Recomiendo:
0

La desaparición de los cuerpos

Fuentes: Atlántica XXII

El gran fracaso de casi todas las películas de ciencia ficción no tiene nada que ver con la dificultad de anticipar el futuro tecnológico de la humanidad sino con la de saber qué clase de hombre metemos en él. Incluso las más rudimentarias de los años 50 podían deducir sin demasiados problemas los sucesivos avances […]

El gran fracaso de casi todas las películas de ciencia ficción no tiene nada que ver con la dificultad de anticipar el futuro tecnológico de la humanidad sino con la de saber qué clase de hombre metemos en él. Incluso las más rudimentarias de los años 50 podían deducir sin demasiados problemas los sucesivos avances técnicos -células fotoeléctricas, computadoras fabulosas, medios de transporte supersónicos- y escenificarlos mediante «efectos especiales» que hoy, gracias a las nuevas tecnologías, son capaces de materializar cualquier fantasía anticipatoria. Con los edificios, las naves y los electrodomésticos todo es fácil; lo que la imaginación no puede hacer es trasladar esos cambios a la representación cinematográfica de piernas y brazos, de movimientos y miradas, de posturas y gestos. Hay algo desproporcionado y ridículo -anticlimax utópico, coitus interruptus de las fantasías de progreso- en esta escena estándar: se abre la prodigiosa nave de acero sin que haga falta aplicarle ninguna fuerza mecánica y de su estuche maravilloso, abstraído de toda forma antropológica, en medio de un paisaje vacío y geométrico, sale un cuerpo humano. La imposibilidad de representarse un cuerpo nuevo, más evolucionado, a la medida de los velocísimos cambios tecnológicos ha llevado en general a los directores de cine a agravar la patética desproporción recubriendo a los actores de vestidos inverosímiles y poco funcionales; envolviéndolos, por así decirlo, en «papel de plata». Y por eso sólo algunas grandes películas, como Solaris o Blade Runner, se sustraen a esta puerilidad: porque nos recuerdan que en el futuro los cuerpos seguirán siendo cutres.

Si viajamos en las nuevas líneas del metro de Madrid o aterrizamos en la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas no puede dejar de asombrarnos la vitalidad orgánica de nuestra tecnología. Pero mucho más que los vagones de aire azul o las altísimas cúpulas de ángulos de acero nos asombra el hecho de que, en medio de esa arquitectura del siglo XXI, realización de las fantasías de la ciencia ficción de hace cincuenta años, sigan circulando cuerpos del siglo XIII, cuerpos toscos y primitivos, provistos de dos brazos y dos piernas, muy parecidos a los de hace diez milenios, a los que hay que arrastrar por cintas mecánicas para que no ralenticen el movimiento de la civilización. Parafraseando al filósofo Gunther Anders, podemos decir que el cuerpo está anticuado y que tener uno, seguir dependiendo de uno, ser ininterrumpidamente retenido por el propio cuerpo, es reaccionario y humillante. El cuerpo es un dinosaurio que ha sobrevivido a las únicas condiciones paleontológicas en las que estaba justificada su existencia.

Salvo excepciones, el cine de ciencia ficción, y por eso es ficción, ha reducido las sociedades futuras a su ciencia y no ha sabido qué hacer con los cuerpos que la componen. Ha olvidado las distintas velocidades que empujan y conforman a un ser humano: la economía y la tecnología van siempre por delante de las leyes, las cuales van siempre por delante de las costumbres y las mentalidades, las cuales van siempre por delante del lentísimo desplazamiento filogenético de la humanidad. El capitalismo, con su tecnología ancilar, ha acelerado los procesos económicos, dejando cada vez más atrás los derechos, las culturas y los cuerpos, todos los cuales han acabado por convertirse en obstáculos -sí- del «movimiento de la civilización».

El cuerpo aparece ya sólo como el reverso negativo del futuro tecnológico: el cuerpo-bomba que, arma inesperada, supera todos los filtros de seguridad y hace saltar por los aires el aeropuerto; el cuerpo-virus que extiende la pandemia en los mismos medios de transporte velocísimos que lo avergüenzan; el cuerpo-sombra que reproduce la población inmigrante en nuestras ciudades recordándonos la lactancia y la mortalidad. Pero ahora comenzamos a saber que esa civilización de vertiginoso aire azul, cintas mecánicas y catedrales de fibra óptica -de «constructores de pirámides», como diría Jorge Riechmann- no tiene futuro y que toda obra de ciencia-ficción debe soñar hoy a partir de los cuerpos lentos y no de la ciencia rápida: una madre que amamanta, un árbol que crece, un dinosaurio, en fin, que gestiona su propio medio.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.