14 presos que cumplen condena en la prisión de Estremera han escrito una novela en común. Hablamos con algunos de ellos sobre literatura y vida.
Empezaba a despuntar una mañana del mes de diciembre, frío y neblinoso, cuando, acompañada de Álvaro Crespo, me dirigía a la prisión de Estremera. Mi cometido consistía en impartir una charla sobre la escritura a un grupo de reclusos. Aunque aparentemente me mostraba con ese aire de seguridad del que cada día sale temprano de su casa para acudir al trabajo, sentía, sin embargo, esa sensación de inquietud que suele aparecer cuando uno camina hacia lo desconocido.
Álvaro, que seguramente lo había percibido, me fue dando todo tipo de explicaciones sobre el lugar hacia el que nos encaminábamos y así, poco a poco, mientras crecía la conversación se fue diluyendo mi desasosiego inicial. Tomamos una desviación que parecía conducirnos hacia la nada, pues el paisaje se iba tornando más y más árido, tanto que llegué a imaginar que la novela El desierto de los tártaros, bien podría haberse desarrollado en aquel escenario. Pero mientras mi mente andaba divagando por estos derroteros, la cortina de niebla se había ido diluyendo para dar paso a un primer plano, casi cinematográfico, del edificio penitenciario. Tras los controles, atravesados algunos pasillos, tuve la sensación de haberme introducido en alguna urbanización compuesta por varios edificios o bloques de mediana altura, separados por patios donde la luz era el elemento dominante. Me preguntaba si las personas que caminaban de un lado a otro se dirigían a algún lugar o simplemente disfrutaban del sol. Pero, en realidad, ¿adónde podrían ir? O más bien ¿hasta dónde podrían llegar? Porque pude advertir, aunque difuminados por el exceso de luz, los anchos muros de cemento coronados por espirales de alambre: ésos eran, físicamente, sus límites.
En el aula seis un grupo de hombres y mujeres, armados de lápiz y cuaderno, esperaba nuestra llegada. Algunos se mostraban tensos, con aire desconfiado, mientras que en otros se advertía cierta impaciencia por saber qué les iba a contar, deseosos de que alguien los sorprendiera.
Recuerdo que al pensar en los muros de cemento les dije que la literatura nos hace libres, pensé en las alambradas y a continuación añadí que a través de la escritura uno puede rebelarse (con b y con v), imaginé la monotonía de sus días mientras los invitaba a contar mentiras, para construir una ficción que les sirviera para ahuyentar cualquier sombra de desesperación. Les dije, en fin, que no tuvieran miedo a mezclar ficción y realidad, precisamente aquella que les había tocado vivir.
Tuve la sensación de ir creciéndome mientras les hablaba de los mecanismos de defensa con los que cuenta el ser humano, de la necesidad de ponerlos en marcha, y también de señalarles que la vida, ese suceso de días, a los que hemos dado nombre y fecha para no vivir en una confusión permanente, están repletos de sucesos y de personas, que unos y otros van juntos y que es conveniente estar atentos a cuanto sucede, a lo que se dice; observar y escuchar… «después, cuando hayáis aprendido a atrapar lo que flota en el aire, sois libres para inventar».
Aquellos rostros ya no eran los mismos con los queme había encontrado al llegar. Asentían con la cabeza, esbozaban algunas sonrisas y se aflojaban en sus asientos. Cuando advertí que un cierto aire de complicidad flotaba en el ambiente, me animé a leerles un poema que habla de los lugares oscuros.
No tuve necesidad de insistir para que tomaran la palabra. Primero arrancaron con frases cortas, pequeños sucesos. Pronto supe que, en general, les gustaba leer y escribir. Una mujer, puesta en pie, explicó que había escrito un relato sobre el maltrato basado en su experiencia, pero ya no me lo contaba a mí; se dirigían unos a otros como si acabaran de descubrirse, de saber que estaban vivos y bien vivos. Para entonces ya me había convertido en mera espectadora de lo que estaba sucediendo en el aula número seis y no estaba dispuesta a perderme ni un sólo detalle.
