En un momento en que los ateos empiezan a dejar de creerse unos proscritos y se lanzan al ataque (como muchos lectores sabrán, a principios del próximo año, autobuses de Londres y de Washington llevarán en sus laterales propaganda de la inexistencia de Dios), en España, sobre todo en el diario ABC, algunos se han […]
En un momento en que los ateos empiezan a dejar de creerse unos proscritos y se lanzan al ataque (como muchos lectores sabrán, a principios del próximo año, autobuses de Londres y de Washington llevarán en sus laterales propaganda de la inexistencia de Dios), en España, sobre todo en el diario ABC, algunos se han lanzado a la defensa del creacionismo, esto es, de la doctrina, hasta ahora agazapada en las cavernas estadounidenses, que afirma la intervención de un ser sobrenatural en el origen de la vida. En portavoz del movimiento antievolucionista se ha erigido el escritor y columnista de dicho periódico Juan Manuel de Prada.
De Prada es, sin duda, y no sólo por esto, de entre todos los escritores españoles vivos –buenos, regulares o malos–, el que sostiene ideas más reaccionarias: la existencia de lo sobrenatural, la monarquía, el derechismo político, la moral burguesa, el neoliberalismo económico… Para hacerlo, a veces, comete errores de bulto, como es no distinguir una ley científica de una opinión o de una fábula.
No hace mucho, se ha encontrado una carta de Albert Einstein, el más grande físico, con Newton, de todos los tiempos, en la que afirmaba su ateísmo y sostenía que la Biblia no es sino un conjunto de cuentos para niños. De Prada pretende apoyarse en esas fábulas para atacar una de las teorías más geniales, si no la más, que ha concebido un hombre, y cuya certeza está avalada por la comunidad científica en pleno y en pruebas experimentales. Teoría, repito, no «idea heredada», como él escribe. Ello debería llevarle a admitir, pero no le lleva, aquello de que Roma locuta, causa finita, siendo aquí Roma el conjunto de los expertos biólogos, antropólogos, paleontólogos, arqueólogos, etc. Para mí, que hasta Teilhard de Chardín implica en su teoría, de cierto matiz deísta, los asertos de Darwin. Pero los fideístas no quieren aprender a diferenciar los «dioses» de la ciencia o de la filosofía, del primer motor de Aristóteles y Tomás de Aquino ni, mucho menos, del Dios de las religiones, ése que hace milagros contra las leyes de la Ciencia y se relaciona personalmente con los seres humanos de unas maneras que a veces resultan ridículas. El Dios imponente, infinitamente todo, por ejemplo, se preocupa por un dolor de muelas, un examen, o por si un adolescente se masturba.
Haré una afirmación rotunda que ayude a ponerse en situación a quien se alinee con De Prada: negar, a estas alturas de los conocimientos científicos, el evolucionismo, es tan disparatado como negar el heliocentrismo del sistema solar o la Ley de la gravedad. Y este hombre lo niega sin dominar el tema, y se opone, él solito, desde su columna, a uno de los dos o tres más grandes genios de la historia de la humanidad y a la legión de científicos que lo han seguido, desde Alfred Russell Wallace hasta Richard Dawkins. Para colmo -¡increíble!-, apoyándose en Eduardo Punset, un divulgador, que a saber si ha afirmado lo que él dice -me extrañaría–, y en Chesterton, un gran escritor, pero absolutamente lego en la materia. Se trata de la osadía de la ignorancia.
Desde esa misma osadía, señala lagunas que, según habrá leído en alguna parte, hoy se pueden señalar al primer darwinismo, lo cual no es sino otra manera de engañar a lectores poco preparados. Hoy en día no hay ningún científico que piense que la teoría de la evolución por selección natural, tal como la enunció Darwin, lo explique todo, ni mucho menos. Pero sí hay bastantes que defienden la Teoría Sintética de la Evolución, que es algo así como un neodarwinismo, es decir, una teoría de la evolución por selección natural a la que se han ido agregando los avances en biología y paleontología de todo el siglo XX. Aunque también los hay que cuestionan totalmente el papel de la selección natural en la evolución. Lo que no cuestiona ninguno es el hecho de la evolución, y es que existe una abrumadora cantidad de evidencias a su favor.
