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Cronopiando

El otro Juan Sin Miedo

Fuentes: Rebelión

(Tomado del libro en gestación «Cuentos que no nos contaron», a medias entre Koldo Campos Sagaseta e Irene Campos Fernández)

«Érase una vez, en una pequeña aldea, un anciano padre con sus dos hijos. El mayor era trabajador y llenaba de alegría y de satisfacción el corazón de su padre, mientras el más joven sólo le daba disgustos…»

Aunque también trabajaba en la huerta de la familia, solía ser el último en incorporarse a las labores y el primero en retirarse. No obstante la fama de vago que su padre le enrostrara, Juan, que así se llamaba, simplemente era inquieto, como deben serlo los jóvenes y, consciente de que había que trabajar para vivir y no vivir para trabajar, en cuanto tenía ocasión ocupaba su tiempo en otros quehaceres acaso poco lucrativos pero imprescindibles en quien se abre a la vida y busca trillar su propio camino. Era así que se juntaba con amigos, iba al río a bañarse, daba paseos por el monte y escribía poemas en los que reflejaba el mundo que empezaba a conocer. Ensimismado, a veces, en las tantas preguntas para las que aún no encontraba las respuestas, su padre daba en suponer haraganería lo que sólo eran ensoñaciones. Incomprendido y presionado, cuando un día su padre quiso saber qué era lo que quería aprender en la vida y Juan le respondió que sentir miedo, fue expulsado de la casa.

En verdad no era sólo miedo lo que Juan anhelaba aprender, pero había visto temer a su padre tantas veces, había conocido tanto miedo en amigos y vecinos, que le intrigaba, hasta obsesionarse con ello, qué pudiera ser el miedo.

Nada le reprochaba a su padre porque también entendía que él tuviera otros planes para su vida aunque no fueran los suyos, así que, tras despedirse de su familia, emprendió el camino.

Tal vez más adelante podría llegar a sentir miedo, esa sensación que, hasta la fecha, le era absolutamente desconocida y que tanto le llamaba la atención.

Yendo y viniendo por el mundo desempeñó muy diversos oficios: recogió uva, vareó aceitunas, amasó harina, cargo fardos… Comió lo que aparecía y nunca le faltó un catre en el que acostarse cuando el cansancio y el sueño lo rendían. A ratos escribía, leía cuanto libro caía en sus manos y siempre encontraba tiempo para detenerse a hablar en el camino con la gente con la que se encontraba. Como además tenía por sabia costumbre abrir bien las orejas y los ojos, Juan fue aprendiendo todo sobre la vida… todo menos el miedo.

Un día se encontró con un sacristán que, dispuesto a ayudarle en su afán de conocer el miedo, le animó a dirigirse a un vecino reino en el que, se decía, una extraña maldición mantenía al pueblo en la miseria.

 

-El monarca que allá reina dice querer romper la maldición -le aseguró el sacristán- aunque todos los que lo han intentado o huyeron asustados o murieron de miedo.

 

Dicho y hecho, a Juan le pareció atractivo el reto y, una vez se despidió del sacristán, puso rumbo a aquel reino maldito.

Cuando Juan llegó, dos días más tarde, y se encaminó hacia el lujoso palacio en el que vivía el rey y su noble y numerosa familia, advirtió hasta qué punto la maldición se había cebado en aquel pueblo. Caminos sin asfaltar, llenos de lodo; casuchas destartaladas por las que se filtraba la humedad cuando no el agua y el frío; gentes harapientas, tristes, derrotadas; niños desnudos mendigando en las calles; hambre en todos los rostros… pero si estaba en su mano vencer la maldición, así no fuera capaz de reconocer y sentir el miedo, Juan estaba decidido a intentarlo y revertir aquella penosa realidad.

Una vez llegó a las puertas del palacio e hizo saber el motivo de su visita, fue conducido por los guardias a uno de los salones reales a la espera de que el rey se restableciera de su surtida ingesta matinal.