Algunos se mostraban tensos mientras que en otros se advertía cierta impaciencia por saber qué les iba a contar
Les dije que no tuvieran miedo a mezclar ficción y realidad, precisamente aquella que les ha tocado vivir
Cuando la mujer terminó se hizo un silencio que enseguida fue interrumpido por un hombre. Estaba sentado de medio lado de tal manera que mientras una mitad de su rostro se dirigía a sus compañeros, con la otra se comunicaba conmigo. «Nosotros», dijo con firmeza, «nos hemos reunido para escribir un libro.Ya lo hemos terminado pero falta revisarlo porque somos 14 autores y eso tiene sus complicaciones…» Quise saber más, pero en ese instante se abrió la puerta y una mujer asomó la cabeza para advertirnos de que habíamos agotado nuestro tiempo.
Seis meses más tarde Transcurrieron algunos meses hasta que, otra mañana, ya entrada la primavera, Álvaro volvió a buscarme para repetir viaje.
Nos recibió Vanesa, jurista del centro. Los miércoles por la tarde los dedica a trabajar en el club de lectura, una actividad que ha organizado para dar cabida a un grupo de internos del Módulo de Respeto entre los que se encuentran los autores de lo que ellos mismos dieron en llamar El libro encadenado.
Las personas que me esperan en el aula ya no son desconocidas pero tampoco son 14 como suponía. Cuando pregunto donde está el resto de los compañeros se arma un revuelo de voces hasta que, finalmente, consigo enterarme de que 11 de los internos que se involucraron en este trabajo están en tercer grado.
Son seis y Vanesa, su guía y cómplice de experimentos literarios. Me cuentan, emocionados, que están trabajando en un segundo proyecto, otro libro, pero yo insisto en saber del primero, aquel que surgió como una sorpresa al final de nuestro primer encuentro.
Hay un momento de silencio y Miguel toma la palabra: «Aquel libro del que te hablamos no lo hemos abandonado pero, ahora, lo tiene un compañero que ya no se encuentra en el centro y está puliéndolo. Fue algo que iniciamos con mucha ilusión pero que, en un determinado momento, empezó a presentar complicaciones. Cometimos algunos errores».
Lola. No me extraña porque si ya es difícil escribir en solitario, compartirlo con catorce puede ser toda una aventura. ¿Cómo os planteasteis el trabajo?
Vanesa. Uno escribe el primer capitulo, se lo pasa al siguiente que lo engarza con su propia escritura sin que pierda el sentido inicial y, a la vez, introduciendo novedades, luego lo retoma el tercero, después el cuarto y así hasta el final.
Lola. ¿Tú has participado en la escritura?
Vanesa. Los dos primeros capítulos del libro que estamos escribiendo ahora los he trabajado yo.
Insisto en que hablemos del primero y entonces, Micki, el hombre que habló al final de aquella fría mañana, toma la palabra.
Micki. El primer capítulo del primer libro lo hice yo. Escribíamos tres hojas por día cada uno, por las dos caras.
«El club de lectura nos reinserta, de momento, entre nosotros mismos» valora Micki, uno de los autores del libro
Se les iluminan los ojos cuando piensan en la posibilidad de dar a conocer su trabajo
Lola. ¿A quién se le ocurrió?
Vanesa. A un interno que está en tercer grado. Él propuso que nos reuniéramos y lo cierto es que ha sido una experiencia muy positiva. De hecho antes trabajábamos dos horas a la semana y ahora le dedicamos cuatro.
Miguel. Ya te hemos dicho que de los que estamos aquí, en este momento, solamente Vanesa, Carlos, Micki y yo trabajamos en el primer libro. El interno que está fuera también formó parte del proyecto y se podría decir que lo está reescribiendo con el material que nos sirvió de base, porque el gran error fue que nos lanzamos a trabajar sin elaborar un guión previo.Se podría decir que nuestro primer trabajo fue experimental.
Vanesa. Contábamos con participantes de diferentes nacionalidades. Uno de ellos, brasileño, no dominaba el lenguaje y cuando le llegaba su turno la historia perdía sentido.
Miguel. Nosotros hablábamos, vivíamos dentro de los personajes, pero cuando en un momento dado notamos que estos personajes ya no eran tan nuestros porque no nos identificábamos con ellos, nos dimos cuenta de que algo estaba fallando y por eso ahora está en esa fase de recomposición.
