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Ser comunista

Fuentes: Rebelión

Como decía León Felipe, yo no sé muchas cosas, es verdad, pero sé que la cuna del hombre la mecen con cuentos y me sé todos los cuentos. También el gran poeta de Tábara (Zamora) escribió que llegaba un momento en el que, como el marinero en el mar, uno tenía que saber adónde iba. […]

Como decía León Felipe, yo no sé muchas cosas, es verdad, pero sé que la cuna del hombre la mecen con cuentos y me sé todos los cuentos. También el gran poeta de Tábara (Zamora) escribió que llegaba un momento en el que, como el marinero en el mar, uno tenía que saber adónde iba. En mi caso, ahora, cuando estoy en el umbral de los 55 años, sé adónde voy y me sé todos los cuentos. Si a esta edad uno no sabe -de forma abierta y heterodoxa- cuál es el camino, ¿para qué le ha servido la vida? Escribo esto a propósito de los veinte años de la caída o el derrumbe del Muro de Berlín. Y lo primero que sé es que sólo se le cae un muro de ese tipo encima a quien apuesta por algo, sólo se puede cocinar una omelet rompiendo los huevos, sólo se avanza o se retrocede, apostando, arriesgándose.

El comunismo se arriesgó, apostó, sus principios van en la dirección de dignificar a los seres humanos. Levantó un muro y todo salió mal, por unas causas u otras, entre todos lo mataron y él solito se murió. Yo no celebraría tanto la caída del muro porque lo que estamos celebrando en realidad es el fracaso de la especie por ser más solidaria y más justa consigo misma. El fracaso por ahora, porque el comunismo debe seguir ahí, y nadie tiene derecho a hurtarle a la gente el ideal de construir un entorno más habitable. Ni nadie tiene fuerza moral para echarle en cara al comunismo lo que hizo.

No hay un sistema más asesino que la economía de mercado. En tres siglos o menos, ha cometido genocidios, ha aplastado culturas, ha matado a gente inocente para lograr riquezas potenciales, ha invadido zonas, países, ha esquilmado el medio ambiente, ha atentado contra la voluntad popular, ha estimulado la mediocridad y la ignorancia. Y todo eso lo sigue haciendo, con mayor o menor sutilidad, pero lo sigue haciendo. Acaba de arruinar al mundo, origina el malestar de la gente, desde el psíquico hasta el físico, no nos deja vivir en paz con su competitividad infantil, con su política del palo y la zanahoria; para el mercado, todo es mercancía, incluyendo la dignidad y la capacidad creadora del ser humano. No existe la vida, existen los balances para el mercado. Es un sistema inmaduro que, en su momento, fue de gran utilidad y aún lo sigue siendo pero que, en esencia, es una supernova apoyada en el bastón de sus gobiernos, de sus ejércitos, de sus esbirros en general: sus periodistas, sus novelistas, sus cineastas, sus profesores, sus feministas y toda esa legión de progres de pose que, por ejemplo, confunden la igualdad con la paridad; y el aborto y la píldora postcoital a diestro y siniestro con el progresismo. Una cosa es que existan leyes y otra que esas leyes se dicten para ahorrar dinero porque siempre será más barato un aborto y una píldora que llevar a cabo soluciones de fondo para que la sociedad sea realmente más justa con sus miembros y nadie tenga que abortar. El comunismo no defiende la muerte, sino la vida. No defiende la caridad sino la justicia, no defiende la fe sino la razón pero eso no quiere decir que no deba respetar toda fe religiosa.

El comunismo real de la URSS declaró que todos sus habitantes eran ateos por decreto. Y, poco a poco, los seres humanos pusieron en práctica su rechazo en relación con sus semejantes. Allí no se formó el nuevo hombre sino que se vio quién es el hombre con claridad, ahora imitado -en la sociedad mercantil- por la mujer que llega arriba. Pero el mercado lleva unos tres siglos en el poder sin solucionar los problemas básicos de los ciudadanos y el comunismo se vino abajo a los setenta años. Todo está en crisis y la del mercado no la vemos con más claridad porque sus voceros mediáticos no la muestran tal y como es, nunca lo han hecho. Ahora, con motivo de los veinte años de la caída del Muro, he vuelto a observar -con el mismo asombro con el que vi el derrumbe de aquel Muro y dos años después de la propia URSS- reportajes en prensa, radio y televisión, de un anticomunismo estúpido, reportajes cargados de verdades a medias, de visiones parciales, de enfoques sin contrastar. Y yo, ante todo esto, me he preguntado si hemos eliminado el Muro y hemos criticado la propaganda y la represión que encerraba para tener que aguantar esta propaganda y esta represión contra el conocimiento.