Caía la noche cuando, ya con el monarca recuperado de sus siguientes pitanzas, Juan fue conducido al aposento real. Tras agradecerle su valiente iniciativa, el rey, a la vez que daba cuenta de una cena pródiga en carnes y vinos, le expuso la prueba que tendría que superar para romper la maldición.

 

-Como ya debes estar enterado -le explicó el rey mientras devoraba una pechuga de pollo- una extraña maldición ha traído la desgracia a este reino. Desde entonces, y hace tantos años como los que llevo sentado en este trono, mis amados súbditos viven en la miseria, y por más reales esfuerzos que he venido haciendo por convertir este lugar en un paraíso terrenal, mueren como moscas. Ya ni siquiera puedo enrolarlos como guardias porque, enfermos y hambrientos como están, ni siquiera me sirven en las guerras que antes organizaba con otros reinos vecinos. Y al no tener trabajo tampoco tienen dinero por lo que cada vez les resulta más difícil pagarme los impuestos que les subo. Siendo, como son, analfabetos, menos pueden leer las leyes que decreto y, en consecuencia, tienen problemas para entenderlos y acatarlos…Y todo por culpa de una maldición que, tal vez, tú logres vencer y yo sabré recompensar.

 

-¿Y cómo podría hacerlo? -preguntó Juan

 

-Sólo tendrás que dormir tres noches, -respondió el rey- absolutamente solo, en el torreón más alto de mi palacio. Si logras vencer al miedo y ahuyentas los fantasmas que te visiten, habrás logrado recuperar para este pueblo su valor y confianza.

 

Juan ni siquiera quiso esperar al día siguiente para enfrentar la maldición y, conducido por los guardias, llegó hasta el piso más alto del torreón en el que habría de pasar las tres noches siguientes.

A solas en la habitación, provista de una cama y de un armario por todo mobiliario, Juan se desnudó, apagó el candil y se echó a dormir. Llovía torrencialmente y, aunque se encontraba muy cansado, el resplandor de los relámpagos y los truenos no le dejaban conciliar el sueño. Así fue que, de improviso, advirtió una extraña silueta deslizándose hacia su cama. Juan, rápidamente, volvió a encender el candil y, para su sorpresa, encontró junto a él a una decrépita anciana de perversos ademanes que habría ganado el primer premio en un concurso de brujas. Se cubría con una capa negra y un sombrero del mismo color, y cuando abrió la boca para emitir un estremecedor aullido que hubiera puesto en fuga al lobo más feroz, mostró su desdentada dentadura, no menos horripilante. Juan, sin embargo, ni se inmutó. Se sentó en la cama y se presentó.

 

-Buenas noches, soy Juan… y creo que se ha equivocado de habitación.

 

-No… -sonrió siniestramente aquella espantosa aparición- No me he equivocado de habitación. Es a ti que vengo a buscar. Yo soy el paro.

 

-¿El paro? -preguntó Juan extrañado.

 

-Sí… -ratificó la anciana- el paro, el desempleo… esa triste maldición que asola al mundo y que también te va a llevar a ti. Te acostaste pensando que cuando despertaras por la mañana, como todos los días, desayunarías en familia, risas y mermelada, y que, más tarde, entre prisas y besos, tus hijos irían a la escuela y tú al trabajo. Te acostaste pensando en ese prometido aumento salarial, en esas caribeñas vacaciones pendientes, en el nuevo coche a fin de año, en la jubilación que te financia el banco, en la hipoteca a punto de saldarse… ¡Y todo… porque dispones de trabajo!

Pero un día llego yo, el paro, y te desmonto el sueño antes de que tengas ocasión de saberlo, como un cáncer que, lentamente, va consumiendo tus ánimos, tus ahorros, hasta dejarte sin bienes, sin casa y en la calle. A ti y a tu familia. Ya nunca volverás a ser Juan, sino un número más en la cola del INEM.

