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Los muros de la venganza

Fuentes: Gara

Frente al discurso habitual que sitúa la delincuencia en la pobreza, la emigración o en la exigencia de derechos sociales y nacionales, el doctor en Sociología César Manzanos la ubica en los centros de poder causantes de la pobreza, la persecución a los emigrantes o en las violaciones de los derechos sociales y nacionales. Así […]

Frente al discurso habitual que sitúa la delincuencia en la pobreza, la emigración o en la exigencia de derechos sociales y nacionales, el doctor en Sociología César Manzanos la ubica en los centros de poder causantes de la pobreza, la persecución a los emigrantes o en las violaciones de los derechos sociales y nacionales. Así entiende que ha ocurrido a lo largo de la historia, los vencedores han satanizado a los vencidos y «los han culpabilizado de los desastres que ellos han provocado», y el sistema imperante que mantiene ese estado de cosas ha levantado «los verdaderos muros de la vergüenza y de la venganza», sostiene.

El odio y el rencor son como ingerir un veneno y querer que se muera el otro. Este pensamiento que resume el espíritu que inspira el actual sistema penal asentado sobre los principios de la denominada justicia vengativa, a la vez, ilustra la vehemencia con la que sus defensores, de todos los colores ideológicos y políticos, actúan en una cadena incesante de atrocidades que justifican para ocultar su ilimitada e insaciable sed de venganza.

No hemos aprendido de la historia. Más bien nos hemos empeñado en negarla y aceptar la versión de los vencedores, de quienes se han ocupado de satanizar e inculpar a los dominados de los desastres que ellos han provocado.

La delincuencia, dicen, es patrimonio de la pobreza o de la condición de extranjero cuando no el resultado del fanatismo de aquellos pueblos salvajes e incivilizados que no saben recocer los derechos que se les ha conferido y se empeñan en imponer a tiros sus inasumibles creencias y trasnochadas ideas sobre cosas tan raras como la independencia, la defensa de los derechos colectivos o el socialismo.

La delincuencia, dicen, no tiene nada que ver con las violaciones de derechos de los pueblos, con las invasiones y la expropiación de la tierra, con el genocidio lingüístico y la negación de la posibilidad de concebir el mundo en su propia lengua, con el derecho al autogobierno.

La delincuencia, dicen, no tiene nada que ver con los genocidios en las instituciones de detención y custodia, con los secuestros institucionales, con la práctica sistemática de la tortura, con la expulsión forzosa que practican los estados formalmente constituidos de los países enriquecidos, con el recorte de los derechos sociales y el desmantelamiento de los sistemas de protección social apelando a la llamada crisis y la inversión millonaria de dinero público en empresas privadas, algunas de ellas controladas por ilustres políticos, en el negocio de la industria militar, policial, penal y carcelaria, en la edificación de los verdaderos muros de la venganza.

La delincuencia no tiene nada que ver con la deudocracia y la sangría económica que los bancos y los especuladores imponen a la vida de la mayoría de las gentes, condenándolas a una vida de reclusión domiciliaria, a la imposibilidad de vivir su presente por tenerlo hipotecado.

La delincuencia no tiene nada que ver con que muchos trabajen durante toda su vida en precario con salarios mínimos para que la clase política, elegida, por cierto, mediante la dedocracia, cobre sueldos más de cinco veces superiores al salario mínimo interprofesional, imponiendo leyes que cada vez asfixian más a la gran mayoría. La delincuencia no tiene nada que ver con que unos pocos se hagan de oro gracias al trabajo ajeno y a la práctica sistemática del arte de la corrupción tan consustancial al mercantilismo.

Como bien decía aquella canción, por desgracia tan rabiosamente vigente, «delincuencia es la vuestra, vosotros hacéis la ley». Y, efectivamente, la hacen a la medida de sus intereses para financiar sus empresas mediáticas, disfrazadas de medios de comunicación, sus empresas electorales, disfrazadas de partidos políticos y, sus empresas militares, policiales y para-policiales disfrazadas de fuerzas de orden público, esas fuerzas que golpean sin ningún pudor a quienes se manifiestan a favor de sus ideas y de sus familiares en prisión, esas fuerzas que reprimen a los trabajadores despedidos, esas fuerzas que se dedican a imponer multas con el fin de recaudar dinero para el estado, esas fuerzas que persiguen a las personas que se ven obligadas a vender en la calle para poder sobrevivir.

Todas estas empresas que actúan al unísono, y muy bien coordinadas, para defender los intereses de quienes se han apropiado de todo, incluso de nuestras vidas, actúan camufladas tras los bastidores de unos estados que dicen defender los derechos y libertades de la ciudadanía pero que, en realidad, defienden sus propios intereses y, para ello, se nutren de la legitimidad que se auto-otorgan mediante su montaje electoral y, cómo no, gracias a la financiación forzosa que nos imponen obligándonos a pagar los impuestos, que pagamos no para que nos dejen en paz, sino para encima tener que sufrir su macabra farsa y ser víctimas entre otras cosas de la forma más violenta y sofisticada de terrorismo: su maquinaria burocrática.

Estos son los verdaderos muros de la vergüenza y de la venganza que se han ido ideando y construyendo durante las últimas décadas. La deudocracia, la especulación, la precariedad laboral, la corrupción política y económica, la expulsión y persecución de las personas extranjeras, el genocidio en las cárceles y en los centros de internamiento, detención y custodia, el terrorismo burocrático, la dedocracia y tantas otras lacras de las que los políticos y empresarios que aparecen en los «medios de comunicación» son responsables.

Estos muros de la vergüenza son el germen de la violación de los derechos y libertades formalmente proclamados, el germen de una sociedad en la que la mentira se institucionaliza, se erige en hechos aceptados como reales y evidentes.

Una sociedad en la que se hace reinar la confusión porque beneficia a quienes están instalados en su poltrona, acuñando conceptos tan perversos y obscenos como el de víctimas culpables y verdugos inocentes, y reproduciendo hasta el infinito los conflictos cada vez más enquistados y sobredimensionados que, mientras se cobran la sangre y el sudor de quienes los sufren, no son noticia, pero que cuando les salpican a ellos han de ser la vergüenza de todos.

Ellos, los banqueros, burócratas, políticos, jueces, empresarios, monarcas, militares, policías y demás «señores de bien», para quienes el resto somos gentuza, ya han construido nuestro futuro: seguirán reinando democráticamente y serán más, eso sí, a costa de garantizarnos una vida miserable y de cargar sobre nuestras espaldas el peso de sus crueles pero siempre incuestionables decisiones.

Y mientras sólo podemos hacer dos cosas. El gilipollas, es decir, darnos la espalda a nosotros mismos convirtiéndonos en «don nadies» que ponen de disculpa al otro para darse esquinazo a sí mismos o, por el contrario, podemos enfrentarnos a nuestra verdad y a su mentira desenmascarando su farsa, derrumbando sus muros y haciendo que sigan inyectándose su veneno, su deseo insaciable de venganza, que es el único precio que puedan pagar por su impunidad, pero jamás siendo como ellos.