«Es un hecho consumado», admitió André Villas-Boas, coordinador del independiente Instituto SocioAmbiental, resignado a que las medidas judiciales y las protestas no impedirán ya la construcción de la central hidroeléctrica Belo Monte, en la Amazonia brasileña. Las batallas perdidas contra millonarios proyectos dañinos para el ambiente, las comunidades indígenas y otras poblaciones locales, no desmovilizan […]
«Es un hecho consumado», admitió André Villas-Boas, coordinador del independiente Instituto SocioAmbiental, resignado a que las medidas judiciales y las protestas no impedirán ya la construcción de la central hidroeléctrica Belo Monte, en la Amazonia brasileña.
Las batallas perdidas contra millonarios proyectos dañinos para el ambiente, las comunidades indígenas y otras poblaciones locales, no desmovilizan a los activistas. Pero los hacen cuestionar los mecanismos de decisión, especialmente en el área energética.
En Brasil, el estudio de impacto ambiental (EIA) es exigido desde 1986 para proyectos con potenciales graves efectos para la naturaleza y la población y logró rango constitucional en 1988. Así se pretende evitar que se repitan casos desastrosos como el de la central hidroeléctrica de Balbina, en el norteño estado de Amazonas.
Su represa inundó 2.600 kilómetros cuadrados de bosque amazónico para generar poca energía y sí mucha emisión de gases de efecto invernadero.
Pero al correr del tiempo aquel avance ha resultado insatisfactorio, según los movimientos ambientalistas y sociales, porque en escasísimas ocasiones el IEA se tradujo en la prohibición de un proyecto.
En general, la autoridad ambiental aprueba los proyectos, con la imposición de condiciones que no pasan de la mitigación y la compensación, la mayoría de las veces de corte asistencial y ajenas al daño ocasionado.
El IEA de Belo Monte incurrió en «ilegalidades», al omitir impactos de partes del proyecto, como las esclusas y la profundización del río Xingú aguas abajo, en un tramo de 50 kilómetros de hidrovía, señaló el biólogo Hermes de Medeiros, profesor de la Universidad Federal de Pará y uno de los 40 investigadores sobre los fallos del estudio.
El proyecto de Belo Monte, en el norteño estado de Pará, pretende entrar en operación en 2015 y constituirse en la tercera generadora de hidroelectricidad del mundo, detrás de Itaipú y Tres Gargantas, en China.
El EIA tiene un pecado original: es responsabilidad del dueño del proyecto, aunque deba encargarlo a una empresa especializada.
Belo Monte es un aprovechamiento hidroeléctrico del río Xingú, diseñado durante 35 años por la estatal brasileña Eletronorte, que contrató para el IEA a Leme Ingeniería, una de las mayores consultoras de América Latina en energía.
Leme pertenece al grupo belga Tractebel, parte del conglomerado de origen francés GDF Suez, y ambos con grandes negocios energéticos en Brasil. GDF Suez es, a su vez, socio de Jirau, una gran hidroeléctrica en construcción en otro rio amazónico, el Madeira, y tenía un interés no alcanzado en asociarse a Belo Monte.
Esa «promiscuidad» entre las empresas que elaboran el EIA y las que demandan la evaluación quita credibilidad al proceso, coincidieron Villas-Boas y Medeiros, en una crítica profundizada tras el caso Belo Monte.
Y hay más. También la licencia ambiental, concedida por las autoridades del sector con base en el EIA, tiene su validez y eficacia cuestionadas, ya que es precisamente el gobierno el principal interesado en impulsar proyectos como las hidroeléctricas amazónicas.
La supeditación de la protección ambiental a los intereses económicos y políticos del gobierno quedó evidente con el proyecto Belo Monte.
El Ejecutivo uso todas las medidas a su alcance para concretar la más potente central de la Amazonia, prioritaria dentro de su Programa de Aceleración del Crecimiento, impulsado por el presidente Luiz Inacio Lula da Silva y su ex ministra de Energía y ahora candidata a sucederlo en las elecciones de octubre, Dilma Rousseff.
Tres empresas estatales de generación eléctrica y fondos públicos de pensión fueron instados a constituir un consorcio para participar -y ganar- en la licitación del proyecto.
El estatal Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social financiará 80 por ciento del emprendimiento, y la hidroeléctrica tendrá un control privado formal, para facilitar su gestión.
Solo «la mano fuerte del gobierno» en «acción permanente» hará posible esa central, reconoció Mauricio Tolmasquin, presidente de la Empresa de Investigación Energética, órgano gubernamental de planificación del sector.
A la oposición ambientalista, indígena y de activistas sociales, se sumaron en este caso las críticas de empresarios y especialistas en energía, que dudan de la viabilidad económica de Belo Monte.
Esos especialistas estiman que su costo superará en 60 por ciento su presupuesto de 10.800 millones de dólares, y que la central generará solo 40 por ciento de su capacidad instalada, debido al bajón del flujo de agua en el río Xingú durante la estación seca.
Para remover los obstáculos, el gobierno no dudó en interferir en el Poder Judicial, teóricamente independiente. El juez Antonio Carlos Campelo fue alejado del caso por una reforma judicial en Pará, después que en abril intentó suspender tres veces la licitación de Belo Monte, con fallos anulados por un tribunal de Brasilia.
La reforma quitó en junio la jurisdicción de los temas ambientales y agrarios a Altamira, el municipio más directamente afectado por el proyecto, y los trasladó a un juzgado recién creado en Belém, capital del estado.
Asimismo la Abogacía General de la Unión, defensora de los intereses del gobierno, amenazó con procesar judicialmente a los fiscales que obstruyan los trámites del proyecto. El Ministerio Público (fiscalía) reaccionó reafirmando su independencia y su defensa de las leyes, pero la presión estaba hecha.
Previamente, en febrero, el Instituto Brasileño de Medio Ambiente (Ibama) fue compelido a acelerar la aprobación del proyecto, con el silenciamiento de técnicos opuestos al proyecto y la renuncia provocada de dos directores responsables del caso desde fines de 2009.
El mismo Ibama fue dividido abruptamente en 2007 en dos institutos, en respuesta a presiones gubernamentales y empresariales para autorizar la construcción de dos hidroeléctricas en el río Madeira.
La ex ministra de Medio Ambiente, Marina Silva, promovió esa reestructuración y renunció 11 meses después, por la «resistencia» de sectores del gobierno a su política ambiental. Ahora es candidata presidencial por el Partido Verde.
Por otro lado, el gobierno trata de obtener apoyo entre la población local al proyecto. Anunció inversiones por montos récord en los municipios afectados, el reasentamiento de familias desalojadas y la pavimentación de la carretera Transamazónica, clave para la conexión con el resto de Brasil, intransitable en la época de las lluvias.
Las promesas dividieron a los indígenas, lamentó José Carlos Arara, líder del grupo Arara que, rechaza tajantemente la hidroeléctrica, porque desviará parte de las aguas del Xingú, reduciendo el flujo hídrico en el tramo donde viven, la Vuelta Grande del Xingú, deteriorando su forma de vida, basado en la pesca y el transporte fluvial.
«Muy dependientes del Estado» y de sus medidas asistenciales, algunos indígenas «no logran encarar el mundo sin el Estado», admitió Villas-Boas.
Buena parte de la población urbana de Altamira apoya al proyecto porque permitirá recuperar los empleos perdidos por el cierre de la actividad maderera local, por la creciente represión de las autoridades ambientales de la tala ilegal.