Traducido por Manuel Talens
En 1981 la factoría de Hollywood produjo una película, «Reds», en la que no sólo el personaje principal -el periodista John Reed- era un comunista, sino que además estaba representado con simpatía. Fue ésta una más de las muchas pruebas ya existentes de que USA había tomado distancias de la histeria anticomunista que había prevalecido en los años cincuenta. A raíz de aquello, los editores del «Boston Globe» me pidieron que, como historiador, informase a sus lectores sobre John Reed. Las líneas que siguen aparecieron en ese periódico el 5 de enero de 1982.
Los radicales son exasperantes por partida doble. No sólo se niegan a ajustarse a la idea de lo que debe ser un verdadero patriota usamericano, sino que tampoco cuadran en la idea general que suele tenerse de los radicales. Esto es lo que sucede con John Reed y Louise Bryant, que confundieron y enfurecieron a los guardianes de la ortodoxia cultural y política en los tiempos de la Primera Guerra Mundial. Ambos aparecen hoy en Reds, la gran película de Warren Beatty, y algunos críticos refunfuñan ante lo que llaman «comunista chic» y «marxismo de moda», en una repetición involuntaria de las pullas que tanto Reed como Bryant hubieron de soportar en su tiempo.
Nunca se les perdonó que ellos y sus extraordinarios amigos -Max Eastman, Emma Goldman, Lincoln Steffens, Margaret Sanger- avocaran por la libertad sexual en un país dominado por la rectitud cristiana, que se opusieran a la militarización en una época de patriotería guerrerista, que defendieran el socialismo cuando el mundo de los negocios y el gobierno se dedicaban a apalear y asesinar huelguistas o que aplaudieran la que, para ellos, era la primera revolución proletaria de la historia.
Pero lo peor fue que se negaron a ser meros escritores e intelectuales de esos que atacan al sistema con palabras; en vez de eso, se unieron a piquetes, se amaron con libertad, desafiaron a los comités del gobierno, fueron a la cárcel. Se mostraron partidarios de la revolución en sus acciones y en su arte, al mismo tiempo que ignoraban las sempiternas advertencias que los voyeurs de los movimientos sociales de cualquier generación han lanzado siempre contra el compromiso político.
El establishment nunca le perdonó a John Reed (tampoco lo hicieron algunos de sus críticos, como Walter Lippmann and Eugene O’Neill) que se negase a separar arte de insurgencia, que no sólo fuese rebelde en su prosa, sino imaginativo en su activismo. Para Reed, la rebeldía era compromiso y diversión, análisis y aventura. Esto hizo que algunos de sus amigos liberales no se lo tomasen en serio (Lippmann mencionó su «deseo exorbitante de que lo detuviesen»), sin comprender que la elite del poder en su país consideraba peligrosas las protestas con imaginación y no se tomaba a broma el coraje con ingenio, porque sabía muy bien que siempre es posible encarcelar a los rebeldes pertinaces, pero que la más alta traición, esa contra la cual no hay castigo adecuado, es la que consiste en volver atractiva la rebelión.
Sus amigos lo llamaban Jack. Fue un poeta toda su vida, desde su infancia confortable en Portland (Oregón) hasta el Harvard College, desde las insurrecciones campesinas en México, las huelgas de los trabajadores de la seda en Nueva Jersey y la de los mineros del carbón en Colorado hasta el frente de batalla en Europa y junto a las masas bolcheviques que cantaban y gritaban en Petrogrado. Pero, tal como lo expresó Max Eastman, su editor en Masses, «la poesía para Reed no era sólo escribir palabras, sino vivir la vida». De hecho, ninguno de sus muchos poemas alcanzaron la excelencia, pero él sí fue directo al corazón de guerras y revoluciones, huelgas y manifestaciones, y lo hizo con el ojo certero de una cámara (antes de que ésta existiese) y con la memoria de un magnetofón (antes de que lo inventasen). Dio vida a la historia para los lectores de revistas populares y pobretonas publicaciones mensuales para consumo de radicales.
En Harvard, entre 1906 y 1910, Reed fue un atleta (en natación y waterpolo), un bromista, un animador, un escritor satírico, un alumno del famoso profesor de escritura Charles Townsend Copeland, a quien llamaban «Copey» y, al mismo tiempo, un protegido del reportero sensacionalista Lincoln Steffens. Fue un crítico malicioso del esnobismo de Harvard, si bien no llegó a ser miembro del Walter Lippmann’s Socialist Club. Tras su graduación, viajó en un buque de carga hasta Europa, donde visitó Londres, París y Madrid, y luego regresó para unirse a un grupo de escritores bohemios y radicales del neoyorquino Greenwich Village, donde Steffens le proporcionó su primer trabajo, en el que se ocupaba de aburridas tareas editoriales para una revista politicoliteraria llamada The American.
