Las pistolas, de Félix Rotaeta, Hiperión, 1981
Fue el año en que Tejero protagonizó el primer reality de Gran Hermano en la tele y el año con más atentados de ETA, pero era también el tiempo de la movida madrileña, que fue el traje que se puso la postmodernidad para aterrizar en aquella España que acababa de salir del desencanto, vivía el espanto de Calvo Sotelo presidiendo el Gobierno y que un año más tarde, de entrada no, asistiría pragmática a la quema de la pana de Felipe y Guerra en aras de Armani y la alpaca mientras Polán y Cebrianco se frotaban las manos con los dividendos de su imperio mediático a toda vela, no corta el mar sino vuela. La editorial Hiperión donde aparece el libro de Rotaeta todavía sobrevive hoy, nuestra enhorabuena, y mantiene un alto prestigio como sello de clara inclinación hacia la poesía, pero por entonces navegaba también con buen rumbo literario por los mares de la narrativa, aunque acaso con no demasiados buenos resultados económicos. En su catálogo la presencia de autores como Mariano Antolín Rato, Ramón Buenaventura, Victor Mora, Raúl Ruiz, Santiago R. Santerbás o Serafín Senosiain habla a las claras de que la línea editorial estaba lejos de lo usual o predecible. Y para muestra dos botones: Las pistolas de Félix Rotaeta y Merienda de negros, del mismo autor. Dos novelas a falta de una, aunque aquí sólo vayamos a hablar de la primera.
Conocido como uno de los personajes de la movida madrileña, componente señalado del mítico grupo teatral Los Goliardos, actor en películas tan referenciales como Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, Tigres de papel, Qué hace una chica como tú en sitio como este o Justino, un asesino de la tercera edad, Félix Rotaeta merecería por el solo hecho de haber escrito esta novela corta (pero de hondo calado) ser rescatado del silencio editorial y literario en el que su nombre habita. Si Tarantino cambió la sintaxis narrativa del cine de acción, Rotaeta introduce con su narrativa una mirada radicalmente antiacadémica, amoral en apariencia, que le otorga la indudable condición de claro aunque ignorado precursor de la narrativa española más rabiosamente postmoderna.
Las pistolas es una novela insólita, inusual, sorprendente, nueva (por aquel entonces todavía se podía distinguir lo nuevo de lo último), radical, extraordinariamente imaginativa y extraordinariamente realista (fracción realismo radical: que va a las raíces pero no olvida que para recoger los frutos conviene andarse por las ramas). A mí me recuerda a Las cuevas del vaticano de Gide o a El marinero de Mishima, aunque no sabría decir muy bien por qué. Quizá porque trata de eso que se llamó «el acto gratuito», ese tipo de libertad aparentemente absurda o monstruosa pero que esconde en su despliegue una necesidad tan inevitable como para el mar las lágrimas de un pez (volador).
Dos jóvenes se descubren y conocen en una situación insólita: ambos participan como miembros voluntarios del pelotón de fusilamiento con que el franquismo final mostraba su rabiosa agonía. Su especialidad es el tiro en medio del entrecejo. No fallan.
Andrés es profesor universitario, de acomodada familia madrileña, de libido problemática, con una novia Ana para ir al cine y cenar y un círculo de amigos entre pijos y progres, clientes habituales de El Sol, el templo icónico de la movida madrileña en aquellos años. Pero él se aburre. Le gusta más la música clásica. Detenta spleen más foucaultiano que baudelairiano. Luis, huérfano de padre y edad semejante, con origen social cercano las clases bajas -comidas familiares con la tele sonando a todo trapo, madre y hermanas con rulos y batas de boatiné- vive ya en los territorios lumpen: tráfico de drogas, pistola, relaciones chulescas con una camarera de rubio teñido. El destino más que el azar los reúne y establecen una singular amistad. El asesinato de Ana estrecha sus lazos. Luego más asesinatos estúpidos y los lazos, al menos en apariencia se siguen estrechando. Luego lo previsible: acaban por ser descubiertos y se sienten acosados. Y al final lo menos imprevisible: la lucha de clases que rompe el guión de lo esperable: no ganan los malos.
Capítulos cortos, diálogos severos y ágiles, descripciones las imprescindibles, la sobriedad expresiva como talento. Una pequeña joya que afortunadamente nada tiene que ver con la exploración del mal y esas cosas. Se limita a hacer un resumen nada neutral de la vida, por supuesto con minúscula.