 

-Pues o llegas pronto o llegas tarde -se rió Juan- porque todos los empleos que hasta la fecha he tenido han sido precarios, eventuales, de medio tiempo y, por supuesto, mal retribuidos. Así que no temo tus amenazas, que mal puede asustarse del desempleo quien siempre ha estado en paro, o de la ruina quien no tiene caudales. Tampoco me sobresaltan tus pesadillas porque mis sueños son inmunes a ellas. Y tengo, además, una fortuna que ni siquiera el paro puede arrebatarme: la solidaridad de mis semejantes, de todas y todos aquellos que sólo aspiramos a vivir con dignidad, honestamente, sin dejarnos enredar en las asechanzas del mercado… así que pierdes tu tiempo si pretendes espantarme con tan siniestros augurios porque no me das miedo ni seré yo quien fomente tus estadísticas.

Las palabras de Juan dejaron sin respuesta a aquel fantasma que, abochornado, sin nada más que agregar, se valió de sus grandes alas para huir por la ventana en busca de otros seres a los que poder atormentar. Juan, apagó el candil y, aprovechando que la tormenta ya había pasado, durmió hasta bien entrado el día.

 

Al día siguiente, al enterarse el rey que aquel joven había logrado sobrevivir a la primera noche, le envió al torreón sus felicitaciones y mejores deseos, además de las sobras de su desayuno. El pueblo también se concentró al pie del torreón para jalear al joven en la esperanza de que lograra vencer la maldición.

 

La segunda noche Juan se acostó temprano. A oscuras, seguía pensando qué sería eso que llamaban miedo y que a él no le afectaba. Ya dormía profundamente cuando un insoportable hedor lo despertó. Cerca de su cama, un ser espeluznante envuelto en un sucio sudario permanecía inmóvil, observándolo desde las cuencas en las que alguna vez estuvieran sus ojos.

 

-Yo soy la peste -se presentó el nuevo fantasma.

 

-Lo hubiera jurado -respondió Juan incorporándose en la cama.

 

-¿No te sobrecoge mi presencia… no tiemblas de miedo? -preguntó la peste.

 

-¿Y por qué habría de hacerlo? -contestó Juan- La peste eres tú, no yo.

 

-Porque cuando la enfermedad llame a tu puerta -agregó la peste- en paro y sin dinero, ni tú ni los tuyos podrán salvarse. He encarecido todas las medicinas y privatizado todos los hospitales, así que no tendrás quien te socorra, quien alivie tu agonía. La salud, gracias a mi, ya no es un derecho, sino un lujo al alcance de muy pocos. ¿En verdad no te da miedo?

 

-Miedo no… -respondió malhumorado Juan- lo que me produce es indignación, ira por saber que existiendo los recursos para salvar vidas, éstas se pierdan por haber convertido la salud en un triste negocio; enojo es lo que siento al advertir que las medicinas, los remedios, en vuestras manos son simples mercancías; rabia es lo que siento al conocer que tantos seres humanos mueren en el mundo víctimas de enfermedades para las que hay remedios que no pueden pagar…

 

Desorientada la peste al ver que ni su tétrico aspecto ni sus mortales amenazas lograban atemorizar a Juan, optó por seguir el camino del paro y, sirviéndose de las mismas alas, escapó por la ventana sin nada más que añadir.

 

Cuando el rey se enteró de que también Juan había logrado superar la segunda noche sin rendirse al miedo, hizo un breve alto en su matutino refrigerio y, junto a unas ricas ensaimadas, le hizo llegar al joven sus parabienes. El pueblo, alborozado, seguía junto al palacio animando a Juan en su empeño

 

La tercera noche Juan decidió pasarla en vela, aguardando a que llegara el tercer y definitivo fantasma y, aunque se hizo esperar, poco antes de que despuntara el alba, hizo su aparición. Sin mayores aspavientos, ni olores nauseabundos, simplemente, abrió la puerta y entró en la habitación.

Vestía un gran manto de armiño y se cubría la cara con un negro antifaz.

 

-Y bien -se adelantó Juan- ¿Con quién tengo el honor?

 

-Soy… digamos que el poder -respondió autoritario el nuevo intruso desde la puerta- y si ahora mismo no te levantas de esa cama, gimes y ruegas porque te perdone la vida y corres escaleras abajo hasta abandonar este reino, voy a ahorcarte yo mismo en medio de la plaza.