El contraste entre la riqueza y la pobreza del Nueva York de 1912 hería los sentidos y alguien con un ojo tan agudo como el de John Reed no podía ignorarlo. Empezó a escribir para Masses, una revista que acababa de aparecer, editada por Max Eastman (el hermano de la feminista socialista Crystal Eastman) y redactó un manifiesto en el que se afirmaba que «los poemas y dibujos rechazados por la prensa capitalista a causa de su excelencia serán bienvenidos en esta revista». Masses era algo vivo, no el órgano oficial de un partido, sino un partido en sí mismo, con anarquistas y socialistas, artistas y escritores y rebeldes indefinibles de todas clases en sus páginas: Carl Sandburg y Amy Lowell, William Carlos Williams, Upton Sinclair. Y, del exterior, Bertrand Russell, Gorki, Picasso.
Los tiempos temblaban con la lucha de clases. Reed fue a Lawrence (Massachusetts), donde mujeres y niños habían abandonado sus puestos de trabajo en la industria textil y estaban inmersos en una heroica y desgarradora huelga con la ayuda del sindicato IWW (el revolucionario Trabajadores Industriales del Mundo) y del Partido Socialista. Allí conoció a Bill Haywood, el dirigente del IWW (a quien describió como «un gigantón maltrecho con un ojo de menos y una mirada eminente en el otro»). Haywood lo puso al tanto de la huelga de 25.000 trabajadores de la seda al otro lado del río Hudson, en Patterson, los cuales exigían una jornada de trabajo de ocho horas, y le dijo que la policía, por toda respuesta, los había apaleado. La prensa no publicaba nada de esto, así que Reed fue a Paterson. No era el tipo de periodista que tomaba notas desde fuera: se unió al piquete, lo arrestaron por negarse a desalojar y pasó cuatro días en el calabozo.
El artículo que publicó en Masses era ya un nuevo tipo de escritura, enardecida, implicada. Asistió a una asamblea de los huelguistas de Paterson, escuchó la arenga de la joven radical irlandesa Elizabeth Gurley Flynn sobre el poder de los brazos caídos y él, que nunca fue tímido, se puso al frente de la muchedumbre cantando La Marsellesa y La Internacional. Él y Mabel Dodge, cuyo apartamento de la Quinta Avenida era como un centro de arte y política (pronto se convirtió en su amante), tuvieron la brillante idea de organizar con mil trabajadores un espectáculo sobre la huelga en el Madison Square Garden. Reed trabajó día y noche en el guión, mientras que John Sloan pintaba la escenografía. Quince mil personas acudieron al evento.
En México, Pancho Villa estaba liderando una rebelión de campesinos y el Metropolitan le pidió a Reed que acudiese allí como corresponsal. Pronto se vio inmerso en la Revolución Mexicana, cabalgando junto al propio Villa, enviando artículos que Walter Lippmann aclamó como «el mejor periodismo que se haya hecho nunca… La variedad de sus impresiones, los recursos y el colorido de su lenguaje parecían inagotables… y la Revolución de Villa, que hasta entonces aparecía en la prensa sólo con un incordio, pasó a ser una multitud de campesinos que se desplazaban en un maravilloso panorama de tierra y cielo.» El fruto de aquello, Insurgent Mexico [México insurgente], la recopilación de artículos de Reed sobre este tema, no es lo que la ortodoxia considera como «periodismo objetivo», sino algo escrito para ayudar a la revolución.
Acababa de regresar a Nueva York, aclamado como un gran periodista, cuando en el país empezó a propagarse la terrible noticia de la Matanza de Ludlow: en el sur de Colorado la Guardia Nacional, a sueldo de los Rockefeller, había ametrallado a los mineros en huelga e incendiado sus casas junto con sus familias. Reed no tardó en aparecer en escena y escribió «The Colorado War» [La guerra de Colorado].
Durante el verano de 1914 estuvo en Princetown, que se convertiría en su refugio durante los años siguientes, nadando, escribiendo, amando (hasta 1916, en una tormentosa aventura con Mabel Dodge). Aquel mes de agosto estalló la guerra en Europa. En un manuscrito inédito, Reed escribió: «Y aquí están las naciones, lanzadas a degüello como perros… y el arte, la industria, el comercio, la libertad individual, la propia vida, gravadas con impuestos para mantener monstruosas máquinas de muerte.»
