Leo que en cada cigarrillo perdemos los fumadores una hora de vida, a veces dos; que no hacer ejercicio reduce nuestras expectativas de vida a razón de tres horas por una del gimnasio al que no vamos; y que cierta clase de comida llamada «basura» que, casualmente, coincide con mi dieta, acorta en ocho años […]
Leo que en cada cigarrillo perdemos los fumadores una hora de vida, a veces dos; que no hacer ejercicio reduce nuestras expectativas de vida a razón de tres horas por una del gimnasio al que no vamos; y que cierta clase de comida llamada «basura» que, casualmente, coincide con mi dieta, acorta en ocho años la vida del original y de la copia. Y ya calculo y anticipo recesiones y analizo los sondeos de opinión y de omisión, mientras actualizo desaceleraciones y tomo nota de cortes y recortes y, consternado, descubro que me he quedado sin años. ¡Los he perdido todos!
Y eso que, todavía, no he empezado a descontarme los dos años de vida que pierdo cada vez que un delincuente es celebrado como padre de la patria y elevado al Parnaso de la Honra, y tres más si escapa inmune, y cuatro si ni siquiera tiene que escapar porque es investido nuevamente y, además, gracias al sufragio universal, porque se me mueren diez años cada vez que las urnas me confirman la impotencia general. Reconozco que, a estas alturas, casi estaría dispuesto a aceptar la idiosincrasia como causa de tanta iniquidad si no fuera porque creerlo me privaría, como sanción, de un año más adicional.
Y no hay año de vida, por más aire que tenga, capaz de resistirse a un porcentaje, que las inevitables y tediosas estadísticas me llevan un año de vida, un mes de cólera y un día de arrepentimiento.
El que mata «por el amor de una mujer» también me mata a mí, pongamos trece años, aunque sólo sea para poder seguir con vida y morirme un poco más en la desesperanza que arrastra la miseria de los tantos que cada vez son más. Y los que matan en nombre de un progreso que deshiela glaciares, seca ríos, tala bosques y vuelve irrespirable el aire, nos matan los años del futuro que nos mienten.
Agréguese otro año de vida que se nos muere por cada año de retraso, por cada voluntad falsificada, por cada fraude homologado, por cada licenciado analfabeto, por cada yola naufragada, por cada derrame de confianzas, por cada intercambio de disparos… y siete vidas que tuviéramos nunca darían abasto para tantos años de vida que nos matan.
Y, que conste, que ni siquiera he querido restar los años que uno muere dando vueltas por el mundo. Los veinte que se van tras el Imperio cada vez que su impune ejecutivo revalida la pena capital al enemigo, a su entorno y a su umbral. Y otros dos años que me acortan las cortes, siempre nobles, nacidas de hemofílicos glóbulos azules, y que sin pretenderlo ni esperarlo, donde pudo haber un simple ciudadano, te acaban reduciendo a un sumiso lacayo.
Y otro año más que pierdo, y si no lo digo serían dos, que se gira a la cuenta de los muchos y variados sinvergüenzas que ejercen el gobierno y que amenazan con cobrarnos aún más años de vida. Y otros cuatro años que se llevan los restantes cómicos del medio, de esa España inmortal de mantilla y pandereta, del Jesulín, del Pocero, de Urdangarín y el Marlaska, del Camps y del Bigotes, de la Esteva, de Esperanza, de Rouco y de Carlos Fabra, del Pachuli y la Pantoja, de las duquesas del Alba y de los reyes de copas, y seis meses más de penalización por no haber escrito «payasos». Y otro año de vida que se me muere cada vez que asistes a la canalla manipulación de la verdad; y cinco años a la cuenta vaticana en la certeza de que nunca podrán indemnizarme por todos los espantos con que me bautizaron y de cuyas manos comulgaba hasta que tuve uso de razón.
Y si ya no me quedan más años que enterrar porque me los han llevado todos cada vez que la hipócrita virtud de tantos inmorales se hace verbo y el verbo se hace carne y habita, para colmo, entre nosotros; cada vez que me asestan un abrazo o me endosan la mano o me fingen un beso, entonces… ¿quién está viviendo en mi lugar?
Pero ocurre que sí, que junto a mí viven también, para mi suerte, todos aquellos seres entrañables que me compensan en los años que me brindan los que pierdo en la vorágine diaria.
Y me voy a atrever a mencionar algunos, aunque sólo sea para que mis hijas Irene, Itxaso y Haizea tengan constancia escrita de lo mucho que yo también las quiero y que no siempre sé expresar, y los años de vida que le debo a Urra sin la cual los años tampoco serían vida.
Escribir me reporta algunos años más; y cada vez que me subo a un escenario y me convierto en Dios o en Rey de España, cada carcajada me supone, al menos, un año de vida adicional; años que multiplican las obras de teatro, relatos y poemas que trajino y publico. Y aprovecho para destacar los años que he ganado gracias a todos los benditos amigos y amigas que la vida me ha ido regalando, la familia que reparto aquí y allá, y tantos otros entrañables abrazos que sólo porque están es que yo sigo.
Ellos son quienes me compensan con más años de vida los años que me matan los demás.
Y súmeseles Fidel Castro, Los Beatles, John Lennon, la familia Simpsom, Salvador Allende, Pink Floyd, Eduardo Galeano, Oliverio Girondo, Benedetti, Chaplin, Groucho y los hermanos Marx, Les Luthiers, el Ché, Lluis Llach, Silvio, Beethoven, Patxi Larraínzar, Bob Dylan, Joe Cocker, Zitarrosa, Los Olimareños, Mozart, Cortázar, Oneti, Neruda, Pachelbel, Vivaldi, y todos los amores que con su sola presencia compensan con creces los años que perdemos a manos de tantos sinvergüenzas, para que yo pueda seguir acumulando tantos años de vida que, seguro estoy, el día en que un burocrático error acabe suprimiendo mi nombre de la lista de los amanecidos, yo voy a seguir viviendo, aunque sólo sea por el placer de no perderme tan bella compañía.
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