Si el humanismo de la Era Moderna significa una reacción y un desafío a la hegemónica autoridad eclesiástica y escolástica en el siglo XIV, al bordear el siglo XVI los humanistas reaccionan contra la realidad presente del Renacimiento. Por un lado contra el poder arbitrario de la iglesia católica y por el otro contra el […]
Si el humanismo de la Era Moderna significa una reacción y un desafío a la hegemónica autoridad eclesiástica y escolástica en el siglo XIV, al bordear el siglo XVI los humanistas reaccionan contra la realidad presente del Renacimiento. Por un lado contra el poder arbitrario de la iglesia católica y por el otro contra el poder creciente de la nueva cultura capitalista. En Diálogo de las cosas ocurridas en Roma (1527) de Alfonso de Valdés, por ejemplo, podemos reconocer la voz crítica desde dentro de la iglesia contra la corrupción del Vaticano. Otros humanistas católicos, como Erasmo de Rótterdam, sin preverlo, allanaron el camino crítico a la revolución protestante de Martin Lutero.
Pero un fenómeno significativo consiste en la aparición esporádica de utopías no relacionadas con la tradición bíblica. En palabras de Gramsci «la religione è la piú ‘mastodontica’ utopia» (Quaderni del Carcere, 1933). Una de ellas, quizás la más famosa, fue Utopia (1516) de Tomás Moro. Si bien esta obra tiene similitudes con La República de Platón, y se enmarca en una misma tradición intelectual, difiere en algunos elementos significativos. También es significativo el hecho que esta isla fuese ubicada en lo que sería después América y fuese descrita por Raphael Hythloday, un supuesto marinero al servicio de Américo Vespucio, el primer explorador en dejar constancia de su conciencia de un nuevo mundo. Sir Thomas More fue un lector atento de las crónicas de Vespucci. Esta isla de perfecta armonía, ética y material es, al decir de Joyce Herthzler, todo lo contrario de lo que era la Inglaterra de la época (History, 133). Según una de sus voces, Hythloday se encontró con ciudades llenas de gente y organizadas sobre códigos éticos y sabias leyes que trascendían las meras leyes del mercado. Uno de los valores centrales de Utopia radica en el concepto de igualdad, propia de los humanistas anteriores y fundamental en los revolucionarios de siglos posteriores, desde la revolución Francesa hasta las promovidas por el pensamiento marxista en el siglo XX. En materializar esta igualdad consiste el paso ético y revolucionario de una sociedad que progresa. Pero esta igualdad básica, entendida como inherente a la condición humana, encuentra su obstáculo más grande en la propiedad privada que conduce al ansia de conquista y a desarrollar el instinto de codicia. «Thus I do fully persuade myself, that no equal and just distribution of things can be made, nor that perfect wealth shall ever be among men, unless this propriety be exiled and banished». En el Segundo libro de Utopia, Moro describe la sociedad perfecta donde sus individuos han alcanzado un nivel ético necesario para no desear tomar más de lo que necesitan. Si no existe la codicia, nadie debe temer que escaseen los bienes materiales. Si éstos no escasean, nadie pedirá más de lo que necesita. «Seeing there is abundance of all things, and that it is not to be feared, least any man will ask more than he needeth». El elemento simbólico, el signo de estos tiempos, otra vez, es el oro. El símbolo de la codicia no significa nada donde no existe la codicia. La fiebre del oro es representada como un síntoma de infantilismo, es decir, de inmadurez histórica, propia de un individuo proveniente de una sociedad enferma o atrasada. Cuando un embajador cargado de joyas llega a Utopia, un niño se lo señala a su madre y ésta responde: «creo que ese debe ser el embajador de los tontos».