Reed regresó a Portland para ver a su madre, que nunca aprobó sus ideas radicales. Allí, en la sala de reuniones del IWW local, escuchó hablar a Emma Goldman. Para él fue una iluminación. Ella era el motor del feminismo y el anarquismo de aquella generación y probó con su propia vida que se puede revolucionario con seriedad y también con alegría.
Los grandes periódicos de Nueva York lo presionaban para que fuese a Europa a cubrir la guerra y aceptó trabajar para el Metropolitan. Al mismo tiempo, escribió un artículo para Masses. La guerra era una cuestión de beneficios, afirmó en él. De camino hacia Europa, era consciente de que iba en primera clase mientras que tres mil italianos viajaban como animales. Pronto estuvo en Inglaterra, en Suiza, en Alemania y, después, en Francia, pisando el terreno de la guerra: lluvia, barro, cadáveres. Lo que más lo deprimía era el patriotismo criminal que embargaba a todo el mundo en los dos bandos, incluso a algunos socialistas, como H. G. Wells en Inglaterra.
Cuatro meses después, cuando regresó a USA, se encontró que los radicales Upton Sinclair y John Dewey se habían unido al grupo de los patriotas. Walter Lippmann también. Este último, que ahora era editor del New Republic, escribió un curioso ensayo en diciembre de 1914: «Por temperamento no es un escritor profesional ni tampoco un periodista, sino una persona que se lo pasa bien». Tras lo cual Lippmann, que se enorgullecía de ser un «escritor profesional», añadió el desaire definitivo: «Reed no es objetivo y se siente orgulloso de no serlo».
Era verdad. Reed regresó a la guerra en 1915, esta vez a Rusia, a los pueblos calcinados y saqueados, a los asesinatos en masa de judíos por parte de los soldados del zar, a Bucarest, a Constantinopla, a Sofía, luego a Serbia y a Grecia. Tenía muy claro lo que significaba el patriotismo: la muerte por las armas o por el hambre, la viruela, la difteria, el cólera, el tifus. De regreso a USA, se encontró con el discurso interminable sobre la preparación militar contra «el enemigo» y escribió para Masses que el verdadero enemigo del obrero usamericano era el dos por ciento de la población que poseía el sesenta por ciento de la riqueza nacional. «Nosotros defendemos que los obreros se defiendan contra ese enemigo. Ésa es nuestra preparación.»
A principios de 1916, John Reed conoció en Portland a Louise Bryant y los dos se enamoraron de inmediato. Ella dejó a su marido y se fue con Reed a Nueva York. Fue el principio de una relación apasionada y poética. Ella era escritora y anarquista. Aquel verano, Reed buscó un respiro junto a Bryant lejos de los sonidos de la guerra, en las tranquilas playas de Princetown. Hay una foto de ella desnuda y recatada en la arena.
En abril de 1917, Woodrow Wilson pidió al Congreso que declarase la guerra a Alemania y John Reed escribió en Masses: «La guerra es la locura de las turbas, la crucifixión de quienes dicen la verdad, la asfixia de los artistas… No es nuestra guerra.» Testificó ante el Congreso contra el reclutamiento obligatorio: «No creo en esta guerra… yo no me alistaría.»
Cuando detuvieron a Emma Goldman y a Alexander Berkman en aplicación de la Ley de la Conscripción por «conspiración para inducir a personas a no alistarse», Reed fue testigo de su defensa. Los condenaron y enviaron a prisión junto con otro millar de usamericanos que se oponían a la guerra. Se prohibieron los periódicos radicales, Masses entre ellos.
Reed estaba descorazonado ante la manera en que las masas trabajadoras en Europa y USA apoyaban la guerra y se olvidaban de la lucha de clases, pero no perdió la esperanza: «No puedo renunciar a la idea de que de la democracia nacerá el mundo nuevo, más rico, más valiente, más libre, más hermoso».
En 1917 llegaron noticias atronadoras desde Rusia. El zar, el viejo régimen, habían sido derrocados. La revolución estaba en marcha. Al menos allí, pensó Reed, todo un pueblo se había negado a aceptar la matanza, se había convertido en su propia clase dirigente y estaba creando una nueva sociedad, de contornos poco claros, pero de espíritu embriagador.
