Una condena imprescindible que debe ser ejecutada Por razones obvias, los grandes beneficiarios del capitalismo defienden su «virtuoso» sistema con todo tipo de herramientas -desde las repetidas mentiras a través de sus medios de comunicación hasta las más poderosas armas de destrucción masiva-, sin importarles absolutamente nada el ingente sufrimiento que ocasionan con su acérrima […]
Una condena imprescindible que debe ser ejecutada
Por razones obvias, los grandes beneficiarios del capitalismo defienden su «virtuoso» sistema con todo tipo de herramientas -desde las repetidas mentiras a través de sus medios de comunicación hasta las más poderosas armas de destrucción masiva-, sin importarles absolutamente nada el ingente sufrimiento que ocasionan con su acérrima y parásita defensa a la inmensa mayoría de la población mundial, así como a esa casa común ya tan maltrecha como es el planeta Tierra. Ese comportamiento tan deplorable es incompartible desde todo punto de vista, pero se entiende. Y es que me estoy refiriendo a lo más bajo del género humano, a egoístas sin escrúpulos que buscan únicamente su propio bienestar y el de su entorno más inmediato a costa de cualquier cosa; y bien que lo consiguen. Esos, los que ostentan el poder económico -y todos los poderes, por añadidura-, son los que realmente dirigen el mundo. Los otros, los cabezas visibles de los poderes políticos, no son más que agentes bien remunerados al servicio de los grandes capitalistas, ya que, hace rato, los Estados están supeditados a las necesidades de quienes realmente manejan el dinero. El orden económico mundial funciona bien para el 20 % de la población, pero excluye, rebaja y degrada al 80 % restante.
El capitalista es un sistema altamente destructivo. Como dijera Karl Marx, nació chorreando sangre y lodo desde la cabeza hasta los pies, por todos los poros, y se mantiene vivo a través de los años gracias, precisamente, al chorreo de sangre y lodo que, de incesante manera, sigue salpicando a todo el mundo -a unos más que a otros, por supuesto-. Los ejemplos que expongo a continuación son sin duda elocuentes.
Alrededor de 29.000 niños mueren todos los días por hambre y enfermedades curables -unos 11.000.000 al año-; y la desnutrición mata a 100.000 personas al día -35.000.000 al año-. Cifras sobrecogedoras, pero nada sorprendentes, ya que en nuestro maltratado planeta hoy sobreviven en la pobreza extrema 1.400.000.000 de personas. Durante el 2009 y el 2010, a causa de desastres naturales acaecidos en diferentes lugares del mundo, fallecieron unas 470.000 personas; no es casual que el 97% de ellas tuvieran bajos ingresos económicos. En cuanto a las llamadas guerras modernas se refiere, los datos apuntan a 111.000.000 de personas fallecidas y 26.000.000 de refugiadas. El analfabetismo, otro flagelo de la humanidad, afecta a 759.000.000 de adultos. Mientras tanto, los gastos militares siguen en rápido aumento: 1,5 millones de millones de dólares fueron destinados en los últimos diez años a los presupuestos castrenses, más de la mitad los aportó el gobierno de los Estados Unidos. Curiosamente, quienes más «trabajan» por la paz en el mundo son los que fabrican las armas, las venden y, además, cruelmente las utilizan en su propio beneficio.
El socialismo es otra cosa bien distinta. A pesar de que no poca gente lo asocia única y exclusivamente con los excesos y errores del mal llamado socialismo real -la atribución al socialismo de las barbaridades que hayan podido cometer ciertos individuos en nombre de éste es tan ridícula como injusta-, es el único sistema capaz de corregir los grandes males que hoy golpean a la humanidad. Cuba, ese digno paisito bloqueado durante tantos años por la mayor potencia mundial, lo demuestra con creces.
Sobran los ejemplos, pero no me extenderé en las bondades y ventajas del sistema cubano -socialista, por supuesto- para con la población nacional e internacional; sobre estas ya he publicado unos cuantos artículos en este mismo medio. Hoy solamente me referiré a una de ellas. El pasado año, Cuba alcanzó la tasa más baja de mortalidad infantil de su historia, que a su vez fue la más baja de toda América en 2010, incluidos los Estados Unidos: 4,5 por cada mil nacidos vivos. No es ninguna bobería este dato, ya que si todos los países del Tercer Mundo tuvieran la misma tasa de mortalidad infantil y materna que Cuba, cada año se librarían de una muerte segura 8,4 millones de niños y 500.000 madres. Este sólo es un ejemplo, insisto, de los muchos que existen.
Dañino hasta la saciedad, el capitalismo necesita destruir para mantenerse vivo. Y he aquí su gran contradicción: al mismo tiempo que destruye se autodestruye, porque desde su nacimiento y de manera inevitable está condenado a devorarse así mismo. El capitalismo se muere, sin duda, pero lo terrible del caso es que se muere matando; la destrucción acelerada del planeta y de gran parte de sus pobladores es buena prueba de ello. Y sólo existe una manera de evitarlo: sustituyendo al inhumano sistema por el socialismo o, lo que es prácticamente lo mismo, condenando a la pena capital al Gran Capital para, a la mayor brevedad posible y antes de que sea demasiado tarde, ejecutar la sentencia.
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