Todos estos valores inversos a la naciente cultura capitalista y cristiano-renacentista aparecen anotados y repetidos en las cartas y crónicas de Américo Vespucio, casi siempre dirigidas a Lorenzo di Pier Francesco de Medici, en Florencia, entre 1500 y 1505. Sin embargo, Vespucio, a quien podemos considerar el primer antropólogo en América, es más un representante de la nueva mentalidad cristiano-capitalista que Moro, quien estaba preocupado por una crítica a su propia Europa desde un punto de vista humanista. Vespucio deja claro que los habitantes del Nuevo Mundo son bárbaros y se cuida de detallar y hacer verosímil el canibalismo de sus habitantes y la falta de «reglas». No obstante muchas otras poblaciones carecían de estas costumbres aborrecibles por la sensibilidad civilizada. Vespucio encuentra grandes poblaciones «donde había tanta gente que era maravilla, y todos estaban sin armas, y en son de paz; fuimos a tierra con los botes y nos recibieron con gran amor». Hablando de canibalismo, anota que «ellos se maravillan porque nosotros no matamos a nuestros enemigos, y no usamos su carne en las comidas». Vespucio condena el canibalismo de los nativos al mismo tiempo que celebra sus propias matanzas. Allí donde no eran recibidos por las buenas se hacían recibir por las malas, hasta que «al fin de la batalla quedaban mal librados frente a nosotros, pues como están desnudos siempre hacíamos en ellos grandísima matanza, sucediéndonos muchas veces luchar 16 de nosotros con 2.000 de ellos y al final desbaratarlos, y matar muchos de ellos; y robar sus casas». En una oración, casi derrotados, un portugués de 55 años se puso a orar y, gritando, dijo «hijos, dad la cara a las armas enemigas, que Dios os dará la victoria; y se puso de hinojos e hizo oración […] y al fin los desbaratamos, y matamos a 150 de ellos quemándoles 180 casas». Cuando encuentran mujeres excepcionalmente grandes que los llevan para darles refresco, Vespucio y sus soldados se ponen de acuerdo «en raptar dos de ellas, que eran jóvenes de quince años, para hacer un regalo a estos Reyes». Vespucio demuestra la misma mentalidad conquistadora que legitima sus crímenes por una empresa imperial y religiosa. En este mismo siglo, otro humanista, Michel de Montaigne acusaría en 1589 a los europeos de ser peores que los caníbales, ya que por ambición se permitía esclavizar a la mayor parte de la humanidad en nombre de la religión y la justicia. Shakespeare, poco después razonará que no era posible calificar de bárbaros y salvajes a los pueblos de la periferia; «lo que ocurre es que cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costumbres». (Continúa)
Al volver del Nuevo Mundo, Américo Vespucio refirió a sus europeos las extrañas virtudes que había encontrado del otro lado del océano. Los bárbaros carecían de la codicia y vivían en una región del mundo bendecida por el clima. Esa América poseía las bondades geográficas de la que carecía la tórrida África por lo que, como Colón, Vespucio «pensaba estar cerca del Paraíso terrenal» donde «dificultosamente tantas especies entrasen el en Arca de Noe», mientras que sus habitantes «no tienen ni ley, ni fe ninguna y viven de acuerdo a la naturaleza. No conocen la inmortalidad del alma, no tienen entre ellos bienes propios, porque todo es común: no tienen límites de reinos y de provincias: no tienen rey: no obedecen a nadie, cada uno es señor de sí mismo, ni amistad ni agradecimiento, la que no le es necesaria, porque no reina en ellos codicia: habitan en común en casas hechas a la manera de cabañas muy grandes y comunes, y para gentes que no tienen hierro ni otro metal ninguno, se pueden considerar sus cabañas o bien sus casas, maravillosas, porque he visto casas de 220 pasos de largo y 30 de ancho, y hábilmente construidas y en una de esas casas había 500, o 600 almas» (Cartas, 1502).
Sus habitantes, insistía Vespucio, se distinguen por la belleza y juventud de sus cuerpos, aún al otro día de parir; rara vez se enferman y con frecuencia viven más de cien años; «los médicos tendrían un mal pasar en tal lugar». Le llamó la atención que guerreen unas tribus con otras sin saber ellos mismos por qué lo hacían, «puesto que no tienen bienes propios, ni dominio de imperio, o reinos y no saben qué cosa es la codicia, o sea bienes, o avidez de reinar, la cual me parece es la causa de las guerras y de todo acto desordenado». En otro momento asume que hace la guerra por pasión, no por ambición. «Sus habitantes no estiman cosa alguna, ni oro, ni plata, u otras joyas», pero el conquistador, el empresario del naciente capitalismo europeo declara su esperanza de que «no pasarán muchos años que le aportará a este Reino de Portugal, grandísimo provecho y renta».
Esta notable diferencia por la estimación de las riquezas metálicas, llega al punto de que en Europa, se queja Vespucio, «me calumnian porque dije que aquellos habitantes no estiman ni el oro ni otras riquezas». «Pueden llamarse más justamente epicúreos que estoicos. No son entre ellos comerciantes ni mercan cosa alguna». En La lettera de 1505 observa que aquellos los nativos «no usan entre ellos matrimonio, cada uno toma las mujeres que quiere, y cuando las quiere repudiar las repudia sin que se le tenga por injuria ni sea una vergüenza para la mujer, pues en esto tiene la mujer tanta libertad como el hombre». «Las riquezas que en esta nuestra Europa y en otras partes usamos, como oro, joyas, perlas y otras riquezas, no las aprecian en nada, y aunque las poseen en sus tierras no trabajan para obtenerlas ni las estiman. Son liberales en el dar, que por maravilla os niegan cosa alguna».
