En su biografía de Descartes, Richard A. Watson alude al cardenal francés Jacques Davy du Perron, de quien el filósofo derivó, al parecer, su título nobiliario de «señor de Perron». El citado cardenal, antes de alcanzar tan alta categoría eclesiástica, en audiencia concedida por Enrique III, rey de Francia, formuló un ataque devastador contra el […]
En su biografía de Descartes, Richard A. Watson alude al cardenal francés Jacques Davy du Perron, de quien el filósofo derivó, al parecer, su título nobiliario de «señor de Perron». El citado cardenal, antes de alcanzar tan alta categoría eclesiástica, en audiencia concedida por Enrique III, rey de Francia, formuló un ataque devastador contra el ateísmo y dio varias pruebas de la existencia irrefutable de Dios. Ante ello, el rey mostró honda satisfacción y le hizo saber en cuánto estimaba su elocuencia y su preparación teológica. Acto seguido, escribe Watson, «Du Perron objetó, con modestia, que no tenía importancia, y ofreció regresar al día siguiente y usar las mismas pruebas para argumentar a favor del ateísmo y demostrar que Dios no existía. Enrique se escandalizó y expulsó a Du Perron de la corte. No por largo tiempo, porque su lengua áurea era útil».
Cuando la religión vuelve a ser motivo de conflictos en vastas zonas del planeta, esta anécdota tiene validez hoy. Conviene recordar que se produjo en la segunda mitad del siglo XVI, cuando Francia se desangraba en las guerras de religión entre católicos y protestantes (ocurrió en 1583, entre la 7ª y la 8ª guerras), con su secuela de ejecuciones en la horca o en la hoguera, edictos sobre prácticas religiosas, asesinatos en masa de quienes no profesaban la propia religión, conjuras y conspiraciones sin cuento.
Si lo ocurrido en la corte francesa hubiera alcanzado difusión entre el pueblo -como lo permiten hoy los medios de comunicación-, a éste le hubiera sido más fácil conocer que, tras la fachada de una disputa sobre lo que parecían ser esenciales aspectos teológicos, lo que había en realidad era un forcejeo por el poder. No solo dentro de Francia, entre las estirpes más influyentes y ambiciosas, sino también entre las potencias de la Europa moderna, donde el Papado seguía interviniendo, aunque carente ya del ascendiente que había tenido en épocas anteriores.
Eso no habría evitado la sangre derramada en la llamada «Noche de San Bartolomé», el masivo asesinato de protestantes perpetrado once años antes del hecho narrado, pero las pasiones reinantes, azuzadas por el poder político, que se apoyaban en elementos de la teología, se hubieran atemperado y no hubiera sido tan fácil engañar al pueblo por motivos religiosos. Poco más de un siglo después bastantes ciudadanos rusos murieron a causa de la pugna entre los partidarios de santiguarse con dos o con tres dedos, en la época de las reformas europeizantes con las que el zar Pedro I el Grande quiso modernizar por la fuerza a sus rutinarios y supersticiosos súbditos.
En estos y en otros muchos casos análogos, era el ejercicio del poder lo que estaba en juego, entre grupos que perseguían intereses que poco tenían que ver con la religión, aunque para forzar los movimientos de masas en los que apoyarse fuera preciso recurrir a la manipulación de unos pueblos incultos, ciegamente entregados a sus dirigentes religiosos. Conviene, por tanto, contemplar los conflictos aparentemente religiosos, que también hoy nos acosan, a través de la óptica que permite descubrir dónde está en ellos la pugna por el poder.
Estas reflexiones son de aplicación en España, cuando la jerarquía católica viene promoviendo concentraciones públicas, casi siempre hostiles al Gobierno, con diversos pretextos religiosos, como defender su propio concepto de la familia (que no está amenazado porque se acepten también otros conceptos no coincidentes con él) o impedir que quienes desean abortar o profundizar en las investigaciones genéticas, por citar solo dos ejemplos, lo hagan libremente. Se utilizan absurdos neologismos de resonancias teológicas (como «cristofobia» o «estadolatría») para calificar lo que no es otra cosa que la simple ejecución de lo que la Constitución establece respecto a las relaciones entre Estado e Iglesia.
Esto permite deducir que en el fondo de lo que sucede existe, aquí y ahora también, una lucha por el poder. El poder perdido por la jerarquía católica española desde que fue derogada la anterior legislación del Estado, uno de cuyos principios fundamentales era: «La Nación española considera como timbre de honor el acatamiento a la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspirará su legislación». Y que no puede ni desea adaptarse al texto de la Constitución de 1978: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones». Texto que, por otra parte, muchos desearían reformar, por lo que encierra de preferencia hacia una religión concreta.
Poder o religión: esta es la cuestión, podríamos concluir, parafraseando modestamente a Hamlet. La respuesta, en la mayoría de los casos, es la del título de este comentario: «poder y religión»; cada uno utilizando o intentando utilizar al otro, como la Historia sobradamente nos muestra.
* General de Artillería en la Reserva