Lola. Supongo que al reuniros para compartir una ilusión que finalmente se traduce en un libro también os estáis abriendo a los demás. Incluso el hecho de haber escrito juntos una historia que pueda salir más allá de los muros de la penitenciaría, es como si en alguna medida os estuvierais preparando para integraros en esa sociedad a la que en algún momento vais a volver.
Micki. Sin ninguna duda. En el club de lectura hemos crecido y no lo digo sólo porque ahora le podamos dedicar más tiempo, pues aunque sean cuatro horas se nos pasa rápido. Esto nos reinserta, de momento, entre nosotros mismos. Nos reunimos y compartimos inseguridades porque la inseguridad se guarda para que no te vean vulnerable.
Lola. Está bien que vayáis anotando cualquier idea porque, seguramente, tenéis muchas horas para pensar…
Pedro. Muchas, aunque en realidad nunca son demasiadas cuando se está ocupado. Yo llevo poco tiempo y espero salir pronto pero, para mí, esto es una experiencia positiva a todos los niveles y estoy seguro de que me ayudará cuando salga. Ahora me he aficionado más a la lectura y veo menos televisión. Antes la ponía a todas horas y, sin embargo, ahora siempre ando con un libro. Mientras leo me meto en algún personaje y me escapo de mis historias personales.
Vasili. Mientras escribo voy echando fuera algunos pensamientos que nunca he expresado. Son pensamientos que a veces me dan miedo, pero a medida que los voy poniendo en el papel siento que mi escritura se suelta y que le pongo más coraje.
Lola. Me llama la atención que la única mujer que participa en este proyecto es Vanesa, ¿no pensasteis en compartirlo con las internas?
Micki. El módulo es de hombres. Lo hemos intentado pero no nos dejan (risas).
Lola. Lo que estáis escribiendo es ficción ¿no?
Álex. No sé, una verdad, medio…
Carlos. Es que la mentira es necesaria según lo que se escriba. A veces hay que estar inventando cosas, pero algunos datos son verídicos. Yo no había escrito nunca y tengo que andar inventando porque los sentimientos están muy reprimidos y la mayoría de las veces no puedes sacarlos, pero es necesario desahogarse.
Álex. Mi trato con el grupo es en condición de novato, porque empecé a leer con más frecuencia cuando entré en prisión. No leo mucho, releo y vuelvo atrás y en la escritura, trato de absorber y digerir las ideas de los que tienen más experiencia. Después voy haciendo mis propias conjeturas, trazando mis ideas hasta darles forma porque mi única experiencia son las cartas. He escrito cartas en un momento en el que estaba angustiado y la verdad es que al escribir, aunque son cosas muy personales, procuro transmitir lo que siento para que el mensaje le llegue al que la lee y, de esa manera, me devuelva otra carta. Lo llamo retroalimentación y para mí es la confirmación de que estaba bien mi escrito.
Micki. A mí lo que me gustaría es que se pudiera editar nuestro libro. Hemos hecho averiguaciones y nos hemos enterado de que por 800 euros nos pueden tirar 20 ejemplares y Miguel también ha visto en el programa Página Dos de TVE que a partir de 600 euros se pueden conseguir hasta cien ejemplares.
Se les iluminan los ojos cuando piensan en la posibilidad de dar a conocer su trabajo y más cuando Vanesa confiesa su empeño de que la edición salga adelante. No fue fácil despedirse, lo hacíamos una y otra vez como si de uno y otro lado alguien estuviera esperando concertar un próximo encuentro. Ése fue el deseo que expresó Miguel antes de que llegáramos a la puerta del patio: «Tienes que volver para que te enseñemos el módulo. Ya sabes que la gente tiene una idea muy particular de todo esto. Mi mujer siempre estaba preocupada porque se imaginaba que aquí todo era como en Celda 211 y cuando por fin pudo visitar el módulo se quedó más tranquila». Volveré, les dije, expresando más un deseo que una certeza.
Fuente: http://www.diagonalperiodico.net/El-libro-encerrado.html