Morente o la eterna heterodoxia del flamenco, un flamenco que no puede ser sino voz viva
No cabe un silencio más. La situación del flamenco es precaria, siempre lo ha sido. Por una parte la tradición, entre la necesidad de seguir prestando voz a unos muertos que no dejan de ser más, la intuición profunda de que hay un suelo, un aire, una luz que se convierte en una magnitud, en una dimensión, en un espacio invisible y que vacía todo cuerpo que se pone cerca, que se arrima; por otra, la necesidad de afirmar que esos muertos no son tales, que pueblan, que habitan y que sin ellos seremos un páramo de plástico y resplandores de centro comercial. Grandes superficies. Una paradoja: un país que silencia a sus muertos y que tiene en ellos su mayor energía.
Decía Chocolate antes de irse que casi todos sus compañeros de viaje se habían ido, que se estaba quedando solo, y él fue el que nos dejó muy solos en 2005. Después otros más, Bernarda de Utrera, Fernando Terremoto, Luis Caballero, Chano Lobato entre ellos. Cada vez más solos. Ahora Enrique Morente y va quedando cada vez menos que ofrecer a esos muertos que él levantó en Omega: Manuel Torre, Pastora Pavón, Antonio Chacón, Tomás Pavón, Pepe de la Matrona, Rafael Romero, Juan Varea… El flamenco, sin más.
Un sonido plastificado, prefabricado, se impone en las producciones contemporáneas y en el propio nombre de ‘producciones’ está la clave real de lo que son y de la conciencia que asumen del lugar que les corresponde en el campo de fuerzas del flamenco. Un lugar enfermo que piensa esa gran superficie como espacio vital con la impunidad del que se impone, no se expone, que pretende afirmarse como espacio natural en el que expandir unos ecos que se acompañan musicalmente no con el toque, sino con ofertas de menaje del hogar o ropa de marca.
Parece que a Morente se le ha ligado con parte de esta etiqueta, convirtiéndole en una especie de padrino de una generación bastante incierta aún. Él siempre quedó en un difícil equilibrio, en un riesgo que pocos se atreven a correr y que, posiblemente, ninguno de los que ahora serán señalados como epígonos sea capaz de asumir: una pesada carga para unas espaldas demasiado débiles. Quizá por ausencia de algo que era lo que constituía su voz, una voz que se fajó entre otras voces realmente grandes, que supo jugar con ellas y hacer de ese juego y de la intensidad una afirmación sin concesiones.
Una noche en un concierto alguien del público le llamó maestro. Él contestó que el maestro tenía que ir aún a la escuela. Ahora ya es escuela, pero nosotros estamos cada vez más solos. Gracias, maestro.
Fuente: http://www.diagonalperiodico.net/Voces-que-dan-al-viento.html