Se embarcó rumbo a Finlandia y Petrogrado junto a Louise Bryant. La revolución estaba estallando a su alrededor y ambos se sumergieron en su excitación: las manifestaciones de masas, la toma de fábricas por parte de los trabajadores, los soldados que declaraban su oposición a la guerra, el Soviet de Petrogrado que eligió a una mayoría bolchevique… Y, luego, los días 6 y 7 de noviembre, la rápida e incruenta toma de estaciones de ferrocarril, del telégrafo, del teléfono, de la distribución del correo y, por último, los trabajadores y los soldados que se precipitaban extáticos sobre el Palacio de Invierno.
De un escenario a otro, sin descanso, Reed tomó notas con increíble velocidad, recopiló panfletos, carteles y proclamaciones y, luego, en 1918, regresó a USA para escribir su historia. Al llegar le confiscaron las notas y se encontró acusado, junto con otros editores de Masses, por haberse opuesto a la guerra. Pero durante el juicio, en el que tanto Eastman como él testificaron de forma elocuente y audaz sobre sus creencias, el jurado no pudo tomar una decisión y se les retiraron los cargos.
Reed recorrió el país dando conferencias sobre la guerra y la Revolución rusa. En Tremont Temple (Boston) fue aclamado por los estudiantes de Harvard. En Indiana conoció a Eugene Debs, que pronto sería sentenciado a diez años de prisión por hablar contra la guerra. En Chicago asistió al juicio de Bill Haywood y de un centenar de dirigentes del IWW, que serían condenados a largas penas de cárcel. Aquel mes de septiembre dio un mitin en una manifestación de cuatro mil personas y lo detuvieron por desanimar a la gente para que no se alistase a las Fuerzas Armadas.
Por fin recuperó sus notas de Rusia y, durante dos meses de furiosa escritura, dio a luz Ten Days That Shook the World [Diez días que estremecieron al mundo], libro que se convirtió en la narración clásica de un testigo presencial de la Revolución bolchevique, cuyas palabras se aglomeraban en sus páginas con los sonidos del nacimiento de un mundo nuevo: «En la Perspectiva Nevski, bajo el húmedo crepúsculo, la multitud se arrebataba los últimos periódicos o se apretujaba tratando de descifrar los innumerables llamamientos y proclamas fijados en cada espacio libre… En cada esquina, en cada espacio libre, grupos compactos: soldados y estudiantes discutiendo… El Soviet de Petrogrado se hallaba reunido en sesión permanente en el Smolny, centro de la tempestad. Los delegados se caían de sueño en el piso; después, se levantaban para tomar parte en los debates. Trotski, Kaménev, Voldarski hablaban seis, ocho, doce horas diarias…»
En 1919 la guerra había terminado, pero los ejércitos aliados invadieron Rusia y la histeria continuó en USA. El país que había glorificado la palabra «revolución» en todo el mundo, ahora le temía. Había redadas de extranjeros por millares, se los detenía y deportaba sin juicio alguno. Se reprimían las huelgas en todo el país y se multiplicaban los enfrentamientos con la policía. Reed intervino en la creación del Partido Comunista de los Trabajadores y fue a Rusia como delegado a las reuniones de la Internacional Comunista. Allí, discutió con burócratas del partido, se preguntó qué estaba pasando con la revolución, se reunió con Emma Goldman en Moscú y asistió a su llanto desilusionado.
Pero no perdió la esperanza. Iba de reunión en reunión, de conferencias en Moscú a manifestaciones de asiáticos en el Mar Negro. Su salud se resintió, cayó enfermo, enfebrecido y delirante: había contraído el tifus. A los treinta y tres años, en el punto álgido de su aventura amorosa con su mujer y camarada Louise Bryant y con la idea de la revolución siempre en el pensamiento, John Reed falleció en un hospital de Moscú.
Su cuerpo fue enterrado como un héroe cerca del muro del Kremlin, pero lo cierto es que su alma no pertenece a ninguna instancia, ni de aquí ni de allá ni de ninguna parte. Lo extraño es que hoy, en 1981, sesenta años después de su muerte, millones de usamericanos se acaben de enterar de la existencia de John Reed gracias a una película. Si sólo una pequeña fracción de ellos llegase a meditar sobre la guerra y la injusticia, sobre el arte y en el compromiso, sobre cómo extender la amistad más allá de fronteras nacionales a la búsqueda de un mundo mejor, eso ya sería un logro enorme para una vida tan breve y tan intensa como la suya.
Louise Bryant vela el cadáver de John Reed en el Templo del Trabajo de Moscú el 24 de octubre de 1920
(Extracto del libro Howard Zinn on History, Seven Stories Press, 2000 ).
Fuente: http://www.tlaxcala-int.org/article.asp?reference=2411
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