Unos amigos me han hecho estas dos preguntas: «¿Qué elementos «neutros» (si los hay) debe asumir todo proyecto de izquierdas en un país determinado (lengua, identidad cultural, modo de ser, paridad de género, derecho de autodeterminación) y cuáles «específicos» para ser hoy realmente de izquierdas? En definitiva, ¿qué es hoy y aquí ser de izquierdas?». […]
Unos amigos me han hecho estas dos preguntas: «¿Qué elementos «neutros» (si los hay) debe asumir todo proyecto de izquierdas en un país determinado (lengua, identidad cultural, modo de ser, paridad de género, derecho de autodeterminación) y cuáles «específicos» para ser hoy realmente de izquierdas? En definitiva, ¿qué es hoy y aquí ser de izquierdas?».
En una sociedad basada en la propiedad privada de las fuerzas productivas nunca pueden existir elementos «neutros», y menos los relacionados con la conciencia productiva, es decir, con la capacidad de creación de valores de uso. Por conciencia productiva debemos entender el conjunto de conocimientos que se transmiten a la vez que se amplían de generación en generación garantizando a todo colectivo humano que mantenga o que aumente sus fuerzas productivas, sus capacidades de producción de valores de uso. Se trata, antes que nada, de una fuerza consciente, lúcida y previsora en cuanto a los objetivos concretos que desea producir, sean materiales o espirituales. Al ser una conciencia autoconsciente de lo que quiere, en ella y en su transmisión generacional es decisivo el papel del complejo lingüístico-cultural en su desarrollo, que no sólo en su mantenimiento. Todos los elementos citados entre paréntesis en la pregunta actúan dentro de la conciencia productiva de un pueblo, de una sociedad, formación económico-social y de un modo de producción determinado.
Partiendo de aquí, entendemos perfectamente la enorme carga teórica revolucionaria de la definición que Marx hace de la lengua en uno de sus textos más desconocidos pero más importantes, como son las «Formaciones económicas precapitalistas»: «El lenguaje mismo es tan producto de una comunidad como, en otro sentido, lo es la existencia de la comunidad misma. Es, por así decirlo, el ser comunal que habla por sí mismo». La lengua de un pueblo es el pueblo que habla por sí mismo, es la autoconciencia de la comunidad. Fijémonos en que Marx encuadra esta definición en las sociedades precapitalistas, más concretamente en las sociedades preclasistas o con muy pocas diferencias sociales en su interior. Podemos profundizar en esta teoría marxista recurriendo a la definición de cultura que ofrece Samir Amin en su texto «Elogio del socialismo»: «La cultura es el modo como se organiza la utilización de los valores de uso». S. Amin también enmarca esta definición en las sociedades preclasistas, anteriores a la explotación social y patriarcal, a la opresión política y a la dominación ideológico-cultural.
Tenemos, por tanto, una visión de la lengua como la autoconciencia comunal y de la cultura como la utilización organizada de los valores de uso; una visión de la comunidad que piensa por sí misma mediante su lengua sobre cómo organizar los valores de uso que ella misma produce. Que esta visión no es ni estática e inamovible se comprueba mediante el propio método dialéctico que niega la quietud eterna e insiste en el permanente movimiento y lucha de los contrarios, y mediante los estudios científicos sobre la tendencia al aumento de la productividad del trabajo incluso en las sociedades paleolíticas, como demuestra Leroi-Gourhan en su investigación sobre «Los cazadores de la prehistoria». Dado que actúa la tendencia a la productividad del trabajo, tarde o temprano y por la misma naturaleza de la conciencia productiva y del complejo lingüístico-cultural inserto en ella, la identidad colectiva es siempre sometida a cambios, a adaptaciones enriquecedoras. Tampoco existe la identidad inmutable. Caro Baroja, hablando de los «Problemas vascos de ayer y de hoy», afirma con razón que «Toda identidad es dinámica. Es decir, variable».
Los problemas y tensiones que inevitablemente surgen en toda evolución social, sufren un salto en calidad cuando el colectivo se escinde en dos bloques, uno de los cuales, el minoritario, vive gracias a la explotación del mayoritario. En esta nueva comunidad rota en sí misma, el complejo lingüístico-cultural refleja y porta las nuevas contradicciones sociales que minan su estabilidad porque ha irrumpido el valor de cambio en su forma mercantil, dineraria, que no sólo en su forma de economía de trueque. La investigadora Rocío Silva define como «saber mercancía» lo que se expresa en las primeras escrituras sumerias nada menos que 4000 años adne, ya que expone la mercantilización de los bueyes. Las primeras inscripciones cuneiformes exponían los problemas de la casta comercial en expansión, el precio de las mercaderías, de las esclavas y esclavos, la situación de los almacenes y de las reservas, etc., y todo ello cohesionado por propaganda que reforzaba al poder dominante. No muy poco después, el saber-mercancía integró al «saber propaganda»: La escritura jeroglífica egipcia era pura apología del poder faraónico, y hasta la descripción de la batalla de Qadesh en el -1274 adne, es una versión interesada de Ramsés II, ya que fue más bien un empate militar mejor aprovechado política y propagandísticamente por los egipcios que por los hititas.