¡Cuánto daño puede hacer una persona como ésta! que, sin argumentos, sin razonar, se dedica a «tranquilizar», desde una postura de derecha extrema, a los que sestean, sobre sus nulos conocimientos, en «la fe de sus mayores», arrullados por ignorantes de una difícil materia, como De Prada. Como De Prada que, de manera vergonzante, habla de la intervención del misterio donde «debería hablar» de la intervención de Dios. Y es que, hasta a él, le debe de resulta poco serio o anacrónico hacerlo.
La verdad del evolucionismo está contrastada, probada, como he dicho. La comunidad científica en pleno la ha respaldado, lo cual, según la ley de Weber-Feschner, equivale a un certificado de veracidad. Es decir, la afirmación del origen de las especies por evolución, sea mediante selección natural sea mediante otro mecanismo, no admite dudas ¿O es que el creacionista piensa que dudar desde una simple creencia puede ser llamado, siquiera, duda? La razón, no ninguna fe, es la que principalmente nos hace sapiens-sapiens.
Yendo al terreno del autor con quien «discuto», que quizá conozca mejor que él, recordaré que hay una encíclica de Pio XII, Divino Aflante Spíritu (1942), en la que definía los once primeros capítulos del Génesis como históricos, encomendando a los científicos creyentes la tarea de demostrar su verdad. Resulta curioso recordar que, precisamente durante el pontificado del propio Alejandro Pacelli, fueran grandemente impulsados los estudios de los géneros literarios en las Escrituras. Pues bien, de estos estudios, se desprende muy claramente el carácter de fábula, mito o leyenda -nunca de historia- de esos capítulos. Tanto la cosmogonía que expresan, como el relato del pecado (prometeico) de Adán, conservan además ecos de religiones mediterráneas más antiguas, pues está probado por los especialistas -también por algunos especialistas cristianos– que el cristianismo es un sincretismo de ellas. Tendría que no olvidar la gente de fe, que, desde Reimarus, mediados del siglo XVIII, esto es, desde que se empezaron a tratar filológicamente los libros sagrados del cristianismo, como se habían tratado desde siempre los escritos de otras religiones u otras filosofías, aquéllos han resultado extraordinariamente vulnerables a la crítica racional. Es muy elemental y fácil de comprender: la demostración racional prueba, sin la menor sombra de duda, que aquello, lo que sea, fue así. Que alguien, o millones de personas, diga: yo creo firmemente que fue de otra manera no demuestra absolutamente nada. Y nada hay que demuestre la existencia de Dios. En este sentido, son los que la afirman a quienes corresponde la prueba. Quienes negamos no tenemos por qué probar nada. Como ya decían los megáricos, en principio, toda negación es verdadera.
Tanto la constitución Nostra Aetate, del Concilio Vaticano II, como el reciente Catecismo de la Iglesia Católica, aseguran que la Biblia es palabra de Dios; o sea -precisan– que es como si tuvieran a Dios por autor. A mí, ante esto, se me ocurren dos observaciones: Primera, que para ser obra de Dios, no sólo contienen demasiadas contradicciones e incongruencias, sino que, sobre todo en el Antiguo Testamento, prescriben y bendicen auténticas infamias. En segundo lugar, que, para ser obras de Dios, no se ve que sean superiores a obras de hombres como el Zend Avesta, el Tao Te King, los Upasnishads, el Mahabarata, el Talmud, El Corán o algunos documentos cristianos extracanónicos, es decir, no considerados inspìrados, como El Pastor de Hermas, Taciano o las Cartas Clementinas. Ni, por supuesto, al Así habló Zarathustra, de Nietzsche.
Que «a mi no me sirva», como dice De Prada, el evolucionismo para explicar la aparición de la inteligencia y, con ella, el desarrollo de la facultad para la creación artística es cuestión de su imposibilidad para comprenderlo, dado el inmenso peso de una determinada cultura que le asfixia, no de la teoría. En todo caso, que mediten los creacionistas sobre el hecho de que la Iglesia no se ha atrevido a condenar el evolucionismo, totalmente opuesto a sus doctrinas sobre el origen del hombre, a pesar de haber tenido siglo y medio para hacerlo.