrítica de las administraciones que lo sucedieron, nunca fueron resueltas. Reconocer esas realidades, no es lo mismo que culpar a Carlos Marx por ellas ni asociarlas a una supuesta naturaleza «intrínsecamente perversa del comunismo».
La violencia y la arbitrariedad que bajo diferentes símbolos acompañan a la historia humana forman páginas sobrecogedoras. El martirologio de los cristianos a manos de los emperadores romanos, fue emulado por la crueldad conque actuaron los cristianos conducidos por los papas y los monarcas católicos durante las Cruzadas y no alcanzan a la masiva y brutal represión que en nombre de la propagación de la fe cristiana supuso la evangelización de los pueblos originarios del Nuevo Mundo y la conversión religiosa de los esclavos africanos victimas de la Trata. Estos episodios, junto a la Inquisición y el holocausto judío son impactantes realidades.
Pretender reescribir la historia y prescindir de los símbolos enarbolados en multitud de procesos negativos conllevaría al repudio de las banderas de España, Inglaterra, Francia, Bélgica, Italia, El Vaticano y otros estados europeos, al rechazo a expresiones de la fe, incluyendo a todas las religiones universales, incluso para algunos pueblos, al repudio a la idea de la democracia.
Es comprensible que los pueblos que formaron la antigua Unión Soviética y sus nuevas autoridades adopten nuevos distintivos nacionales acorde con sus tradiciones y sus enfoques ideológicos actuales, lo que carece de todo sentido es que el presidente de los Estados Unidos, país que junto a la Unión Soviética y Gran Bretaña formaron el núcleo de la coalición que mediante intensos combates en los campos de batalla de Europa, el Pacífico, Africa del Norte y el Extremo Oriente derrotaron al fascismo, pretenda igualar los símbolos de aquel decisivo aliado con los del enemigo que juntos combatieron.
Aunque no haya sido viable como sistema estatal, al menos en el primer intento, el comunismo se asocia sobre todo con un sueño y a un ideal para muchos irrealizable, mientras el fascismo es reconocido como una ideología retrograda y brutal y un acto de perversión extrema de la mente humana. Esta vez el burro no tocó la flauta.