No hay nada que nos impida plantear una crítica a la Iglesia. La desobediencia es un modo de empujar la democracia generando nuevos marcos de sentido, y en esto el feminismo ha hecho una enorme contribución al politizar lo privado: las relaciones de pareja, el hogar, la cama, etc. La acción se sitúa de puertas […]
No hay nada que nos impida plantear una crítica a la Iglesia. La desobediencia es un modo de empujar la democracia generando nuevos marcos de sentido, y en esto el feminismo ha hecho una enorme contribución al politizar lo privado: las relaciones de pareja, el hogar, la cama, etc.
La acción se sitúa de puertas adentro en la medida en que el cuerpo deviene «campo de batalla». Y los motivos, en este caso, sobran: la institución practica activamente la desigualdad, es sexista y fóbica con quienes se salen de la norma, es irresponsable y pone en peligro la salud de muchos y discrimina a los individuos, familias y comunidades que no entiende aunque estos tengan su misma fe.
Todo esto lo hace generando una confusión que tenemos que quebrar y que las comunidades de base católicas, al igual que ocurre en otras confesiones, se han empeñado en lograr: que no se confundan las posiciones de la jerarquía con la comunidad, que a pesar de su composición en España, es siempre más abierta (religiosa y culturalmente hablando) que la cúpula que supuestamente la representa, y que no se confunda el dogma con la fe.
Jerarquía y base
La Iglesia, como todas las jerarquías religiosas, vive, se alimenta, parasita este cierre. Y es este cierre el que ha hecho que la izquierda española sea no simplemente anti-clerical, sino fundamentalmente anti-religiosa, incapaz incluso de comprender su defensa del laicismo en un sentido crítico. Esto hace que a muchos no les suscite dudas la irrupción en el templo, algo que visto desde otras confesiones, contextos o concepciones de la fe despierta un mar de dudas desde el momento en que el templo puede ser un espacio de la comunidad no necesariamente identificada con la jerarquía.
La ocupación de la Conferencia Episcopal, en lugar del templo, resulta en este sentido más clara. Y lo mismo sucedería si las ocupantes fueran un grupo de creyentes, en cuyo caso no valdría el argumento de la crítica de puertas afuera. En cualquier caso, en nuestro contexto esta disociación es difícil y aun así tenemos que abrir esta posible desidentificación, a la que han contribuido importantes sectores católicos de base afirmando de mil formas que el templo, al que han dado usos alternativos, les pertenece igualmente.
Se ha querido reducir la instrumentalización de la acción a una cuestión de oportunismo político, sin embargo, esta lectura no considera las dimensiones sexuales y de género de lo sucedido. Quizás esa obsesión de ir metiendo el rosario en los ovarios de todas, creyentes o no, desde una posición de poder (que dista mucho de la que puedan tener en España otras confesiones, porque efectivamente el contexto sí importa) tenga mucho que ver con que un grupo de mujeres sienta que desde fuera de una comunidad religiosa tenga que violentar los dogmas católicos y que para ello decida meterse donde no las llaman.
No vamos a recitar de nuevo las célebres frases de Rouco y compañía que ese día se leyeron junto al altar, pero sí conviene entonces recordar lo mucho que le cuesta a esta particularísima institución religiosa renunciar a lo que ha sido suyo durante demasiado tiempo: la capacidad de someter a las mujeres a Dios pero no de forma directa sino a través del poder de los hombres y la negación sistemática de la autonomía moral de las mujeres. De ahí todo lo demás: la definición de la naturaleza y lo natural (la vida, la muerte, la salud, la reproducción… el sexo, ¡sobre todo el sexo!), del individuo sexuado como dos complementarios y jerarquizados, de las uniones inteligibles y la determinación de plasmar todo lo anterior en el ordenamiento jurídico inmiscuyéndose, tal y como vienen haciendo, en el Estado. Porque lo suyo no es predicar un modelo de vida entre otros, sino imponer el suyo al conjunto de la sociedad.
Carne e incitación
Lo más llamativo, no obstante, sigue siendo esa obsesión por el cuerpo femenino desnudo. Y es que si bien ahora lo que enfatizan es la regulación de las identidades, las uniones, la sexualidad y la reproducción, en sus orígenes los patriarcas del catolicismo arremetieron contra las mujeres como contrapunto corporeizado de la espiritualidad a la que aspiraban. La carne y la incitación son irremisiblemente femeninas (el desnudo de Cristo de cuerpo para arriba no parece preocuparle a nadie), y éstas han de ser cuidadosamente conducidas en el heteromatrimonio, aunque esto pase por concitar una y otra vez la desviación. Tal y como dijo Pablo, «no casarse es un bien, pero es mejor casarse que arder». Molestan, y mucho, los cuerpos insumisos de quienes no se pliegan a la norma sexual y aparecen desnudos al margen de la objetualización del mercado, que no suscita ni asco ni escándalo.
Como cualquier acción, ésta nos invita a seguir, desviándonos en lo posible del surco abierto por la derecha clerical, por donde parece ha de discurrir todo el agua. El debate que se ha abierto será crucial para lograr una laicidad real en la universidad pública. Pero quizás sea limitado en la medida en que los términos y tiempos de la acción y su recepción no sólo no producen un extrañamiento sino que refuerzan códigos, referentes y posiciones demasiado dichas en lugar de crear nuevas condiciones, por ejemplo, una brecha irreparable entre los sectores y discursos católicos integristas, que en estos días han mostrado bien a las claras su machismo y racismo islamófobo («¡en una mezquita esto habría sido una masacre!»), así como el poder político que detentan, y todos los demás. Pero claro, esta virtualidad no dependerá sólo de la performance.
Fuente: http://www.diagonalperiodico.net/Capillas-rosarios-ovarios.html