Si el comunismo está muerto, ¿por qué le siguen teniendo tanto miedo, tanto, que se ven obligados a continuar manipulando a la gente? ¿A qué grado de suciedad ha llegado la conciencia de los «vencedores» que aún temen a un montón de cemento desperdigado por ahí? Un muro construyó el comunismo; tres ha construido el mercado en los últimos años: el de Palestina, el de México, el de Melilla. Y otros muchos invisibles. ¿Por qué hay que avergonzarse de aquel muro que la gente tiró en 1989? Se toma nota de los errores y a seguir adelante. El mercado es el Hitler, el Franco, el Mussolini de nuestros días. Yo no sé muchas cosas, es verdad, pero sí sé ésa. No sé cómo superar al mercado, eso no lo sé, pero sí sé que no se puede uno quedar quieto y que hacen bien los regímenes políticos que desean intentar superarlo. Tienen derecho a acertar o a equivocarse. Superar el mercado no es sólo cosa de votos sino, sobre todo, de avances cognitivos, morales, éticos. Hacer que el mercado pase a la historia es asunto, ante todo, evolutivo, no puramente político, y poco pueden hacer los políticos si la gente no entiende esto, empezando por ellos mismos.

La alternativa es una internacional comunista orgullosa de serlo, con unas directrices claras, y que todo se impregne de sus directrices, de abajo arriba, de arriba abajo. La alternativa no es cada cual a su bola con sus chiringuitos sino una gran organización mundial que abarque a todos los movimientos anti-mercado, y a todos los «ejes del mal». La alternativa es que los países a los que el mercado persigue se organicen política, económica y militarmente y, como Gabriel Celaya, impulsen aquella idea: «Anunciamos algo nuevo» porque «el otro mundo es posible» se identifica con asamblearismo eterno, con voluntarismo estéril, con pseudoprogresismo, con gente que vive del mismo sistema que cuestiona, de sus subvenciones. Cuando las personas siguen muriendo de hambre, cuando la salud humana se somete al comercio, cuando en Occidente sus ciudadanos no pueden ni planificar su vida y viven en el ansia perpetua, no hay lugar ya para el debate pijo que le da vueltas a asuntos que ya están estudiados, interpretados y concluidos. Llega el momento de actuar.

Yo no sé muchas cosas, es verdad, pero sí sé que no nos podemos quedar cruzados de brazos. Apelo a los dirigentes de esas formaciones marxistas y leninistas que se consideran herederas de otra forma de concebir la existencia, para que se organicen bajo una misma bandera y unos mismos principios, utilizando los medios actuales (la izquierda no es igual a cutre o naco, estoy harto de ese discurso); para que dejen a un lado sus pugnas intestinas y empiecen por llevar a cabo la revolución en ellos mismos o se vayan a casa y dejen la misión a otros; para que no utilicen sus formaciones como un puesto de trabajo; para que no esperen más las migajas de los partidos del mercado, es decir, de la derecha tradicional y la derecha sonriente, como diría Vicente Romano. Roma nunca paga traidores, los absorbe y hace bien, ésa es su obligación.

Hace algunos años me acerqué de nuevo a ellos -a los «alternativos revolucionarios»- y no encontré más que luchas internas, personalismos y suspicacias. O sea, cultura de mercado. Y regresé a mi casa desde donde sigo viviendo y padeciendo la dictadura de mercado que ahora celebra el fin de la dictadura del Muro riéndose con la risa de la hiena. ¿De qué os reís? Se ríen de nosotros, pobres diablos vencidos, dispersos, llorones, mareadores continuos de la perdiz de la Historia. Pasivamente activos. Se ríen de mí, que me busqué un hueco entre sus brazos tiranos para poder comer todos los días aunque me jodan cuando pueden, también es su obligación. Pero que te jodan tus colegas ya no es lo mismo, que jodan a Julio Anguita en su momento, sus propios camaradas y compañeros, ya no es lo mismo; que olviden, por un lado, su historia mientras que reivindican, por otro, una memoria histórica de abrir y cerrar fosas, no es lo mismo. Porque se corre el peligro de que al final sólo nos reste el hastío y cuando vengan por nosotros no quede nadie para defendernos.

Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.