Del libro «Diario íntimo de Jack el Destripador», que se estará presentando el próximo 15, jueves, en la Semana Negra de Gijón. De la autoría de Koldo Campos Sagaseta, cuenta con las ilustraciones de J.Kalvellido. Dos firmas que ya empiezan a ser habituales en el catálogo de Tiempo de Cerezas Ediciones. El escritor y filósofo Santiago Alba tiene a su cargo el prólogo.
Se lo debía a mi amigo Kalvellido que, después de trabajar durante 18 interminables años para esa empresa, había sido vilmente engañado y despedido, pero también a toda esa humanidad envenenada por comer hamburguesas putrefactas de dudosa carne y mal condimentadas.
Bajo su pomposo nombre Burger King Corporation esconde la desmedida ambición de dos sujetos afincados en Miami que, en 1954, establecieron un lucrativo negocio responsable de que millones de personas en el mundo multipliquen sus grasas hasta el infarto, el cáncer o cualquier otra desgracia.
Son también responsables de la pobreza en un tercer mundo en el que se talan miles de hectáreas de selva virgen y se arruinan millones de toneladas de tierra fértil que bien pudieron aprovecharse para cultivar alimentos autóctonos y mitigar el hambre, en lugar de dedicarlas a explotaciones ganaderas alimentadas con grano y soja, en las que se emplean dañinas toxinas y productos que, como el DDT, llegan a la gente en forma de hamburguesas.
Cada vez que entramos a comer en un garito de esta compañía u otras parecidas, además de atentar contra nuestra salud estamos contribuyendo con un emporio económico que destruye la naturaleza y empobrece al mundo.
Y ni siquiera, a diferencia de los cigarrillos, se nos venden esas toxinas en forma de carne con las advertencias que registran las cajetillas de tabaco.
Peor todavía, su infame e impune publicidad infantil ha popularizado la comida chatarra en las dietas de millones de niños y jóvenes, inconscientes del daño a que se exponen comiendo semejantes porquerías.
Tenía, por lo tanto, sobradas razones para hacer justicia. Así que, so pretexto de que quería invertir en su negocio, cité en mi casa a los dos principales responsables de esta truculenta mafia con licencia para atentar contra la salud pública.
Cuando días más tarde se presentaron animados por las millonarias cifras con que había regalado sus oídos. Les propuse hablar de negocios después de cenar y, a tal efecto, los invité a pasar al comedor.
Había dispuesto sobre la mesa 57 kilos de hamburguesas, uno por cada país en el que operan.
Ignoro si esperaban otro refrigerio pero su risueño semblante palideció desde que vieron lo que les esperaba.
-¿Y esta es la cena? -tartamudeó uno de ellos.
-Sí, esta es la cena, y ahí están los ingredientes -les señalé otra mesa próxima cubierta de envases de ketchup, mayonesa, cebollas, patatas, mostaza, queso y lechuga- Mi lema es «como tú quieras», así es que ya pueden empezar con el «fast food».
-Es que nosotros no comemos esta mierda -objetó el otro sinvergüenza.
-Ya lo supongo, pero hoy vamos a hacer una excepción -insistí al tiempo que aliñaba la lechuga con DDT y esgrimía un filoso cuchillo de cocina.
Yo sólo me disponía a cortar la cebolla pero, tal vez, porque malinterpretaron mis intenciones, comenzaron a engullir las hamburguesas como si la vida les fuera en ello.
Yo me limité a sentarme a su lado mientras seguía cortando cebollas.
Cuatro horas más tarde, buena parte de los kilos de hamburguesas habían desaparecido. Extrañamente, no daban la impresión de estar agradeciendo tan generoso ágape. Hasta habían pretextado algunas excusas para ausentarse repentinamente. Sus urgencias por abandonar mi casa, sin embargo, parecían perder sentido cada vez que yo cortaba una cebolla.
La comida, en cualquier caso, no les estaba sentando nada bien. Pensé abrir las ventanas para que corriera un poco el aire porque uno de ellos ya había vomitado tres veces pero, cuando me levante, siempre con el cuchillo y la cebolla en la mano, comenzó a ponerse rojo y a boquear. Temí que se hubiera tragado alguna espina. A mi madre, cuando yo era un niño, la había oído decir que, en esos casos, nada mejor que una miga de pan. También solía decir que las vacas no tienen espinas, pero ¿quién me aseguraba a mí que las hamburguesas fuesen de vaca? De todas formas, a falta de pan buenas son hamburguesas, que es lo único que les había servido y tenía a mano. Rápidamente, aproveché su boca abierta para depositarle un «whopper» con sus respectivos ingredientes y, entonces, se levantó, trastabilló hacia la puerta haciendo extraños aspavientos y, a punto de llegar, explotó.
Aunque parezca increíble se había desintegrado y, lo que es peor, me había puesto perdido el comedor. No entraré en detalles para no hacer demasiado truculento el relato pero, tres días me llevó limpiar las paredes de restos de vísceras y hamburguesas. Para cuando me di cuenta, su compañero padecía los mismos inquietantes síntomas. Tambaleándose fue hacia la puerta de la casa. Solícito, le ayudé a ponerse la chaqueta, le metí en uno de los bolsillos dos hamburguesas y un pote de ketchup por si quería volver a cenar más tarde y lo acompañé hasta el ascensor. Segundos después de que desapareciera camino de la primera planta escuché la explosión.
Todavía sigue el ascensor fuera de servicio.