Estos rasgos de vital sensualidad y libertad sexual, junto con la carencia de codicia por valores monetarios, serán distintivos y opuestos de la Europa cristiano-capitalista -además de la rara costumbre de bañarse con mucha frecuencia- que criticarán los humanistas como Tomás Moro. En consonancia con los revolucionarios latinoamericanos del siglo XX, Moro revindicará el placer como condición inseparable de la felicidad humana. Para los utópicos, era una locura procurar el dolor o eliminar el placer de la vida, razón por la cual prescribían, sobre todo, los placeres intelectuales.
Tomás Moro, a través de la voz de sus personajes, hace explícita una crítica a su tiempo, señalando paradojas que hoy atribuimos a la lógica de una ideología o de una cultura hegemónica. Para Moro existía una conspiración entre los ricos del mundo procurando su propio beneficio bajo el venerable título de commonwealth. Más de tres siglos antes de Carlos Marx y más de cuatro siglos antes de Antonio Gramsci o Louis Althusser, Tomás Moro entendió que una clase hegemónica había inventado «todo tipo de artilugios, primero para mantenerse seguros, sin temor de perder sus riquezas injustamente obtenidas y segundo para continuar abusando del trabajo de los pobres a cambio de la menor compensación posible». El rechazo de un sistema y una cultura basada en la codicia y la propiedad, representada por la necesidad de oro y capitales, entiende la pobreza como una simple carencia de dinero, pero si éste desapareciera desaparecería la pobreza también. En Utopía -como en la América de Vespucio- no existe lo que codicia la Europa del Renacimiento -oro, dinero, capitales-, como tampoco existirá en La ciudad del Sol (1623) de Tomás Campanella. Los utópicos de Moro desprecian la guerra que no sea en defensa propia, es decir, las guerras de los conquistadores.
Como vimos en otros ensayos, para los revolucionarios y los escritores de la «Literatura del compromiso», el oro será en América símbolo y realidad de su maldición, la corrupción y la pérdida de los valores comunistas que se expresan en Utopía. Según Herthzler, Platón era de la idea de que el comunismo eliminaría las razones del egoísmo y así aseguraría la solidaridad del estado («Communism, he thought, would eliminate the motive of selfishness, and finally secure the solidarity of state») Una vez en el poder de la isla de Cuba -la isla de Utopia, próxima al gran continente americano-, Ernesto Che Guevara se lamentará de la dificultad de destruir de una forma más rápida el sistema social basado en el dinero, aunque asume que ese tiempo utópico llegará más tarde o más temprano. «Porque el salario es un viejo mal, es un mal que nace con el establecimiento del capitalismo cuando la burguesía toma el poder destrozando el feudalismo, y no muere siquiera en la etapa socialista. Se acabará como último resto, se agotará digamos, cuando el dinero cese de circular, cuando se llegue a la etapa ideal, el comunismo». (Obra, 1967).
Como presidente del Banco Nacional de Cuba, los billetes de cinco, diez y veinte pesos llevarán su firma, un garabato «Che» que, según el mismo autor, representaba toda su ironía por un símbolo que representaba el mal de la humanidad.
La tradición crítica asume que América fue, desde el inicio de la conquista, producto de las utopías europeas. Creo que son necesarias dos aclaraciones. Si asumimos este precepto, ampliamente sugerido por los datos que disponemos, debemos precisar de qué tradición estamos hablando. Por un lado el humanismo y por el otro el capitalismo cristiano, dos ideologías opuestas aunque muchas veces usadas como instrumentos ideológicos en colaboración. Una marcó para siempre el pensamiento occidental y la otra la práctica, gran parte responsable de la acción de Occidente sobre sí mismo y sobre el resto del mundo.
Por otra parte -en un trabajo más extenso desarrollamos este punto-, todavía queda pendiente aclarar el rol que jugó la presencia de América en las utopías europeas y viceversa, más allá de vincularlo a la mitología clásica europea, y qué parte procedió de la propia cosmología indoamericana, tan diferente a la dominante en Europa desde el principio de la Conquista americana y desde el nacimiento de la Era Moderna. Una hipótesis que debería ser problematizada radica en cuestionar la sobrevaloración de la herencia griega y europea en la formación de la cosmología americana y volver la mirada a esa «masa muda», más bien enmudecida por la violencia de la Conquista primero y por las culturas hegemónicas de Europa y Estados Unidos después. Desde un punto de vista ilustrado, la presencia de la cosmovisión amerindia y de los pueblos colonizados en general ha sido casi inexistente hasta el siglo XX. Pero ha estado ahí, latente y determinante. Porque reprimido no significa muerto sino todo lo contrario.