«Sin duda la emoción es un elemento psicológico, pero es en mayor medida un elemento cultural y social: por medio de la emoción representamos las definiciones culturales de personalidad tal y como se las expresa en relaciones concretas e inmediatas, pero siempre definidas en términos culturales y sociales.» Eva Illouz, Intimidades congeladas (Katz, 2007, pag. […]
«Sin duda la emoción es un elemento psicológico, pero es en mayor medida un elemento cultural y social: por medio de la emoción representamos las definiciones culturales de personalidad tal y como se las expresa en relaciones concretas e inmediatas, pero siempre definidas en términos culturales y sociales.»
Eva Illouz, Intimidades congeladas (Katz, 2007, pag. 16)
Destrozada la ideología, el tejido asociativo y sindical y cualquier otra forma tradicional de cohesión social, incluida la familia, los enunciados políticos han entrado, rompiendo los núcleos de resistencia narrativos, en la esfera privada de lo individual. Igual que la publicidad, los mensajes políticos se están dirigiendo a la subjetividad, apelando a lo sensitivo, «lo intrínsecamente mío», buscando en el individuo, aislado, consumidor único, una respuesta inconsciente alejada, cada vez más, de las reivindicaciones colectivas. El tránsito de lo político a lo emocional, de lo público a lo privado, de la realidad material al mundo -imaginario- de lo sensible ha provocado una alteración de las formas políticas y, por extensión, de las conexiones (im)posibles entre la ciudadanía y sus representantes. La política se ha transformado en un juego de mensajes cruzados que interpelan al individuo concreto y a sus particulares relaciones con el exterior. Entre Platón (en Siracusa) y Obama (en la Casa Blanca), por fijar lugares comunes, existe la misma diferencia (distancia) que entre una naranja y el anuncio de una naranja.
Este proceso corrosivo de la identidad colectiva (que tuvo su explosión en los años ochenta, el turbocapitalismo, con la ruptura de la espina dorsal del movimiento obrero, el hundimiento de los partidos comunistas europeos, el triunfo del modelo neoliberal, las deslocalizaciones, el estado de excepción permanente y el entreguismo de la socialdemocracia), requiere de nuevos elementos de actuación. Ya no se trata de lanzar un discurso cerrado, la forma clásica de comunicación política, tratando de captar votantes o consolidar a los afines con ideas y expresiones reconocibles. El giro hacia la modernidad sin ideología, hacia el brillante empaquetado, consiste en buscar técnicas psicológicas -incidir en las conexiones neuronales, apelar al inconsciente- que refuercen el grado de compromiso (emocional) del elector con el mensaje, con el emisor. Si la nueva forma de comunicación política crea escuela, y la creará, seremos incapaces de separar el mensaje del efecto que produce en nosotros; seremos incapaces de ver más allá del color del vestido del emisor o de sus metáforas huecas. En ese instante, ya estamos cerca, la política pasará a ser «espectáculo de la política» y los representantes públicos, meros figurantes. Nadie notará el salto, del mismo modo que hemos asumido, sin protesta, la libre y veloz circulación de mercancías y capitales mientras se limita el tránsito de las personas.
Apelar a la intimidad, al mundo de lo privado-sensible, equivale a fijar la atención en las necesidades impuestas por la forma-estado del capital. Como sabemos, la emoción está compuesta por una parte determinante de contenido social (organizada a través, entre otros elementos, del lenguaje). Creada la demanda emocional, es decir, fabricada la necesidad de sentir lo común de una manera precisa, reconvertida en beneficio propio, los mensajes políticos se dirigirán a ese espacio íntimo donde la expresión será sólo expresión de un egoísmo trascendental, un hiperindividualismo que será más antisocial en la medida en que satisfaga el desarrollo privado y único del ser.
La emoción teledirigida (con los mass-media de intermediarios) determinará, por tanto, la articulación de la res publica del futuro. El interés general, el interés de la mayoría, quedará supeditado al ejercicio económico (y financiero) de la subjetividad por parte de las élites consumistas dominantes. La comunicación neuropolítica, dirigida a apaciguar, calmar, anestesiar, el deseo íntimo preconcebido, guiará el comportamiento de los representantes públicos que actuarán, inevitablemente, como espejo deformado de la realidad social. La política, ejercicio de tensiones de los grupos de presión, desaparecerá -estamos ya a las puertas del infierno- y quedará el rastro de lo que fue en alguna ley, ironías del destino, de protección de datos. Las técnicas de control mental, social, están invadiendo nuestra forma de concebir y observar el mundo. Lo colectivo, lo común, ha desaparecido. El lenguaje ha sido privatizado: el discurso, armonizador de la realidad y motor de la transformación institucional, ha pasado a ser un slogan.
La sociedad y el individuo, actuando como entes sensibles y separados, descompuestos y no políticos, dejarán de ser -en beneficio de las grandes corporaciones- los organizadores del modo (privado y público) de vida. La ruptura parece definitiva. «Buenas noches y buena suerte», palabras pronunciadas por el presidente Rodríguez Zapatero, al término de una larga intervención en televisión, un debate con su opositor, podría fijarse, entre nosotros, como ejemplo de comunicación neuropolítica. El presidente miraba, fijamente, a la cámara. Con gesto serio, penetrante, hablaba a cada individuo, a la intimidad sensible de cada uno. Perplejos, desconocedores, marionetas, muchos analistas destacaron la «cercanía» y la «profunda humanidad» del presidente. La emoción traspasó la cámara: George Clooney, director de la película, Good night, and good luck (2005), ya lo sabía. Era un truco emotivo. Uno más.
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