Por un lado, en los medios académicos, mientras las reacciones de los gobiernos, empezando por el de Washington, ante la crisis mundial muestran incluso a los ciegos el papel de clase del aparato estatal y exponen con luz cruda el carácter de clase de sus políticas destinadas a salvar a los capitalistas, hay quienes, impertérritos, […]
Por un lado, en los medios académicos, mientras las reacciones de los gobiernos, empezando por el de Washington, ante la crisis mundial muestran incluso a los ciegos el papel de clase del aparato estatal y exponen con luz cruda el carácter de clase de sus políticas destinadas a salvar a los capitalistas, hay quienes, impertérritos, siguen castigando los cerebros de sus desdichados alumnos con las elucubraciones de Toni Negri sobre la desaparición de las clases y los Estados o las de Ernesto Laclau sobre un «populismo» fuera de las relaciones de clase y de la historia o con las charlas sobre lo nocivo que es el vicio de la política y lo dañino que puede resultar el tratar de quitarles el poder a los que lo están utilizando para acabar con todos nosotros y, además, con el planeta.
Por otro lado, en el terreno de los gobiernos calificados de «progresistas», se dan pasos muy importantes, como la convocatoria de la reunión de Unasur con Cuba y los países caribeños pero sin Estados Unidos ni Canadá (ni Uribe y Alan García, los perritos falderos de Bush), o la incorporación de Cuba al Grupo de Río, rompiendo una cuarentena diplomática de 46 años, y la protesta unánime contra el bloqueo estadounidense a Cuba (que Cristina Fernández romperá simbólicamente con su visita a La Habana del mes próximo). También hacen declaraciones fuertes e importantes sobre la necesidad de reformar la ONU o hay quienes defienden la posición ecuatoriana sobre el no pago de la deuda ilegítima o formulan duras críticas al capital financiero, que precipitó al mundo en la crisis. Pero, mientras tanto, no sólo siguen trabajando en orden disperso y cada país cuida su huertito sino que también se mantiene una actitud fratricida, como la de Montevideo que sigue vetando la candidatura del ex presidente argentino Néstor Kirchner a la secretaría general de Unasur.
Es más: las medidas económicas anticrisis son conservadoras, erróneas, ineficaces y muy semejantes a las que tomaron, llevados por el pánico, los grandes países imperialistas. Por ejemplo, Argentina subsidia a las empresas automotrices (que perdieron la mitad de su mercado en el Mercosur) para que no despidan obreros. Pero las políticas de las filiales en el extranjero de General Motors, Ford, Fiat, Renault y otras está dictada por lo que pasa en el país de origen de dichas empresas y los cierres y suspensiones, por lo tanto, no cesarán ni, por otra parte, un subsidio estatal les podrá compensar la pérdida de la mitad del mercado ni promover, en tiempos de crisis, la compra de autos nuevos. Por ejemplo: se da dinero «estatal» (, en realidad, de los jubilados) a los bancos -que son en su mayoría extranjeros- para que den créditos hipotecarios y al consumo. Al mismo tiempo se le quitan impuestos a los trabajadores que ganan más de 2 500 dólares mensuales pero en cambio no se toca el IVA, ni siquiera sobre las medicinas y alimentos básicos, y a todos los jubilados se les da, por única vez, 65 dólares para las compras de fin de año. O sea, se da poder de compra a quienes más tienen y no a quienes lo necesitan realmente y no se toman medidas contra las suspensiones y despidos, que empiezan a ser masivos (y que requieren defender el empleo, es decir, los ingresos, es decir, el mercado interno). En cuanto al plan de inversiones masivas en obras públicas, aparte de que el 80 por ciento del mismo ya estaba en marcha, efectivamente podría crear cientos de miles de empleos (unos 330 mil, según los cálculos más optimistas) pero a costa de reforzar la actual dependencia del petróleo, del gas y del transporte por autopistas y en camiones fabricados por las transnacionales.Tanto en la academia como en los gobiernos hay una manifiesta incapacidad para ver la realidad de frente y desprenderse de los vendajes ideológicos del capitalismo que los ciegan.
Sin embargo, si las automotrices cierran, es posible ocuparlas y mantenerlas en producción y el Estado puede financiar el cambio de la producción de autos individuales para fabricar vehículos y maquinarias agrícolas de bajo costo y potenciar el transporte público, del mismo modo que, en vez de subsidiar a las petroleras extranjeras, es posible desarrollar la energía eólica de la Patagonia o la utilización de las mareas patagónicas (hay estudios al respecto desde hace casi ochenta años, que fueron saboteados por las compañías eléctricas privadas). Y si se trata de hacer un plan anticrisis ¿por qué no hacer una consulta, con las poblaciones rurales y urbanas y especialistas universitarios, sobre las prioridades y la factibilidad y costo de los proyectos que ellos presenten, para formular un Plan Nacional de Desarrollo, en vez de dejar todo a la merced de la improvisación de los tecnócratas y de los aventureros y corruptos que plagan el supuesto sistema de control público de los gastos?
Si para hacer frente a la crisis y, aún más, a lo que pudiera venir en los años próximos, se sigue dependiendo del libre mercado mundial para determinar qué producirán los campos argentinos y de la apuesta a que China no producirá soja y seguirá importándola, el país, por rico o por gran productor de alimentos que sea, estará en manos de un puñado de grandes exportadores de granos, de un mercado de productores rurales parecido a una ruleta, no tendrá ni siquiera firme su seguridad alimentaria y en las ciudades podrían estallar incluso hambrunas y motines: la multitudinaria marcha obrera en Buenos Aires del 12 de diciembre no por casualidad se hacía «Contra el hambre». Financiar a los bancos y a las grandes empresas y supermercados (todos ellos, para colmo, transnacionales), como muestra el ejemplo estadounidense, equivale a tirar dinero por el inodoro porque unos y otros seguirán despidiendo si sus trabajadores se lo permiten y si no hay trabajo garantizado y un futuro previsible, nadie gasta en cosas superfluas. Lo realista, en cambio, es invertir en un desarrollo alternativo, no guiado por el lucro capitalista y dar la voz a quienes «los progresistas» consideran sólo objetos de las políticas ministeriales.