Los siete sellos, las siete trompetas, el dragón y las bestias, las siete copas, la batalla de Armagedón y la puta Babilonia. Uno ya está harto de amenazas, de intimidaciones, de agoreros. La herencia religiosa es muy pesada, puede estar bien, como conjunto de cuentos de terror con final feliz, la lectura del libro del […]
Los siete sellos, las siete trompetas, el dragón y las bestias, las siete copas, la batalla de Armagedón y la puta Babilonia. Uno ya está harto de amenazas, de intimidaciones, de agoreros. La herencia religiosa es muy pesada, puede estar bien, como conjunto de cuentos de terror con final feliz, la lectura del libro del Apocalipsis atribuido a Juan el Evangelista, lo que no es soportable ya es que todos los medios de comunicación se empeñen en recitarnos el apocalipsis cada diez o quince años para mejor servir al capitalismo, un sistema económico injusto que muy apoyado en la religión, en el castigo divino, en la resignación de la parte contraria, está en la raíz misma del hambre, la desigualdad, la falta de libertades y la depredación insostenible. No está escrito el futuro del hombre en ningún sitio, mejor dicho lo está en mil, pero todos los augurios han fallado tanto como los nuevos profetas de la economía que enfatizan sus pronósticos en el más seguro de los desastres. El hombre por sí solo puede llegar a hacer grandes cosas, hazañas que luego contarán historiadores o escritores sabios, pero en conjunto, unido junto a otros, es capaz de situar el Polo Norte dónde todavía está el Sur. No hay fuerzas invencibles, no hay estrellas que marquen nuestro destino, no hay futuros negros inevitables, las siete trompetas todavía no han sonado y si mañana mismo lo hiciesen, tendrían el mismo valor que el pitido de los autos que a diario nos saludan al amanecer. Como dijo nuestro grandísimo poeta: «Caminante, no hay camino, se hace camino al andar», y ha llegado la hora de andar, no cada cual por su lado, sino todos a la vez, con el mismo objetivo, profundizar en la justicia social y desterrar para siempre de nuestras vidas a quienes se empeñan en convertirla en un valle de lágrimas.
Hace treinta y cuatro años, concretamente en 1977, cogí por primera vez el tren que une Calasparra con Madrid, un tren al que llamaban rápido y tardaba más de nueve horas, yendo todo bien, en recorrer trescientos sesenta kilómetros, lo mismo que en 1936. Iba sólo, a estudiar Económicas, mis amigos quedaron en Caravaca y en Murcia. En mi casa se leía Triunfo, La Calle, Destino, Cuadernos, Cambio y ese magnífico y esperanzador diario que fue El País. Pese a mi edad estaba al tanto de la crisis en que vivíamos, no sólo por las lecturas sino por la propia realidad: En los primeros años setenta muchos de mis paisanos -miles de ellos- abandonaron el pueblo, la huerta y los campos quedaron vacíos, los cortijos abandonados, las tierras improductivas. Pese a que apenas había electrodomésticos en casa, mis padres insistían una y otra vez, machaconamente, para que apagásemos la luz, una luz mortecina que se iba y venía según su personal decisión. Monté en el tren, ilusionado por conocer Madrid, por comenzar una carrera que no sabía si podría acabar, por cambiar de aires y abrir horizontes. Temeroso también por la incertidumbre. Salí de Murcia, atravesé «Castilla La Nueva» y, como un descubridor, entré en la provincia de Madrid. No es posible si alguien no lo ha visto, imaginar la sensación terrible que uno experimentó al pasar de Aranjuez, cientos de naves industriales abandonadas, tejados de uralita rotos, obreros y obreros alrededor de bidones de gasoil utilizados como estufas, los grises amenazando desde los promontorios, mujeres huidizas que iban de la panadería a su casa y de su casa a la panadería, entre escombros y matorrales, decenas de edificios construidos por Banús o algún colega, con pisos de a cincuenta metros, desconchados, oxidados, grises, tercermundistas, ni un árbol, desolación.