 

Juan, como si acatara la orden, se levantó de la cama dirigiéndose cabizbajo hacia la puerta pero, al llegar a la altura del fantasma, rápidamente, le arrebató el antifaz dejándolo al descubierto.

 

-¡Así que eras tú la maldición! -sonrió Juan ante un sorprendido rey que no se esperaba la reacción del joven- ¡Tú, maldito rey, quien convocó al paro, a la peste, al hambre, a la ignorancia, a la miseria…!

 

-¿Y no temes -preguntó desconcertado el rey- mi poder, mi soberana majestad?

 

-¡Como voy a temerla -respondió Juan- si nada vale! Tu poder sólo es el miedo que gobierna este reino, el terror que ha sembrado tu ambición… No hay en ti virtud que no te hayas comido ni conservas decoro que no brinde la uva. No me das miedo… acaso algo de asco. Lo que no acabo de entender es la razón de este juego. ¿Por qué insistías ante el pueblo en estar interesado en acabar con la misma maldición que habías creado?

 

-Bueno… -balbuceó el rey- trataba de guardar las apariencias, de que nadie me hiciera responsable de su infortunio. Cualquiera que no tenga miedo puede enfrentar a un rey pero… una maldición, un castigo de Dios o del Diablo es otra cosa. Y ahora que lo sabes… ¿Aceptarías una recompensa por tu silencio? ¿Tal vez un alto cargo en mi gobierno? ¿Quizás una embajada en otro reino? Sólo tendrías que fingir que tienes miedo y que la plebe sepa que no lograste vencer la maldición, sólo tendrías que…

 

-No majestad, -le interrumpió Juan- no puedo fingir lo que no siento. Me voy a ir de tu palacio sin saber lo que es el miedo pero, no importa, por bueno doy lo aprendido y, sobre todo, que la maldición haya sido destronada.

 

-Pues con vuestro permiso -se excusó el rey- tengo prisa y debo retirarme, me espera un agasajo en la cocina.

 

-No lo hagas esperar… -agarró Juan al rey por su manto de armiño levantándolo en el aire- llegarás antes si bajas por la ventana.

 

Antes de que el rey tuviera tiempo de aclarar al joven que, a diferencia de las otras desgracias, él carecía de alas, se precipitó desde la ventana hasta hundirse y desaparecer en el foso de agua que rodeaba el torreón.

 

Ya había amanecido cuando Juan comenzó a descender los cien escalones del torreón, mientras oía fuera la algarabía del pueblo por el feliz desenlace de la tercera y última noche.

Sin embargo, lo que encontró al llegar a la primera planta del torreón, junto a la puerta que lo separaba de la multitud, lo dejó perplejo. Todos los medios de comunicación se habían dado cita: periodistas, fotógrafos, camarógrafos… Y lo esperaban ansiosos, agolpados junto a la puerta. Había corresponsales de medios de otros reinos, enviados especiales, famosos contertulios… Todos querían exclusivas, entrevistas, primeras y segundas impresiones… Todos tenían ofertas que hacerle, propuestas de trabajo que brindarle… Todos, al mismo tiempo, tirándole fotos, haciéndole preguntas…

 

-¿Qué sintió cuando lo visitó la peste? ¿Volvería a pasar otra noche más en el torreón? ¿Es verdad que va a hacer una película? ¿Cómo va a titularse el libro que piensa escribir? ¿Va a aceptar la recompensa? ¿Es cierto que el paro olía mal? ¿Va a quedarse en este reino? ¿Se va a casar con la hija del rey? ¿Ha sentido miedo en algún momento?

 

Ya no era desconcierto o estupor lo que Juan sentía, sino pánico, e incapaz de dominarlo, de sobreponerse al espanto de cámaras, micrófonos y periodistas, decididos a desvirtuar los hechos y falsear su historia, sin tiempo ni para despedirse o improvisar un pretexto, echó a correr como nunca, sin mirar atrás, hasta dejar bien lejos aquel reino y retornar a la casa de su padre para contarle, tantos años después, que ya por fin sabía lo que era el miedo.