A la sensible ministra de Salud británica se le ha ocurrido la brillante idea de proponer que a los obesos se les pase a llamar directamente «gordos». Según ella, eso podría ser un acicate para motivar a esas personas a adelgazar porque, en su sutil concepción de la psicología humana, la ministra afirma que «si […]
A la sensible ministra de Salud británica se le ha ocurrido la brillante idea de proponer que a los obesos se les pase a llamar directamente «gordos». Según ella, eso podría ser un acicate para motivar a esas personas a adelgazar porque, en su sutil concepción de la psicología humana, la ministra afirma que «si me miro en el espejo y pienso que estoy obesa creo que me preocupo menos que si pienso que estoy gorda». ¡Toma ya!
A la lumbreras de la ministra habría que recordarle que el hecho de que una persona esté o no obesa puede depender de multitud de factores y no sólo de cómo se defina a sí misma cuando se contemple ante un espejo.
De hecho, algunos de esos factores escapan a la voluntad de la persona en cuestión y son producto de alteraciones genéticas o del metabolismo.
Otros son producto del modo de vida que nos impone la sociedad capitalista y en donde prima más la salud de los beneficios empresariales que la de los trabajadores que contribuyen a generarlos y a los que se aboca a la comida rápida porque cada vez es menor el tiempo que se les permite escapar a la explotación empresarial.
Y, finalmente, otros tantos más son el resultado de las alteraciones de la voluntad inducidas por la publicidad de las cadenas de comida rápida, que captan a sus clientes desde que se encuentran en la más tierna infancia y los acaban convirtiendo en adictos a la comida basura en un pispás.
Teniendo en cuenta los dos últimos grupos de factores, lo que no entiendo es cómo a una ministra tan avezada no se le ha ocurrido ir a los orígenes en lugar de quedarse en las causas.
Si hubiera hecho ese ejercicio igual hubiera propuesto, por ejemplo, que cerraran los MacDonald’s por ofrecer comida insalubre. O tal vez hubiera optado por regular los mecanismos de inducción al consumo en estas cadenas, de manera que se prohibiera incentivar el consumo de un alimento cuya ingesta reiterada se demuestra que es nociva para la salud mediante el zafio recurso de realizar regalos a los niños para que demanden sus productos. O, incluso, y puestos a ser radicales, tal vez habría considerado la posibilidad de que los trabajadores pudieran disponer de tiempo suficiente como para no entender el momento del almuerzo como el breve espacio que media una extensa jornada laboral; tal vez una distribución del tiempo más equilibrada entre el tiempo productivo y el personal tendría mayores efectos que recurrir a insultar al paciente aunque la ministra crea que es por su propio bien.
Lo preocupante no es que no haya pensado en soluciones alternativas (es más, yo creo que ni siquiera ha pensado en lo que estaba diciendo). Lo realmente preocupante es que con este tipo de propuestas la ministra está a punto de iniciar una nueva rama de la medicina basada en la sinceridad que, como imaginaréis, tendrá como positivo efecto secundario un importante ahorro en gasto farmacéutico: los alcohólicos pasarán a ser borrachos; a los fumadores se les tratará como chimeneas con piernas; los toxicómanos en cualquiera de sus modalidades se convertirán directamente en yonquis y quienes padezcan enfermedades psiquiátricas que se vayan preparando para ser tratados como simples locos. Todo sea por su bien y, de paso, por el ahorro farmacéutico.
Como la idea de la ministra me ha parecido tan brillante, yo creo que debería trascender el ámbito sanitario y hacerse extensiva al resto de la sociedad. Basta ya de tanta expresión y pensamiento políticamente correcto, basta ya de eufemismos y dulcificaciones de la cruda realidad. ¡Viva la sinceridad!
Así que, ya puestos, a los banqueros llamémosles cleptómanos o, simplemente, ladrones; a la democracia que no nos duela prendas denominarla farsa o puro teatro; para el capitalismo recurramos a la paráfrasis del nombre con el que los indígenas conocen al Cerro Rico de Potosí y llamémoslo el sistema que come hombres; el hambre que siga llamándose crimen; para los gobernantes recurramos a aquello en lo que se han convertido, meros siervos del capital financiero; los planes de ajuste que pasen a ser denominados armas de destrucción social masiva; las víctimas colaterales que vuelvan a llamarse asesinatos de civiles; y, a las guerras para restaurar la democracia y por la libertad… para ésas, a ver si a la ministra se le ocurre algo que a mí la imaginación no me da para tanto.
Alberto Montero Soler ( [email protected] ) es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga y puedes leer otros textos suyos en su blog La Otra Economía .
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rCR