Me instalé en la pequeña vivienda de mi tío, en el barrio de La Coma, en Peña Grande. No había otro tema de conversación que el paro, la miseria y los robos. Eran los tiempos de «El Jaro», macarra y delincuente habitual, de «El Chuletas», «El Villa» y «El Cipote», vecino de barrio que se llevaba los bolsos saltando desde las lomas de Peña Grande a la Carretera de la Playa con una habilidad y una destreza impropia de un chico de su volumen. El tironeo y el asalto a los comercios estaban a la orden del día, de todos los días en todas las calles, pero abundaban más por las habladurías, por los corros, por la maledicencia de porteros y porteras, por el miedo y la bola de nieve que aumentaba sin parar. Manifestaciones de obreros y estudiantes, esperanza ninguna, desencanto, miradas a un pasado feliz que nunca existió, ese del racionamiento y de la emigración a mansalva, del ordeno mando, de la letra con sangre entra, del silencio. Desconcierto general, hombre maduros, en edad de producir, improductivos, en el bar, cigarro tras cigarro, rabota tras rabota, paliza en casa, niños en las calles, aprendiendo la lección del excluido, sin horizontes.
No me hablen de apocalipsis, no amenacen con el apocalipsis a quienes todavía recuerdan la terrible y larguísima posguerra española que quieren esconder tras banderas infames, dejen de atemorizar a quienes saben de la tortura, de la cárcel, de la violación sistemática, del robo de niños, del luto a los treinta, de la tuberculosis, del tifus, de la viruela, de la cartilla de racionamiento, del boniato cocido, de la rebusca, de la sopa de cañamones, de la huevina, del vino con agua o del agua con vino, de la puta hambre, de la violación sistemática, del robo de niños, del derecho de pernada, de la cárcel, de la tortura, del estraperlo, de la arbitrariedad, de los sargentos cabrones de la maldita mili que hacía «hombres», de los curas manoseadores y de los cien mil hijos de Satanás que convirtieron España en un inmenso campo de concentración.
Salimos de la crisis más grande de nuestra historia contemporánea, la posguerra; salimos de la crisis del 73, y no sólo salimos, sino que fuimos capaces de recuperar la democracia -aunque desde hace bastantes años necesite una regeneración integral para parecerse a lo que indican término y concepto-, de que retornasen dos millones de emigrantes esparcidos por todo el planeta y de admitir, más tarde, tras la crisis de los noventa, a seis millones de inmigrantes, la mayoría de los cuales son jóvenes y continúan entre nosotros. No nos merecemos eso, no lo vamos a permitir. Fuimos capaces de resistir como nadie, más que nadie, tres años al fascismo mundial y de aguantar la dictadura más salvaje del siglo XX, una dictadura consentida por la Europa democrática y sostenida por Estados Unidos. Nadie nos va a amedrentar ahora.
No sirven los vaticinios apocalípticos, todos nos equivocamos cuando hablamos del futuro. Quien quiera predicciones, acuda a la pitonisa más cercana. La economía no es una ciencia exacta a priori, como muchas de las ciencias, lo es más a posteriori, cuando se trata de analizar la tormenta una vez que ha pasado. De nada sirve responsabilizar a los trabajadores de vivir por encima de sus posibilidades, de poco amenazar con la intervención de nuestra economía cuando ya se están restringiendo derechos fundamentales, de menos incitarnos a trabajar más, a ser más productivos y más ahorradores cuando todo el mundo sabe que la demanda interna es fundamental para salir de la crisis en un país como el nuestro, y no hay demanda interna si se recortan derechos sociales, sueldos y jubilaciones. El único reproche que podemos hacernos, que podemos hacer a los trabajadores de este y otros países es que no se hayan puesto de acuerdo para movilizarse al unísono contra los recortes, contra la importación sistemática y progresiva de productos provenientes de economías esclavistas: ¡¡¡Señores, entérense de una vez, jamás, pero jamás de los jamases, podremos competir con quienes cobran tres euros al día y se conforman!!! Ya está bien de mentiras, ya está bien de idioteces, fueron ustedes quienes provocaron esta crisis, fueron ustedes quienes decidieron ir a producir allí dónde no había derechos, y ahora quieren acabar con los de aquí. Nos encontraremos, téngalo por seguro. Ni queremos ser China, ni tampoco Estados Unidos, por tanto no lo seremos. Resistiremos mientras despiertan los dormidos, pero no lo conseguirán, primero porque no se lo consentiremos, segundo porque ustedes también se están jugando el futuro, malditos cabrones.
Metámonos esta canción, no por oída, ajada, en las entrañas, es un himno lleno de futuro en cualquiera de sus dos versiones, el poema de Don Antonio, la fuerza de quién la musicó y la de quienes la cantan. Ahí está nuestra fuerza: Todo lo bello y lo justo lo ha hecho el pueblo contra quienes son ajenos a él, verso a verso, golpe a golpe:
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