Somos peligrosos bichos de consumo, aunque ese desvío de la especie está tan sólidamente cristalizado en nuestras percepciones, que cargamos con nuestros tics de consumidores con la misma resignación con la que se carga la estatura o la neurosis. Y la cuestión más jodida no es que estemos empujados todo el tiempo a comprar algo, […]
Somos peligrosos bichos de consumo, aunque ese desvío de la especie está tan sólidamente cristalizado en nuestras percepciones, que cargamos con nuestros tics de consumidores con la misma resignación con la que se carga la estatura o la neurosis. Y la cuestión más jodida no es que estemos empujados todo el tiempo a comprar algo, sino la puesta en sentido de valores publicitarios dentro de nuestra subjetividad.
Pasan cosas raras entre la ficción y la realidad. Es más, cada uno tiene su propia idea de lo que es ficción y lo que es realidad. Y a eso debe sumársele que vivimos rodeados de una realidad superpuesta a otra (la realidad mediática sobre la vida real), que desenfoca permanentemente nuestras percepciones e ideas para reenfocarlas hacia donde ella las orienta. La realidad mediática, por otra parte, está compuesta por capas que por ejemplo, en la actualidad, hacen que dentro de todas las ficciones televisivas diarias se haya incorporado la publicidad no tradicional, de modo que personajes de ficción consumen papas fritas de verdad o se toman un analgésico de venta libre.
Los deseos son reales, forman parte de nuestras vidas reales, igual que las frustraciones y los miedos. Pero incluso ese entramado de sustancia nuestra, de sustancia esencial, eso que somos antes que mujeres u hombres, antes que altos o bajos o lindos o feos, adquiere formas ficcionales proporcionadas por la realidad mediática. De acuerdo con esa imaginería colectiva impulsada por los medios, por ejemplo, las mujeres deseamos ir a un spa. Se da por hecho. ¿Qué mujer no desearía parar por un día su actividad diaria, para ser masajeada, encremada, hormada en un sauna o enfangada con barro egipcio para salir de allí con un piel de treinta si tiene cincuenta, y de diez si tiene treinta? Pues bien: hay un marketing del bienestar que no tiene en cuenta a la gente fóbica, porque ése debe ser mi caso. Ni loca pasaría un día en un spa, con extrañas hablándome de sus secretos cosmetológicos mientras me refriegan barro por el cuerpo como si fueran enfermeras de nursery y yo un bebé manipulable y sin duda deseoso de ser alzado a upa.
Otro borde curioso entre ficción y realidad se da en la imagen de madres que promueve la publicidad. Para empezar, las madres de la publicidad son en general mujeres en la instancia de usar productos de limpieza y/o de una canasta familiar ampliada con una lista infinita de variedades de postrecitos, flancitos, yogures, leches fortificadas o gelatinas. Las mujeres aparecen casi exclusivamente en las publicidades de cremas antiarrugas, champúes o ropa y perfumería. No son la misma la madre y la mujer. La madre publicitaria es modosita, sonriente y católica. La mujer siempre que puede tiende a ser fatal.
La madre publicitaria ama que las medias de sus hijos estén blancas. Alcanza con eso. Las medias blancas, eternamente grises o negras en los hijos reales que criamos. Las poníamos con la ropa blanca en el lavarropas, quizá las refregábamos, quizá hasta llegamos a usar algo especial para blanquearlas. En mi caso, naturalmente, fue lavandina, y así quedaron de agujereadas. En la vida real, muchas mujeres no manejamos como Dios manda una casa, si el parámetro es el comportamiento ficcional de la madre publicitaria. Y las mujeres reales entramos en contradicción con eso. En algún lugar pesa no haber hecho a mano ningún disfraz en la vida escolar de nuestros hijos, o no haber sido esa madre encantadora de la publicidad del postrecito, que el centavo que ahorró durante un año comprando una marca más barata lo usó para comprarle al niño un sacapuntas. ¡Qué mejor ejemplo sobre la administración del dinero que ese centavo que se convirtió gracias a la tenacidad en un vistoso sacapuntas! Bueno, ése es uno de los ejemplos que no hemos dado.
La mujer publicitaria de las cremas, por su parte, es proactiva con su aspecto personal, y tiene la paciencia de hacer el tratamiento completo: por la noche demaquillante y nutrición, por la mañana, hidratación. La mujer publicitaria más arrolladora, la de belleza y determinación más importantes, hace el tratamiento completo pero con diferentes cremas, ya que hay una variedad de cada paso para los pómulos, otra para el contorno de ojos y una tercera para el contorno de la boca. En la vida real, somos muchas las que nos acordamos de la crema de limpieza cuando vamos por el tercer mate del día siguiente.
La mujer publicitaria sabe caminar con tacos altos, sabe hacerse compresas en los ojos y renovarse en quince minutos, y sobre todo sabe lo que quiere: ¡nada más que un producto! Las mujeres en la vida real muchas veces no sabemos lo que queremos, pero estamos seguras de que ese enigma no es de marca, ni siquiera de primera línea.