Los denominados «modos de ser» se transforman y se enfrentan entre sí en la medida en que la escisión social se impone, apareciendo «modos de ser» irreconciliables basados en antagónicos bloques sociales opresores y oprimidos. La dinámica de ruptura de la unidad comunal inicial, de surgimiento de «modos de ser» diferenciados y luego enfrentados recorre la historia humana desde el surgimiento de la explotación, dejando rastros, huellas y marcas de sus luchas no sólo en los textos escritos por la minoría vencedora, sino directa o indirectamente también en los componentes de queja y dolor social que existen en todas las religiones, en muchas de las herejías, en las visiones milenaristas, en las utopías, en los componentes menos controlados por el poder de lo que se denomina «tradición popular», «cultura popular», etc. Pero la minoría opresora dispone del Estado, de sus instrumentos de producción ideológica y cultural, de su poder normativo y legislativo, y, sobre todo, de sus fuerzas armadas, de su ejército. Todo ello le permite una masiva presión intimidatoria o violenta contra los «modos de ser» resistentes y rebeldes, a la vez que una permanente ideologización por todos los medios para construir otros «modos de ser» obedientes y sumidos, funcionales al poder establecido, colaboracionistas con él como es el caso de las personas que perteneciendo objetivamente a la mayoría explotada, sin embargo, se enrolan en sus fuerzas represivas asumiendo sus valores e intereses y reprimiendo sin remordimientos a sus compañeros y compañeras de sexo, de nación y de clase.
La identidad nacional también se rompe en dos grandes bloques. Un conservador como Disraeli se percató que en toda nación existen dos naciones opuestas, la rica y la pobre. Marx y Engels hablan en el Manifiesto Comunista de que existen dos conceptos de nación, el burgués y el proletario, y, por no extendernos, Lenin comprendió el argumento de Disraeli al visitar Londres, aceptando que, efectivamente, existen dos naciones enfrentadas dentro de una misma nación básica. Lo que cohesiona por dentro a ambos bloques nacionales enfrentados en la misma nación son los restos de la identidad variable resultantes de la compleja dialéctica entre, por un lado, las luchas internas de ambos modelos de nación y, por otro, las presiones externas, sobre todo las invasiones y ocupaciones militares. Para la burguesía, la nación es la base material y moral de acumulación de capital, por eso cree que la nación es propiedad privada suya como lo son también las fábricas, las tierras, los bancos, etc., que guarda en su interior. Para el pueblo trabajador, la nación debe ser propiedad colectiva en vez de privada, y al igual que las fábricas, las tierras y los bancos, etc., deben ser devueltos a quienes los crean con su sudor, su cansancio y con su trabajo, lo mismo ha de suceder con la nación, que debe pertenecer al pueblo. O en otras palabras, la nación debe dejar de ser un valor de cambio, una mercancía propiedad de la minoritaria clase dominante, para devenir en un valor de uso producido y administrado por la comunidad entera.
Desde que surge la propiedad privada, los invasores e imperialistas de todas las épocas han sabido que, por lo general, las clases ricas y propietarias están mucho más dispuestas a negociar con el invasor una condiciones de rendición antes que perderlo todo, que las clases explotadas y empobrecidas, más propensas a resistir al atacante. La explicación es muy simple: los ricos tienen mucho más que perder si se resisten que los empobrecidos y explotados. Para defender su propiedad, los ricos intentan negociar con el invasor y no dudan en colaborar con él para reprimir la lucha de liberación nacional y social iniciada por el pueblo trabajador que, con sus contradicciones y dificultades, va tomando consciencia de que debe avanzar en su modelo colectivo de nación como valor de uso.
Las izquierdas deben asumir esta experiencia histórica; deben desarrollar teóricamente todos aquellos componentes progresistas y democráticos que se mantienen vivos de algún modo en la memoria colectiva, en la cultura y lengua popular; deben combatir todos los componentes reaccionarios y autoritarios que las sucesivas clases dominantes –y los invasores, cuando los haya habido– han introducido en la cultura e identidad; deben luchar para que se extingan históricamente la alienación y el fetichismo mercantil que justifica que la nación sea propiedad de la burguesía, mientras que potencia el valor de uso de la nación emancipada como producto colectivo administrado colectivamente; deben impulsar la creatividad popular para que ésta produzca respuestas nuevas a las nuevas necesidades; debe reinstaurar en el nuevo contesto sociohistórico todas las libertades inherentes a la especie humana genérica, empezando por la superación del patriarcado explotador de la mujer, y por la reinstauración del derecho/necesidad de lo comunal para pensarse así mismo en una autodeterminación permanente.
Pero por «reinstauración» no aludimos a la imposible vuelta al pasado, sino al avance cualitativo en la construcción humana mediante la extinción de la propiedad privada y a la simultánea subsunción e integración en esa nueva realidad de todo lo bueno que ha ido creado el pueblo, la nación trabajadora, durante su historia, todo aquello que ha sido ocultado, negado, tergiversado y reprimido por sus clases propietarias autóctonas u ocupantes, o por su alianza clasista. Por tanto, la forma más coherente de ser de izquierdas en una nación oprimida, aquí y ahora en Euskal Herria, es ser independentista y comunista.