Nadie pondrá en duda los merecimientos de Vargas Llosa para recibir el Premio Nobel de Literatura. Por parecidas razones, nadie deberá de alterarse si la figura pública es ácidamente criticada cuando reparte doctrina desde una cátedra convertida en púlpito. Un premio, el que sea, no es al fin y al cabo más que el galardón […]
Nadie pondrá en duda los merecimientos de Vargas Llosa para recibir el Premio Nobel de Literatura. Por parecidas razones, nadie deberá de alterarse si la figura pública es ácidamente criticada cuando reparte doctrina desde una cátedra convertida en púlpito. Un premio, el que sea, no es al fin y al cabo más que el galardón concedido por seres humanos cuyos criterios no es obligatorio compartir aunque sean legítimos y honestos. Que se lo pregunten a Valle-Inclán. Y a tantos y tantas.
Vargas Llosa oró. Convirtió en espectáculo lo que estaba concebido como acto literario. Fiel que es él al catecismo liberal. Pero literatura es vida, totalidad orgánica, y el escritor insiste libremente en sus obsesiones, se arrodilla ante la luz del capitalismo más criminal -discúlpeseme la redundancia-, reverencia silencioso sus sombras y convierte en agua mineral todo el barro que el Gran Sistema produce. He ahí el poder creativo de la Gran Literatura. Si para eso es necesario tratar de payasada aquello que rompe la armonía de la explotación y la miseria de los incapaces, pues se hace y ya está. No, no se refería el Premio Nobel a Honduras, ni a Guatemala ni a Colombia o a México, no. La voltereta intelectual de Vargas Llosa sería una ruin imitación de la peor de las payasadas si no fuera pura ignominia. Mala raza, dicen algunos.
El hombre liberal es presumido y cínico. Sonríe con gozosa superioridad. Observa, distante, los intentos de los desposeídos por hacerse con el control de sus propias vidas. Se altera cuando ve peligro de éxito en el intento. Y siempre imparte doctrina, pues es demasiado listo. Nos enseña resignación con el argumento de su propia autoridad moral, que para algo es liberal y demócrata. Abofetea con la superioridad conceptual y ética del mundo tal y como lo concibe el negocio. Se ríe de la inutilidad de la izquierda, esa especie de insuficiencia sináptica propia de la infancia, material antiguo, obsoleto, inservible. No sueñes más libertad que la que tienes. No desees lo que nunca serás. Dejad a las puertas del infierno toda esperanza.
Los liberales lo tienen todo claro. Por eso presumen. Están dotados para comprender la sustancia etérea de las cosas y despreciar todo tacto material que no tenga raíz en el lucro. Por eso desprecian la pequeñez de las existencias de quienes venden su fuerza de trabajo. Muy aburridas. Insuficientes incluso para un pintoresco material literario. La miseria es para ellos un problema conceptual. El sufrimiento, un poema.
El mercado es dios, eso ya lo sabemos. Por ello, la inscripción a las puertas mismas del infierno. Él, el divino mercado, garantiza la eficacia, la libertad, la democracia. El liberal no te leerá la letra pequeña del contrato forzoso. Porque el plazo de devolución es indefinido, la condición de consumidor con derecho a voto es revocable y el bienestar es una reproducción en papel couché de una pintura figurativa a dos colores. El hombre es para él unidimensional y previsible, y la mujer es su reflejo. Solamente los payasos nos empeñamos en que la eficacia debe dejar todo el espacio al bienestar. Pero alterar o interrumpir el rito del simulacro merece la excomunión. Es crimen de sacrilegio. La transcendencia, tan querida.
Vargas Llosa ofició una vez más de sacerdote liberal. Dividió el mundo en buenos, malos, payasos, perversos e idiotas pobres. Y nacionalistas, que, desgraciados, sueñan sin parar con hacer el mal y derrumbar ese cristalino edificio de luz y armonía que llaman España. Esa modélica familia. Hace ya unos cuantos meses, acompañado por luminosos modistas, artistas y ciclistas, propició un piadoso manifiesto en defensa de una (mal) llamada Lengua Común, que, como cualquiera sabe, solo es común para sus hablantes. Nunca gallegos, catalanes o vascos atacaron a la lengua española con la vehemencia y el rencor con que este liberal y sus diáconos trataron a las lenguas de estas tres naciones sin estado. Solamente personas muy indignas están capacitadas para despreciar a los hablantes de lenguas que consideran inferiores.
Mal escritor es aquel que postula la inferioridad de unas lenguas frente a otras. Mala gente que camina y va apestando la tierra, por Antonio Machado. Peores, desde luego, que payasos.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.